Por Diego Mansilla y Guido Perrone / Ciges – Centro de Investigación y Gestión de la Economía Solidaria
Los anuncios realizados por las autoridades nacionales de eliminación de subsidios han atraído la atención sobre la estructura tarifaria de los servicios públicos. Pese a la repercusión del debate, persisten muchos elementos que dificultan la comprensión del alcance de las medidas, que no suelen mencionarse en los habituales análisis del tema.
Los subsidios son una poderosa y legítima herramienta de política económica para mejorar la competitividad de la producción, expandir el mercado interno y hacer posible la protección de sectores sociales y económicos. No es posible “demonizar” un instrumento que debe direccionarse según necesidades y prioridades y no otorgarse en forma indiscriminada.
La estructura de subsidios de Argentina en los últimos años no fue creada a partir de una política regulatoria independiente y planificada sino como producto de los resabios de legislación de la década de los noventa que aún continúan vigentes. Las privatizaciones de las empresas de servicios públicos (energía, agua, transporte, comunicaciones) modificó el rol central que tenía el Estado nacional hasta la década del 90, otorgándole desde entonces un papel secundario, el de “regulador”.
Los marcos regulatorios fueron escritos “a medida” de las necesidades de empresas privadas con posición monopólica o dominante. En tal perspectiva, las tarifas que debían abonar los usuarios se formaban a partir de suma de costos declarados más la garantía de beneficios. De tal forma, los usuarios finales debían afrontar los incrementos en cualesquiera de las etapas en que fueron segmentados los mercados. En nombre de mantener una rentabilidad internacional, empresas prestatarias fueron hasta garantizadas con tarifas ajustables de acuerdo con la inflación de Estados Unidos.
En línea con los lineamientos neoliberales de transferir servicios públicos brindando atractivo a inversores internacionales, se introdujo la adopción de un sistema mixto de mecanismos de tarifas garantizadas para los usuarios “cautivos” (residenciales y pymes), quienes debían pagar incrementos considerablemente mayores respecto a usuarios “mayoristas”, con capacidad de acceder a fuentes alternativas. Ello implicó una creciente transferencia regresiva de ingresos tanto hacia las empresas prestadoras -permitiéndoles obtener enormes rentabilidades sin que ello se tradujera en ampliaciones y mejoras comprometidas inicialmente- como hacia grandes empresas usuarias con capacidad de negociación, por ejemplo, para optar por fuentes energéticas alternativas.
Con la crisis de 2001 y la devaluación del peso, los marcos reguladores indicaban que las tarifas debían aumentar considerablemente ya que estaban dolarizadas. Un incremento de tal magnitud era insostenible tanto económica como socialmente. En un marco de acuciante desempleo, con más de la mitad de la población en situación de pobreza y una enorme caída de la actividad económica, aumentos en línea con el proceso privatizador hubieran significado una importante reducción de los salarios reales, que decayera aún más el consumo interno y golpeara los sectores más vulnerables. Asimismo, el incremento en las tarifas industriales implicaba aumentar el precio de todas las mercancías producidas localmente, reduciendo aún más la capacidad de acceder a bienes básicos de gran parte de la población. En cambio, la Ley de Emergencia Económica pesificó y congeló las tarifas, lo que requería una modificación de los contratos con las empresas privatizadas, que nunca se llevó a cabo.
Desde entonces, las tarifas de los servicios de agua, gas y electricidad para los consumidores finales se mantuvieron prácticamente constantes mientras que los costos aumentaban, rompiendo con la estructura vigente desde los noventa.
Energía, un caso emblemático
Un tema emblemático y sensible para las pymes es sin duda el de la energía. El costo fundamental de la estructura energética argentina es el del gas natural y el petróleo, que tienen un enorme peso en la matriz nacional. Desde la privatización de YPF y a pesar de lo establecido en los contratos de concesión, las petroleras no realizaron inversiones de riesgo necesarias para mantener el nivel de reservas y extracción, por lo que nuestro país registra una caída constante de capacidad de autoabastecimiento.
La importante expansión de la economía local desde 2002 implicó un sensible incremento del consumo de energía. Desde 2004 ha debido, por ejemplo, recurrirse a la importación de gas comprado a precio internacional (en vez de según costo interno, sustancialmente menor).
En tanto, simultáneamente el precio de los hidrocarburos registraba una tendencia fuertemente alcista en el mercado mundial. La diferencia entre costos de producción mayores y tarifas congeladas fue cubriéndose con subsidios, siendo los brindados a la electricidad y al gas natural los más significativos.
En este entramado, la energía siguió siendo brindaba a precios subsidiados aun a las muy competitivas grandes empresas exportadoras de materias primas y energético-intensivas, como las mineras. Una pyme de consumo medio paga de gas natural unos $0,136/m3, mientras que una gran empresa abona apenas $0,033/m3 .
Hacia una nueva perspectiva
El anuncio de la eliminación de los subsidios de tarifas a sectores beneficiados con grandes rentabilidades (como la minería, aceiteras o el sector financiero) –vigente desde diciembre de 2011– y a usuarios residenciales de gas, electricidad y agua de zonas con mayor poder adquisitivo –desde enero de 2012–, plantea una nueva perspectiva.
Sin duda, la estructura de subsidios generalizados no es sustentable en el tiempo. De todas formas, es preciso contemplar que una eliminación indiscriminada puede repercutir negativamente sobre el nivel de consumo interno, uno de los pilares sobre los que se apoyó el crecimiento económico y el nivel de costos y precios.
La eliminación de los subsidios no implica una solución del problema de fondo, si se mantiene un modelo diseñado para que las empresas prestatarias obtengan ganancias sin realizar inversiones, que castiga a los usuarios cautivos y beneficia los grandes grupos económicos. La solución real del problema de las tarifas no puede ser otra que la transformación de las regulaciones neoliberales, la planificación racional de servicios e inversiones y una política tarifaria acorde con las necesidades de desarrollo económico de una sociedad más integrada.