<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>1. Presentación del problema</bold> Hasta donde nos alcanza la memoria, conservamos el concepto proveniente de la añeja doctrina de la Suprema Corte de Justicia de la Nación recaída en la célebre causa “Fernández Arias y otros c. José Poggio s/ Sucesión”, según la cual se le reconocen facultades jurisdiccionales a los Organismos Administrativos. Pensamos que es momento de reconsiderar este criterio. <bold>2. La causa “Elena Fernández Arias y Otros y José Poggio –Sucesión”–</bold> Nuestro Máximo Tribunal emitió este pronunciamiento el día 19 de septiembre de 1960. Han pasado casi 60 años. Lo que se debatió era si las leyes números 13246, 13897 y 14451 infringían los por entonces vigentes artículos 95 y 67, inc. 11, de la Constitución Nacional; y, además, si el fallo (administrativo) de la Cámara Paritaria, era arbitrario y violatorio de los arts. 16 y 18 de la Ley Fundamental. Vale la pena recordar que, en ese momento, las Cámaras Paritarias de Arrendamientos Rurales eran consideradas “órganos administrativos con facultades para ejercer atribuciones de tipo jurisdiccional”. El reconocimiento de esas facultades jurisdiccionales a órganos administrativos, era, en ese entonces, uno de los aspectos que, en mayor grado, atribuían fisonomía relativamente nueva al principio atinente a la división de poderes. Partamos informándonos de que la causa llega al Alto Tribunal como consecuencia de un Recurso de Queja por Denegatorio del Recurso Extraordinario Federal. No es un dato menor, ya que lo recurrido era una resolución dictada por la “Cámara Central Paritaria de Conciliación y Arbitraje Obligatorio”, tribunal –administrativo– que, a su vez, había confirmado la resolución de la “Cámara Regional de Trenque Lauquen”, que ordenaba a la parte demandada “entregar el predio cuestionado”. Es decir que estamos ante una sentencia administrativa dictada por una “Cámara Regional” que tiene como tribunal de alzada a otra Cámara: la “Cámara Central Paritaria”. Ambos son, dispensas por reiterarlo, tribunales “administrativos”. Los principales agravios expuestos por el recurrente, como fundamento de la apelación extraordinaria fueron: a) Las leyes 13246, 13897 y 14451 infringen lo preceptuado por el art. 95 de la Constitución Nacional, toda vez que confieren facultades jurisdiccionales a las referidas Cámaras Paritarias, las que no integran el Poder Judicial de la Nación, puesto que forman parte del Poder administrador, “con dependencia del ministro del ramo y, por ende, del Presidente de la República”. b) Esas leyes, asimismo, son violatorias del art. 67, inc. 11 de la Constitución Nacional, dado que “establecen tribunales con jurisdicción nacional en materia que es privativa de las autoridades judiciales de las provincias”. c) Se pide, igualmente, la revocación de la sentencia por considerarla arbitraria y violatoria de los arts. 16 y 18 de la Ley Fundamental. Omitiremos el desarrollo de este punto, ya que no hace al interés de la presente nota. Acerca del primero de los agravios citados, referido al carácter y a las funciones de las Cámaras Paritarias previstas en la ley 13246, requiere detenido examen, cualquiera sea la conclusión que corresponda adoptar, habida cuenta que, efectivamente, la Corte Suprema tenía reiteradamente resuelto que las mencionadas Cámaras eran “órganos administrativos que ejercen atribuciones de tipo jurisdiccional” (Fallos: 233:83 y los allí citados). Ese punto de partida desnuda un error que venimos repitiendo desde hace tantos años: El fallo traído a colación no es el primero que dictó la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la materia, sino que, al contrario, ya había una buena parte de sentencias pronunciadas en ese sentido, las que es preciso analizar para ratificar o rectificar la doctrina en cuestión. Efectivamente, en Fallos: 233:83; 238:67; 240:144 y 243:357, ya es posible apreciar que el reconocimiento de facultades jurisdiccionales a órganos administrativos había sido reconocido por el Tribunal cimero. En estas