Para entender la firma en sus distintas versiones, debemos acudir a la historia. Sobre todo, a esa especial vinculación que ha tenido con el sello.
En el principio del concepto, por el año 3500 a. C. en Sumeria, firmar era presionar un pequeño cilindro sobre la arcilla húmeda con los datos de quien lo llevaba a cabo, primero a través de figuras y luego con un corto texto. En su inicio, se empleó para sellar puertas, tinajas y bolas de arcilla con contabilidad pero, a partir de la tercera dinastía de Uruk, se utilizó sobre tablillas cuneiformes para atestiguar la identidad de lo dicho allí.
Alrededor del año 57 d. C., en Japón se comenzó a utilizar el sello Hanko como medio para delegar autoridad. En 1873 se lo adoptó oficialmente a nivel general, estableciéndose por ley que estamparlo constituía un medio de identificación personal. Los sellos Hanko todavía se utilizan hoy en día para indicar autoría y propiedad, siendo necesarios, por ejemplo, para abrir una cuenta en determinados bancos nipones.
La ceremonia de la Manufirmatio en la antigua Roma se iniciaba con la lectura del documento por su autor, o el funcionario, que se colocaba desenrollado y extendido sobre la mesa del escribano y luego de pasar la mano abierta sobre el pergamino en actitud de jurar, pero sin hacerlo, para estampar el nombre, signo, o una o tres cruces, por el autor o el funcionario en su nombre, haciéndolo seguidamente los testigos.
Respecto de sus implicancias, ya el Fuero Juzgo, promulgado probablemente en el año 654, otorgaba efectos probatorios al acto de firmar. En la tercera de las Siete partidas de Alfonso X, se dedica el Título 18 a “De las escrituras y qué provecho nace de ella y en cuántas maneras se divide”. Ya en ese tiempo, en el año 1265, se entendía en su primera ley que: “Escritura de la que nace averiguación de prueba es toda carta que es hecha por mano de escribano público o sellada con sello de rey o de otra persona auténtica que sea de creer, y nace de ella muy gran provecho, pues es testimonio de las cosas pasadas y averiguación del pleito sobre la que es hecha; y hay muchas maneras de ella, pues o será privilegio de papa o de emperador o de rey sellado con su sello de oro o de plomo o firmado con signo antiguo, que era acostumbrado en aquella sazón, o cartas de estos señores o de alguna otra persona que tenga dignidad con sello de cera. Y aún hay otra manera de cartas que cada un otro hombre puede mandar hacer y sellar con su sello; y tales como estas valen para aquellas cuyas son, solamente que por su mandato sean hechas y selladas. Y otra escritura hay que hombre hace con su mano y sin sello, que es como manera de prueba, así como adelante se muestra; y hay otra escritura que llaman instrumento público, que es hecha por mano de escribano público”.
En el siglo XVII, las firmas escritas en papel se volvieron algo común. En 1677, el Parlamento inglés estableció que ciertos contratos debían incluir una firma para que fueran legalmente válidos. A partir de allí se admitió como forma de obligarse -en 1867- las firmas telegrafiadas; las firmas telefónicas, en 1918; la grabación de audio, en 1972, y el envío de fax, en 1988, como actos válidos para vincularse contractualmente.
Todas estas formas tecnológicas generan su propio espacio, antes que desplazar a la versión autógrafa. En tal sentido, el Instituto Grafológico Forense de Bilbao expresa: “A pesar de que estamos en la era de los avances tecnológicos, y que la escritura manuscrita sufre uno de sus peores momentos, hoy día todavía se sigue firmando, y se sigue exigiendo en todos los contratos que se plasmen las correspondientes firmas por parte de los implicados, como una manera de responsabilizarse, social y jurídicamente”.
Por ello, entiende al respecto: “Aunque sea un elemento proclive a su imitación y falsificación, la firma, sin embargo, sigue siendo uno de los mejores signos personales de identificación, al ser totalmente imposible que alguien pueda usurpar en todos sus rasgos gráficos, al verdadero autor de la misma. Esto, probablemente, sea uno de los factores fundamentales que asegure su supervivencia para el futuro”.
El Código Civil redactado por Dalmacio Vélez Sársfield dedicaba el art. 1012 a la firma, siendo una condición esencial para la existencia de todo acto escrito bajo forma privada el que estuviera suscripto por las partes. Ella asimismo no podía ser reemplazada por signos ni por las iniciales de los nombres o apellidos. Conforme el artículo siguiente, cuando el instrumento privado se hubiera hecho en varios ejemplares, no era necesario que la firma de todas las partes en cada uno de los originales; bastaba que cada uno de éstos, que estuviera en poder de una de las partes, llevara la firma de la otra.
En el art. 59 de la Ley de Contrato de Trabajo Nº 20744 de 1974 se reafirmó el concepto que la firma es condición esencial en todos los actos extendidos bajo forma privada, con motivo del contrato de trabajo. Pero en aquellos casos en que el trabajador no sabe o no ha podido firmar, basta con la individualización mediante impresión digital, pero la validez del acto dependerá de los restantes elementos de prueba que acrediten la efectiva realización del mismo.
Asimismo, en el art. 60 de dicha norma se expresa que la firma no puede ser otorgada en blanco por el trabajador y éste podrá oponerse al contenido del acto, demostrando que las declaraciones insertas en el documento no son reales.
Todas esas regulaciones se referían a la firma ológrafa. Pero, de cara al inicio del siglo XXI, harían su aparición las versiones electrónicas de la firma. Se trata de otra parte de la historia que, a pesar de su acentuado carácter tecnológico, remite a procesos ya regulados en el pasado de carácter bastante simple.