Cómo expresar el derecho, sobre todo frente al desconocimiento o agresión a la norma jurídica, ha sido una preocupación constante de todas las culturas jurídicas. Esa actividad no se agota, en lo más mínimo, en una función de simple manifestar. Como ocurre en todo lo humano, el uso del lenguaje, en cualquiera de sus formas, nos influye y nos construye. No podía dejar de ocurrir también en el derecho.
Como expresamos en su oportunidad en nuestro libro La construcción del escrito jurídico, el discurso es la expresión formal de un acto comunicativo, que se presenta bajo manifestaciones diversas, y en cuanto al discurso jurídico distinguir dos niveles de mensaje: uno técnico-jurídico y otro psicológico.
El primer aspecto consiste en su aptitud para ser una adecuada exposición de los hechos en la cuestión y de sus proyecciones jurídicas. Se trata -por tanto- de un desarrollo razonado de todos los aspectos legales del asunto que fueren conducentes a cumplir con el objetivo trazado al decidir la construcción del escrito del caso. Queda en la literalidad de las palabras, podría decirse.
En distinto sentido, el aspecto psicológico va más allá de las palabras y se halla principalmente en el tono del escrito. Es ya no qué está escrito sino cómo se ha escrito, resulta en definitiva la actitud del narrador a lo que se desarrolla en el acto del caso.
El estilo narrativo del escrito jurídico dependerá de la situación de la parte y de cómo quiere llegar de donde ésta a donde quiere estar. En virtud de ello se resultará más comunicativo o más parco, más enfático o más aséptico.
En tal sentido, Gerardo Ribeiro en su trabajo “Las funciones retóricas del discurso jurídico”, nos dice que éste “tiene como objetivo fundamental que los actores de la disputa judicial se adhieran a las propuestas del hablante, en particular busca que el juez se adhiera a sus peticiones y exprese esa adhesión en la sentencia que pronuncie. El discurso jurídico que busca la adhesión del juez se construye desde tres funciones retóricas por excelencia: el convencer, el persuadir y el seducir”.
Ribeiro descree de la posición extendida se reivindica a la lógica, con uso de sus principios y técnicas, como la función racional por excelencia del discurso jurídico procesal. En su opinión, la eficacia del discurso jurídico de la triada procesal se legitima con base en la premisa de que los argumentos propuestos por las partes son lógicos y por ello, fundamentalmente por ello, son verdaderos y convincentes.
Por ello, entiende que el discurso jurídico procesal no tiene como objetivo demostrar la verdad desde la lógica y sus técnicas, sino lograr que los actores de la disputa judicial se adhieran a las propuestas del hablante jurídico y, en particular, busca que el juez se adhiera a sus peticiones y exprese esa adhesión en la sentencia que pronuncie.
Debatido, analizado, discutido en sus contornos y composición, el discurso jurídico ha estado presente en la humanidad desde antiguo y erigido o contribuido a erigir no pocos elementos del derecho. El propio inicio de la profesión de los abogados, tiene que ver, tanto en la antigua Grecia como en la Roma clásica, con el discurso.
Conforme José Antonio Hernández Guerrero y María del Carmen García Tejera en su obra Historia breve de la Retórica, pero también en el artículo “Los logógrafos”, las reformas de Solón en los siglos VII‑VI a. C. al establecer la obligación de que todos los acusados se defendieran personalmente ante los jueces, desarrolló la actividad de escritores que cobraban por componer discursos para ser pronunciados por sus clientes ante el tribunal. Se trataba, en opinión de dichos autores, de un tipo particular de discurso que, además de buscar la eficacia de la argumentación, se preocupaban por la adecuación estilística: procuraban componer discursos cuyo estilo respondiera a la constitución psicológica y a la situación social del cliente. En especial se cuidaba la “naturalidad” de las expresiones y su conformidad con el carácter del orador que iba a pronunciar el discurso.
Antifonte, Lisias o Iseo de Calcide destacaron en la tarea, la que también llevaron a cabo Demóstenes, Dinarco y Hipérides, entre otros.
En las postrimerías de la República Romana, como efecto natural de la influencia helénica, estuvo de moda en Roma cursar las escuelas de los más destacados retóricos de Grecia. Pronto, surgió una clase de oradores que no tardaron en dedicarse a la práctica tribunalicia, no siempre con eficacia por la carencia de conocimientos jurídicos. Se debió llamar (vocare) a un especialista en leyes al litigio (ad-vocare) quien, con su conocimiento del derecho, prestaba la parte técnica para la argumentación. Luego ambas tareas se fusionaron en el “advocatus”, cuya nota central fue su elocuencia en la presentación de la posición jurídica del caso. Nacía el concepto de abogado que llega a nuestros días, de la mano del discurso.
La adopción de la forma escrita en el proceso, “literalizó” al discurso jurídico. Hemos escrito al respecto en Planteos escriturales en el proceso judicial y el procedimiento administrativo, entendiendo a partir de lo dicho por Enrique Bernádez en su Introducción a la Lingüística del Texto que el escrito, como forma, es el continente de un discurso hecho texto, siendo estando estructurado en torno a tres sistemas de reglas: las propias del nivel textual, las del sistema de la lengua y las específicamente jurídicas.
De allí que existan dos formas principales del discurso jurídico: la oral y la escrita. También podemos encontrar otras, más sutiles. Todo ello no hace sino evidenciar la profundidad y fecundidad del concepto, central a la actuación del derecho.