causas, la Corte manifiesta que la atribución de facultades jurisdiccionales a los organismos administrativos <italic>“es uno de los aspectos que, en mayor grado, atribuyen fisonomía relativamente nueva al principio atinente a la división de poderes. Esta típica modalidad del derecho público actual, desde luego, no ha surgido como consecuencia de especulaciones de orden teórico. Tampoco expresa ni encubre una determinada concepción del Estado. Muy por el contrario, constituye uno de los modos universales de responder, pragmáticamente, al premioso reclamo de los hechos que componen la realidad de este tiempo, mucho más vasta y compleja que la que pudieron imaginar los constituyentes del siglo pasado, y se asienta en la idea de que una administración ágil, eficaz y dotada de competencia amplia, es instrumento apto para resguardar, en determinados aspectos, fundamentales intereses colectivos de contenido económico y social (2), los que de otra manera sólo podrían ser tardía o insuficientemente satisfechos (Landis, James M., “The Administrative Process”, ed. 1950, ps. 1, 6 y siguientes)”</italic>. Apoya este criterio nuestro Máximo Judicante, mencionando que estas facultades ya habían sido reconocidas en países tales como Gran Bretaña y los Estados Unidos, cuya organización política, a semejanza de la existente en la Argentina, confía el ejercicio de la función jurisdiccional a magistrados específicamente encargados de desempeñarla, los que son, además, diferenciados e independientes. En el primero de los países mencionados es dado comprobar la existencia de una verdadera “plétora de tribunales administrativos” que conocen –entre otros asuntos– en cuestiones sobre tarifas e impuestos, regulación de cargas ferroviarias, beneficios de seguridad social, pensiones de guerra, indemnizaciones por pérdida de derechos reales derivada de actos administrativos, excepciones al servicio militar, etc. (A. L. de Smith, <italic>“Judicial review of administrative action”</italic>, ed. 1960:4). Esta descripción, <italic>“mutatis mutandis”</italic>, es también válida para los Estados Unidos, donde la proliferación de organismos administrativos con potestades “cuasi judiciales” representa “uno de los más dramáticos desenvolvimientos legales de los últimos 50 años”, según lo puso de relieve el juez Jackson, en el caso “Wong Yang Sung. v. McGrath”, al fundar la opinión de la mayoría del tribunal (Suprema Corte de los Estados Unidos, 339 US 33, 36). También los tribunales argentinos, desde antiguo, han declarado la validez de disposiciones equivalentes que rigieron o rigen en el orden nacional. Así, la propia Corte, en numerosos fallos, resolvió que es compatible con la Ley Fundamental la creación de órganos, procedimientos y jurisdicciones especiales –de índole administrativa– destinados a hacer más efectiva y expedita la tutela de los intereses públicos, habida cuenta de la creciente complejidad de las funciones asignadas a la Administración (3). Esa doctrina, tendiente a adecuar el principio de la división de poderes a las necesidades vitales de la Argentina contemporánea y a delinear –en el aspecto que aquí interesa– el ámbito razonable del por entonces vigente artículo 95 de la Constitución Nacional, se apoya, implícitamente, en la idea de que ésta, lejos de significar un conjunto de dogmas rígidos, susceptibles de convertirse en obstáculos opuestos a las transformaciones sociales, es una creación viva, impregnada de realidad argentina y capaz de regular provisoriamente los intereses de la comunidad en las progresivas etapas de su desarrollo (4). Como anticipamos, ya había, antes de “Fernández Arias c. Poggio”, una importante cantidad de sentencias de la Corte nacional que habían acogido este criterio (5). Sin embargo, la referida doctrina, según la cual es válida la creación de órganos administrativos de la especie indicada, no supone, como es lógico, la posibilidad de un <italic>“otorgamiento incondicional de atribuciones jurisdiccionales”</italic>, dado que la actividad de tales órganos se encuentra sometida a limitaciones