Entre los datos que muestran la marcha ascendente de la economía nacional, superada la crisis de 2001, vemos los que miden el crecimiento del turismo interno e internacional.
Una tras otra, las sucesivas temporadas alcanzan cifras cada vez mayores, en todos los rubros. Evidencian la recuperación que pudo lograr, en un marco político favorable, una actividad que, como tantas otras, padeció la embestida de las políticas impuestas por el golpe militar, que los gobiernos democráticos no alteraron, hasta el final catastrófico de 2001. Como era previsible, el verano de 2002 fue penoso para los centros turísticos, como lo fue en general para todos los argentinos, con muy pocas excepciones.
Los ciclos históricos de expansión o de decadencia de la actividad turística deben llevarnos a una reflexión, que afecta el conjunto de los sectores involucrados en esta industria y las localidades que más dependen de esta actividad, si quieren defender sus intereses vitales, sin prejuicios ideológicos y sin aceptar la distorsión de visiones facciosas. Nos referimos a quienes subordinan la suerte del sector a la preservación del dominio de los núcleos de poder económico concentrado -generalmente opuestos al interés de las mayorías-, los cuales buscan garantizar sus negocios.
Es necesario determinar, ante todo, lo que ha pasado en estos años para comprender su influjo en el turismo interno, sin adjudicar sus logros, que son generalizados, a la destreza de la promoción de algún actor parcial. Dejamos a un lado el tema de las fluctuaciones del turismo extranjero, que responden a motivos cuya consideración excede los límites de este artículo, sin desconocer que existen razones compartidas para explicar los flujos en ambas áreas.
Pero conviene ir más atrás en el tiempo para ganar perspectiva y apreciar con claridad cómo se vinculan las conductas sociales asociadas con el turismo y la vida económica en general. Particularmente, cómo incide la orientación del Estado en la promoción o en la ruina de una industria que, por su naturaleza, involucra sectores sociales amplios y regiones enteras de todo el país. Adelantemos una obviedad: el turismo interno corre la suerte que corre el país. Tal como lo conocimos en el ciclo cerrado en 1976, fue un fruto del primer peronismo: una de las expresiones de la enorme transformación vivida por Argentina a partir del 45, que democratizó el ingreso y las conquistas sociales a favor de los trabajadores y de sectores de clase media que fueron adversos a ese benefactor, por sus prejuicios culturales.
Anteriormente, algo había hecho el radicalismo histórico y su democratización de la renta del país agrario. Hasta allí, sólo los pudientes gozaban de los viajes llamados de placer y el veraneo abarcaba, como mucho y pasada la década del 20, sólo el sector superior de las clases medias. Libre del peligro de la invasión posterior de las colonias sindicales y de la masa variopinta de los balnearios atestados y los comedores “por kilo”, esta elite gozaba en exclusiva soledad, hasta que la invasión de la plebe la impulsó a buscar más allá de las fronteras un supuesto estatus, desaparecido en este país de m…, ignorando la frase del conservador Bustillo, el creador de Bariloche, a cuyo juicio era “un deber conocer la Patria”.
Esa democratización de la sociedad argentina, junto con la uruguaya la más igualitaria de América Latina, tuvo (y tiene) su correlato en el turismo, generalizando el hábito de tomar vacaciones –con Perón se universalizan como jornadas pagas– y dando impulso a la creación de una infraestructura capaz de atender a una gran demanda, que requiere el concurso de miles de trabajadores y tiene efectos multiplicadores sobre otras áreas de la producción y los servicios, locales y generales, alimentando un típico círculo virtuoso. Este complejo, tal como ocurrió con otras áreas de la Argentina creada por la década de los gobiernos del general Perón, logró sobrevivir a las políticas regresivas posteriores al golpe de 1955, pese a la reducción del nivel de consumo de los sectores mayoritarios, hasta la entrada en escena de Martínez de Hoz y el ciclo neoliberal. El turismo interno sufrió entonces un ataque demoledor, producto de la política que hundió las empresas de capital nacional y dio lugar a la extranjerización del país y a niveles escandalosos de desigualdad y pérdida de la cultura del trabajo y la producción de bienes, con efectos en la actitud de nuestras mayorías que el cine recogió, por ejemplo, en el film La plata dulce.
Uno de los ingredientes de esa política destructiva es el atraso cambiario, la valorización artificial del poder adquisitivo de la moneda argentina… para el consumo de bienes que se producen afuera. Uno de ellos –la memoria colectiva nos excusa de dar estadísticas al respecto– fue el turismo: un aluvión de argentinos gastaba en el exterior los dólares que, en la ventanilla de al lado, le prestaban al país los “organismos internacionales”, para crear la ilusión de que éramos ricos (además de ser “derechos y humanos”) y evitar que cundiera la noción del robo que se perpetraba entretanto.
Los gobiernos que se suceden desde 2003 han invertido esa ecuación terrible para los sectores mayoritarios de la producción, los servicios y el trabajo argentinos. Asistimos, en estos días, a diversas medidas que tienden a dar continuidad al turismo, tal como la fijación de los feriados vacacionales. No obstante, los exitosos resultados de los últimos años se asocian, fundamentalmente, con el fomento a la producción y el consumo masivo. Consecuentemente, aquellos cuya subsistencia y prosperidad depende de que se sostengan las cifras actuales de la actividad turística deberían advertir que, contra toda suposición de que su interés los asocia a las clases minoritarias, los hechos prueban con meridiana claridad que su destino se liga al interés general y, para mayor concreción, a políticas de distribución del ingreso favorables a las grandes mayorías del país. La posibilidad inversa –los prejuicios sociales son ocasionalmente más poderosos que el interés material, mal que le pese al marxismo vulgar– implica pelear contra el progreso propio, disparar un centro contra el área propia y colocar la pelota justo en los pies del goleador adversario.