de jerarquía constitucional que imponen la obligación de que el pronunciamiento jurisdiccional emanado de órganos administrativos quede sujeto a <italic>“control judicial suficiente”</italic>, a fin de impedir que aquéllos ejerzan un poder absolutamente discrecional, sustraído a toda especie de revisión ulterior (6). Para definir este concepto de “control judicial suficiente”, dice la Corte que el alcance que ese control judicial necesita poseer, para que sea legítimo, tenerlo por verdaderamente suficiente. En ese orden de ideas, este control judicial no depende de reglas generales u omnicomprensivas, sino que ha de ser <italic>“más o menos extenso y profundo”</italic> según las modalidades de cada situación jurídica. En otras palabras: la medida del control judicial requerido deberá ser la que resulte de un conjunto de factores y circunstancias variables o contingentes, entre los que podría mencionarse, a título de ejemplo, la naturaleza del derecho individual invocado, la magnitud de los intereses públicos comprometidos, la complejidad de la organización administrativa creada para garantizarlos, la mayor o menor descentralización del tribunal administrativo, etc. (7). Con arreglo a este criterio “general”, nuestro Tribunal cimero dicta el fallo “Fernández Arias c. Poggio”, cuyas particularidades pasamos a exponer. Se ventila, en este caso, la intervención jurisdiccional reconocida a las Cámaras Paritarias de Arrendamientos y Aparcerías Rurales, en una situación jurídica que supone litigio entre particulares atinente a sus derechos subjetivos privados consistentes en el desalojo del arrendatario, fundado en el art. 3°, incs. d) y g) de la ley 14451. De acuerdo con esta normativa, todos los contratos de arrendamientos y aparcerías rurales, comprendidos en las prórrogas dispuestas por los decretos–leyes 7095/55, 2187/57 y 9991/57, siempre que los arrendatarios y aparceros conserven la tenencia del predio, quedaban prorrogados hasta el 31 de diciembre de 1961, pudiendo extenderse este plazo hasta el 31 de mayo de 1962, cuando faltaren levantar cultivos realizados en el año anterior. Gozaron igualmente de esta prórroga los arrendatarios o aparceros que no hubiesen efectuado la opción a la prórroga de tres años prevista en el primer apartado <italic>“in fine”</italic> del art. 50 de la ley 13246, omitido formular la oferta de compra del predio que ocupan en los términos del art. 3° del decreto–ley número 2187 o rechazado las condiciones establecidas por sentencia para la compra–venta del campo. “Los juicios de desalojo en trámite iniciados por dichas causales serán archivados, salvo que existiese sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, a la fecha de promulgación de la presente ley”. La prórroga en cuestión, previó de igual modo esta legislación, no obstaba al cumplimiento de las sentencias firmes de desalojo dictadas por los organismos competentes, ni al de las conciliaciones homologadas relativas a la entrega del predio, excepto los casos resueltos por sentencias u homologaciones que fueran consecuencia de las causales previstas en el citado artículo, en cuyo caso los respectivos contratos gozaban de una prórroga de un año a partir de la sanción de esta normativa para la ejecución o cumplimiento de unas u otras. En el artículo 3°, la ley establecía que: “Los tribunales competentes concederán excepciones a la prórroga dispuesta en el art. 1°, en cualquiera de los siguientes casos: a) Cuando el que formula el pedido sea persona física, acredite ser propietario o usufructuario, desde fecha anterior al 31 de diciembre de 1952, salvo los sucesores por causa de muerte cuyo causante reunía dicha condición y siempre que el peticionante no explote otro inmueble rural de su propiedad, constitutivo de una unidad económica, a menos que demostrara que necesita más tierra para racionalizar o unificar su explotación, debiendo en todos los casos comprometerse a trabajar directamente el campo o por intermedio de su cónyuge, ascendiente o descendiente por el término mínimo de cinco años. b) Si se comprobara que el propietario o usufructuario, sin causa justificada no haya comenzado a explotar el predio dentro del término de 90 días de su recepción, libre de ocupantes, y/o continuado dicha explotación durante el lapso mínimo fijado, abonará al arrendatario o aparcero desalojado una indemnización de hasta pesos 1.000 por hectárea, si éste no optara por la restitución del predio. Esta causal sólo podrá invocarse con respecto a una unidad económica. c) Cuando el propietario que se halle en las mismas condiciones del inciso anterior desee independizar económicamente a uno o más de sus hijos mayores de 18 años, iniciándolos en la explotación agraria, siempre que se comprometa a hacerlo directa y personalmente por un plazo mínimo de cinco años. En caso de incumplimiento, el propietario y su o sus hijos estarán obligados a abonar solidariamente al arrendatario o aparcero desalojado una indemnización igual a la prevista en el inciso anterior, si éste no optara por la restitución del predio. d) Cuando el propietario desee fraccionar su campo para la venta en lotes a productores agrarios. Los arrendatarios o aparceros tendrán preferencias para la adquisición de lotes en el inmueble que ocupan. El propietario que no cumpla las condiciones que se establezcan al acordar la excepción, será pasible de las mismas sanciones establecidas en el inciso b). e) Cuando el arrendatario o aparcero cuente además, como propietario, arrendatario o aparcero, o usufructuario por mayor tiempo que el de la prórroga, con una fracción de campo que constituya una unidad económica disponible para su explotación. f) Cuando se trate de inmuebles adquiridos para someterlos a planes de colonización oficial nacional o provincial, o para su utilización por la Nación o las Provincias. Los arrendatarios de los predios sujetos a planes de colonización, aunque hayan sido adquiridos mediante expropiación, gozarán de preferencia para adquirir una unidad económica en el inmueble que ocupan. g) Cuando el arrendatario o aparcero sea una sociedad anónima, de responsabilidad limitada o comandita por acciones; esta excepción deberá fundarse tomando en consideración las consecuencias sociales y económicas que la medida haya de reportar en beneficio del interés general, el fomento de la producción, así como las posibilidades de incrementar la radicación de productores agrarios. El propietario que no cumpla las condiciones que le establezcan para acordarle la autorización abonará una indemnización igual a la prevista en el inciso b). h) Cuando el arrendatario o aparcero desarrolle habitualmente actividades comerciales, industriales o profesionales, cuente con capitales o desarrolle otra actividad económica ajena a la explotación del predio arrendado, de modo tal que ésta constituya una fuente de recursos complementaria de su economía familiar. i) Cuando el propietario desee destinar a la implantación de bosques experimentales, de producción o protectores, hasta el 20 por ciento de la superficie arrendada o concedida en aparcería. La excepción se acordará sobre el porcentaje indicado del predio y siempre que no resulte afectada la unidad económica adecuada. En caso de incumplimiento por el propietario del plan de forestación dentro de los plazos que se hubieren fijado, abonará una indemnización igual a la prevista en el inciso b). j) Cuando el predio arrendado o cedido en aparcería esté ubicado dentro de la zona del loteo de los pueblos, ciudades o puertos, e impida la expansión de los mismos. Se considerará cumplida esta condición, cuando medie resolución de autoridad competente disponiendo aperturas de calles, autorizando loteos e imponiendo gravámenes en función del destino urbano que la misma asigne a la fracción de que se trata. k) Cuando el arrendatario o aparcero o sus ascendientes, descendientes o cónyuge no hayan residido en el predio arrendado o en sus proximidades ni realizado en este último caso los trabajos personalmente o bajo su directa vigilancia”. Podemos observar, sin la menor dificultad, que ninguna de las sentencias mencionadas más arriba guarda relación sustancial con lo que la Corte decidió en “Fernández Arias – Poggio”. Este es otro aspecto de enorme importancia para considerar. Pese a que también es cierto que el Máximo Tribunal se había pronunciado antes en cuestiones más próximas a la del fallo mencionado. Así, por ejemplo, le atribuyó facultad para aplicar sanciones al Departamento del Trabajo de la Provincia de Buenos Aires (8); al Tribunal Bancario (9); al Departamento Nacional del Trabajo (10); etc. En las decisiones citadas y en otras similares, la Corte Suprema de Justicia de la Nación admitió la actuación de cuerpos administrativos con facultades jurisdiccionales, mas lo hizo luego de establecer, con particular énfasis, que la validez de los procedimientos administrativos, que conducían a una resolución considerada como “sancionatoria”, se encontraba supeditada al requisito de que las leyes pertinentes dejaran expedita la instancia judicial posterior. Así, se asignó valor esencial a la circunstancia de haberse previsto “oportunidad para que los jueces revisen el pronunciamiento administrativo” (11), estimándose imprescindible el otorgamiento de “recurso u curso subsiguiente ante los jueces del Poder Judicial” (12), en la inteligencia de que, a falta de él, el régimen dejaría de ser congruente “con los derechos y garantías constitucionales” (13). Y en la breve pero importante sentencia de Fallos: 199:401, se encareció la necesidad de validar el recurso ante la Justicia federal contra las resoluciones del Tribunal Bancario de la ley 12637, por estimarse que un criterio distinto privaría a las partes “de la 2ª instancia que es la propiamente judicial y que obvia, por ello, el carácter administrativo del tribunal de 1ª instancia”. Para así decidir, la Suprema Corte de Justicia de la Nación puso de resalto que la misma orientación puede observarse en la doctrina jurisprudencial de los Estados Unidos. Sobre el punto, W. W. Willoughby, cuyas opiniones en la materia han sido especialmente valoradas por la Corte (Fallos: 164:344 y t. 187:79), explica que, en su país, la atribución de facultades “cuasi judiciales” a organismos administrativos se ha considerado válida, fundamentalmente, respecto de “asuntos que atañen a derechos públicos”. Y añade: “Sería indudablemente declarada inconstitucional una ley que pretendiera poner en manos administrativas la decisión final de controversia entre particulares”, con posible exclusión de ciertos diferendos laborales (“The Constitution of the United States”, ed. 1929, t. III:1655). Esta aseveración, por otra parte, coincide con la que funda las soluciones prevalecientes en la jurisprudencia (Corpus Juris Secundum, ed. 1956, t. XVI:868, notas 77 a 79. Véase también: “Administrative Procedure Act”, de 1946, y A. y S. Tunc, “Le système constitutional des Etats–Unis d’Amérique”, ed. 1954, ps. 478 y sigts.; Davis, Kenneth Culp, “Administrative Law Treatise”, ed. 1958, t. IV). De conformidad con lo hasta aquí expuesto, pues, y a título de síntesis, cabe declarar que, en casos como el de “Fernández Arias c. Poggio”, control judicial suficiente implica: 1°) Reconocimiento a los litigantes del derecho a interponer recurso ante los jueces ordinarios. 2°) Negación a los tribunales administrativos de la potestad de dictar resoluciones finales en cuanto a los hechos y al derecho controvertidos, con excepción de los supuestos en que, existiendo opción legal, los interesados hubiesen elegido la vía administrativa, privándose voluntariamente de la judicial. 3°) Si las disposiciones del caso, impiden a las partes tener acceso a una instancia judicial propiamente dicha, existe agravio constitucional originado en privación de justicia. Por ende, las leyes que excluyen “la debida intervención judicial”, son inconstitucionales. 4°) Es falsa y tiene que ser desechada la idea de que la prosperidad general, buscada al través de los medios del art. 67, inc. 16, constituye un fin cuya realización autoriza a afectar los derechos humanos o la integridad del sistema institucional vigente. La verdad, ajustada a las normas y a la conciencia jurídica del país, es otra. Podría expresársela diciendo que el desarrollo y el progreso no son incompatibles con la cabal observancia de los arts. 1° y 28 de la Constitución, sino que, al contrario, deben integrarse con éstos, de modo tal que la expansión de las fuerzas materiales y el correlativo mejoramiento económico de la comunidad sean posibles sin desmedro de las libertades y con plena sujeción a las formas de gobierno dispuestas por la Ley Fundamental. Porque, para esas normas y esa conciencia, tan censurables son los regímenes políticos que niegan el bienestar a los hombres como los que pretenden edificarlo sobre el desprecio o el quebranto de las instituciones. Por las consideraciones que anteceden, la Corte declaró la invalidez de la organización vigente de las Cámaras Paritarias de Arrendamientos y Aparcerías Rurales. Lo que no dijo la Corte, y que muchas veces “se lo hacemos decir” los académicos e inclusive muchas sentencias, es que hasta tanto exista revisión por parte del Poder Judicial, las resoluciones administrativas deben quedar en suspenso. Dicho de otro modo: las apelaciones judiciales siempre deben ser concedidas con efectos suspensivos. De otra manera, la tutela judicial sería tardía y los graves daños que puede llegar a aparejar la resolución dictada por un Ente administrativo, ya se habrían producido. Otro dato importante es que el fallo en cuestión no fue unánime; la minoría se pronunció en otro sentido, mucho más elocuente, declarando que la normativa aplicada por las Cámaras Paritarias de Arrendamientos y Aparcerías Rurales –en lo pertinente al reconocimiento de atribuciones jurisdiccionales a un organismo administrativo es, en todos los casos, inconstitucional, al violar la garantía del juez natural, el principio de separación de los poderes, la reserva contenida en el por entonces vigente inc. 11 del artículo 67 y en el art. 100 de la Ley Fundacional, y contraria, asimismo, al principio de igualdad ante la ley. En cuanto al fondo del asunto, dice la minoría, por no ser necesaria más sustanciación, cabe adelantar que asiste derecho al recurrente en cuanto a la violación de la garantía de los jueces naturales, separación de poderes y reserva del art. 67, inc. 11, así como el 100 de la Constitución Nacional. Resulta muy interesante la postura de los jueces que no acompañan el voto mayoritario, pues, muy deliberadamente –según nuestra interpretación–, ponen de resalto que la interpretación que hacen los Ministros que componen la mayoría es parcial y, por lo tanto, se encuentra sesgada. Desde ese costado, manifiestan que el artículo 95 de la Constitución Nacional no tiene correspondencia en la Constitución de los Estados Unidos, sino que, por el contrario, establece, de modo categórico, que “En ningún caso el Presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”. Razones históricas y permanentes dan sentido a su letra y a su espíritu. En efecto, ya el art. 7° del reglamento del 10 de octubre de 1811 contenía una norma semejante y, mucho después, el art. 98 del proyecto de Alberdi establecía en su parte final: “...En ningún caso el Presidente de la República puede ejercer funciones judiciales, avocarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”. Esta proyectada disposición fue tomada de la Constitución chilena de 1833, cuyo art. 108 (99) dispone en su parte final: “...Ni el Congreso, ni el Presidente de la República pueden en ningún caso ejercer funciones judiciales, o avocarse causas pendientes, o hacer revivir procesos fenecidos” (Obras de Jorge Hunneus, Santiago de Chile, 1891, t. II, ps. 221 y sigts.). Asimismo, cabe señalar que, en la evolución histórico–institucional de la República, el Poder Ejecutivo asumió funciones típicamente judiciales en diferentes momentos y sitios, sea en el período anterior a 1853, fuere, aun y al margen de normas constitucionales, en el período ulterior a ese año, siendo de extremado interés público, entonces, delimitar con claridad la órbita de sus funciones con arreglo a las normas que rigen. En esa inteligencia, la Constitución Nacional es un conjunto normativo en que todos los artículos deben ser razonablemente armonizados para responder así a la organización y equilibrio de los poderes constitucionales previstos por los Constituyentes de 1853. El art. 95 en examen se vincula, precisamente, y entre otras normas, con los arts. 18, que confiere derecho a exigir un proceso legal con jueces naturales; que limitando las facultades del Poder Ejecutivo durante el estado de sitio, le prohíbe concreta y claramente el ejercicio de funciones judiciales; que veda con energía las “facultades extraordinarias”, la “suma del poder público”, las “sumisiones” o “supremacías”. Y ha de relacionarse, también, con los arts. 94 y otros del cap. I, sec. 3ª “Del Poder Judicial”, y con el cap. II, referente a las atribuciones de este poder, como, asimismo, con el art. 67, inc. 11 y con el 100, que reservan para las provincias la aplicación del derecho común por los jueces que componen sus respectivos poderes judiciales, sustentados éstos en los arts. 104 y 105 de la Constitución. El pensamiento profundo que esas normas traducen mantiene su vigor a través del tiempo. Ellas se basan en la “separación” o “distribución” de los poderes, principio fundamental de nuestra estructura política y organización jurídica (arts. 1° y afines de la Constitución Nacional). En ese sentido, decía Montesquieu que no había libertad si el Poder Judicial no estaba separado de los otros dos (“L’esprit des Lois”, 2ª ed., vol. I, libro II, cap. VI:220). Es cierto que en numerosas oportunidades se ha intentado atenuar los efectos de ese principio, cuando no apartarse de su contenido normativo, trayendo a colación expresiones vinculadas con el interés nacional, la necesidad de conferir nuevo vigor a normas añejas, el sentido evolutivo de la Constitución y otras doctrinas afines, tendencia esta que caracterizó muy especialmente y con caracteres agudos la época en que se sancionaron las leyes 13246 y 13897, particularmente esta última. Pero, cabe decir que, aun en la hipótesis no demostrada de que el interés nacional aconsejara la existencia de organismos paritarios en las condiciones y con las facultades exclusivas establecidas por las leyes precitadas, una cosa es interpretar normativamente de acuerdo con el sentido de evolución, traduciendo las nuevas y cambiantes necesidades sociales, y una muy otra el apartarse de las normas so color de adaptarlas a esas necesidades, desde que nada contraría más los intereses nacionales que la propia transgresión constitucional. Si la norma fuese inconveniente, si el precepto ya no respondiera a los imperativos de la evolución económica o social, ha de ser el Poder Constituyente –y no otro– el órgano adecuado para traducir en nuevas normas las mejores soluciones. El Poder Judicial, entre tanto, cuyo organismo supremo es esta Corte, ha de velar por la supremacía de los principios constitucionales, lo que en este caso le lleva a decidir que el Poder Ejecutivo no puede ejercer funciones que son propias de los jueces. Asimismo, esa función entraña afirmar que el Poder Legislativo, que incluso está impedido de delegar la función típica de sancionar la ley, no puede –a fortiori– disponer de las que pertenecen al Poder Judicial, transfiriéndolas al Poder Ejecutivo en evidente transgresión constitucional. Por ello ha podido expresar este tribunal en Fallos: 12:134: “La Corte Suprema es el tribunal en último resorte para todos los asuntos contenciosos en que se le ha dado jurisdicción... Sus decisiones son finales. Ningún tribunal las puede revocar. Representa, en la esfera de sus atribuciones, la soberanía nacional, y es tan independiente en su ejercicio, como el Congreso en su potestad de legislar, y como el Poder Ejecutivo en el desempeño de sus funciones”. Síguese de ello que a la Corte incumbe decidir cuál es el alcance del art. 95 de la Constitución Nacional –incluido intencionalmente en el cap. I, sec. 3ª, intitulada “Del Poder Judicial”–, del art. 18 y, en todo caso, decir hasta qué límite podrá hacerse una interpretación amplia del art. 95 sin transgredir su claro y categórico sentido. Es así que el art. 95 de la Constitución Nacional guarda una relación íntima con el ya citado 18, de modo que se tornarían inconstitucionales las normas que no otorgasen al menos una instancia judicial para el debate de los intereses jurídicos en pugna. Es precisamente por ello que uno de los Ministros que dicta el fallo en disidencia, ha expuesto en Fallos: 244:548: “Que el sistema constitucional reposa en el principio de la “división” o “separación” entre los poderes, uno de cuyos extremos consiste en la prohibición de que el Ejecutivo, por sí o mediante resoluciones emanadas de organismos que actúen en su órbita, realice “funciones judiciales” (art. 95, Constitución Nacional; González, Joaquín V., “Manual de la Constitución Argentina”, núm. 184). Ese fundamental principio constituye una valla contra los avances de la Administración sobre la Justicia, los que han gravitado en variados momentos y lugares de la evolución histórico–institucional (Calamandrei, Piero, “Estudios sobre el Proceso Civil”, Editorial Bibliográfica Argentina, 1946, ps. 343 y siguientes)”. No obsta a lo anterior la circunstancia de que muchas veces queden convalidadas, de hecho, las decisiones de la autoridad administrativa cuando las partes las aceptan sin acudir a la instancia judicial correspondiente, porque, cuando se trata de derechos renunciables (art. 872, Cód. Civil, según la normativa vigente en ese momento), aun las resoluciones adversas pueden consentirse y los propios particulares pueden incluso abstenerse de accionar judicialmente en virtud de haber compuesto su diferendo mediante la convención liberatoria transaccional o simplemente por haber abdicado del derecho antes referido. <bold>III. El acceso a la tutela judicial efectiva</bold> A partir de la reforma de la Constitución Nacional en el año 1994, todas estas normas que atribuyen “facultades jurisdiccionales” a los Organismos Administrativos deben superar un doble control: la convencionalidad y la constitucionalidad. Para nosotros, las disposiciones normativas que se ventilan en el fallo “Fernández Arias c. Poggio” no superan el mínimo test al respecto. No podían ser consideradas “constitucionalmente válidas”, en razón de que, como lo expresa la minoría en esa sentencia, esta facultad es violatoria del principio de división de poderes y las garantías del Juez Natural. Con la Constitución, en su actual texto, menos todavía habrían de superar el control de convencionalidad. La función de los operadores judiciales, en los tiempos que corren, exige respuestas urgentes y efectivas. Seguridad jurídica, frente a situaciones de inseguridad jurídica. Amparo, frente al desamparo. Tutela, frente a la indefensión. Hoy, más que nunca, la sociedad reclama que se garanticen las libertades fundamentales a todos los habitantes. Sin excepciones. Es exigencia arraigada en la Constitución Nacional y en la Convención Americana sobre Derechos Humanos que los fallos cuenten con fundamentos consistentes y racionalmente sostenibles, al encontrarse comprometidas las garantías de defensa en juicio y de tutela judicial efectiva de las partes, además de que al expresarse las razones que el derecho suministra para la solución de controversias se favorece la credibilidad de las decisiones tomadas por el Poder Judicial en el marco de una sociedad democrática (14). No importa que el acto administrativo tenga presunción de legalidad, ya que el derecho a la tutela judicial efectiva comprende en un triple e inescindible enfoque: 1°) la libertad de acceso a la justicia, eliminando los obstáculos normativos que pudieran impedirlo; 2°) el derecho de obtener una sentencia judicial, motivada y fundada, en un plazo que sea razonable; 3°) el derecho a la ejecutoriedad de la sentencia judicial; esto es, que esa sentencia se cumpla, lo que no siempre sucede. En el art.18 de la Constitución Nacional se establece la inviolabilidad de la defensa en juicio de la persona y de los derechos. A su vez , el art. 8° de la Convención Americana de