<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Al correr de mi pluma, voy a efectuar algunos comentarios sobre el debate que se avecina en torno a la despenalización del aborto, a fin de fijar posición sobre el tema(1). Liminarmente, y desde un punto de vista jurídico, observo que la despenalización del aborto por la que pujan algunas voces, contradice la tendencia marcada por la jurisprudencia y doctrina mayoritarias y las conclusiones a las que se arribara en las XV, XIX y XXIV Jornadas nacionales de Derecho Civil, realizadas en Mar del Plata (1995), Rosario (2003) y en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Buenos Aires (2013)(2). En las XXIV Jornadas de Derecho Civil, precisamente, presentamos una Ponencia en el sentido que finalmente adoptara el despacho mayoritario, que concluyó que “Comienza la existencia de la persona humana desde la concepción, entendida como fecundación sea dentro o fuera del seno materno”(3). <bold>1. Las conclusiones de la experiencia común</bold> Estas conclusiones están fundadas ante todo en la experiencia común, pues no es necesario acudir a la biología para advertir que cada hombre que camina o ha caminado sobre la faz de la tierra, cada uno de nosotros, en definitiva, fue en un principio ese embrión o célula primera con la que guarda una substancial identidad; y que, por lo tanto, aniquilar ese primer acto o manifestación de humanidad equivale a impedir el desarrollo de un irrepetible individuo de la especie, con toda su eminente dignidad, hecho que representa una verdadera tragedia no solamente en el plano ético y antropológico, sino incluso también de orden cosmológico, pues la desaparición o ausencia de un solo ser humano sobre la tierra implica que toda una visión del universo que es única, personal e intransferible del sujeto, se extingue con él y se pierde para la humanidad en su conjunto(4). <bold>2. Las conclusiones de la conjetura científica </bold> Cuando de la experiencia común, y el mundo de la vida, se trasladan los interrogantes al de la conjetura científica, se constata que, según postulan las ciencias biológicas, el embrión es verdadero individuo de la especie humana. Este es un dato científico, que tampoco puede perderse de vista, a la hora de legislar sobre estas cuestiones(5). Siguiendo sus enseñanzas(6), a partir de la fecundación o unión de dos gametos, existe un organismo vivo diferente de los que configuran las individualidades de sus padres(7), porque a partir de entonces hay un “quid” o entidad con ADN propio, código genético distinto, y capacidad para desarrollar por sí mismo todo el programa contenido en dicha información genética(8). Esto ya fue señalado nada menos que por Lejeune. En sus palabras, «[…] cada individuo tiene un inicio exacto: el momento de la fecundación. La fecundación artificial lo demuestra. De ahí que el Dr. Edwards y el Dr. Steptoe, cuando volvieron a situar el embrión de Luisa Brown -primera niña probeta del mundo- en el seno de la madre, estaban perfectamente seguros de que ese embrión no era ni un tumor, ni un animal, sino un ser humano en su extrema juventud. Después de más de mil casos de fecundación extracorpórea realizados en el mundo, una doble evidencia se impone: el embrión humano se desarrolla completamente por sí solo, por su propia virtud y está dotado de una increíble vitalidad». <bold>3. Competencias propias, y notorias incompetencias de la Biología </bold> En realidad, la Biología no nos puede decir mucho acerca de la “persona” humana, porque ese es un concepto primero filosófico, y luego jurídico. E incluso más, desde una crítica marxista frankfurtiana(9) aplicada con objetividad, se podría denunciar la función ideológica que muchas veces ha enmascarado ese término para desconocer sus derechos fundamentales, a verdaderos individuos de la especie humana, aspecto sobre el que luego habré de volver. Lo que sí nos puede contestar esa ciencia, y de hecho lo hace, es a partir de qué momento existe un organismo vivo diferente de los que configuran las individualidades de sus padres; ese momento es la “fecundación” o unión de dos gametos. Por ello, la Biología no nos puede decir que el embrión es una persona, pero siguiendo aquella lógica tampoco puede afirmar lo contrario, es decir, que el óvulo fecundado no es una persona. A un relativismo escéptico que duda de toda certeza, no se le han de tolerar incoherencias a la hora de decidir nada menos que sobre la vida humana; por el contrario, se le ha de exigir la congruencia en la duda hasta sus últimas instancias. En consecuencia, todo lo más que podríamos extraer de dichos postulados es una situación sembrada de dudas o incertidumbre, pues en definitiva no podríamos saber si la acción de «interrumpir» dicho «proceso dinámico y continuo biológico» antes de su término natural, importaría –o no– matar a un ser humano, o si la acción de crioconservarlo conllevaría un inaceptable atentado contra su dignidad, y una flagrante violación de los derechos humanos más fundamentales. <bold>4. Duda fatal, para la tesis abortista </bold> Ahora bien, esa clase de duda sería fatal para la tesis que rechazamos, pues impondría la abstención del hecho, tanto desde un punto de vista ético como jurídico(10). Desde la primera perspectiva, porque como bien enseñara Sebastián Soler, apelando incluso a la sabiduría popular(11), «si alguien tiene dudas acerca de la ilicitud de su hecho y a pesar de ello actúa, su obrar es culpable y no de buena fe». Y desde la segunda, porque como bien enseñara Roxin(12): «Quien incluye en sus cálculos la realización de un tipo reconocida por él como posible, sin que la misma le disuada de su plan, se ha decidido conscientemente —aunque sólo sea para el caso eventual y a menudo en contra de sus propias esperanzas de evitarlo— en contra del bien jurídico protegido por el correspondiente tipo», razón por la cual, páginas más adelante, dará los siguientes ejemplos: «si el cazador furtivo duda si el objeto divisado entre la maleza es una pieza de caza o un paseante, posee dolo del § 292 y de los §§211 [asesinato], 212 [homicidio](13)»; «A quien en cambio duda de si tiene delante de sí una persona o un espantapájaros, pero se aventura (lo deja al azar) y dispara a pesar de todo, se le castiga por delito doloso según el § 212, si el objeto era una persona y resulta muerta»(14). En otras palabras, aun bajo el actual paradigma científico, la única consecuencia ética y jurídica válidamente predicable sería la abstención de tales hechos, porque un cambio de paradigma podría traernos la desgraciada –y sumamente trágica– confirmación de haber perpetrado un verdadero genocidio. <bold>5. Una inadmisible afectación de los Fundamentos del Estado de Derecho </bold> Las soluciones propuestas por algunas voces postulando legalizar la eliminación de individuos de la especie humana tales como el embrión, además de violar textos de rango constitucional, a los que luego aludiremos, también afectarían los fundamentos mismos de la legitimidad del Estado, pues como se ha dicho: <bold>«La legitimidad del Estado moderno se basa ante todo en su función de protector de la vida. Esa protección no es el resultado de una decisión mayoritaria, sino que es la condición para que se pueda exigir a las minorías que se sometan a las decisiones de la mayoría. Allí donde se priva de derechos a la minoría, ni siquiera la mayoría puede legitimar»</bold>(15). Como bien escribiera para Alemania el diputado socialdemócrata Adolf Arndt, la interpretación constitucionalmente relevante del principio general de igualdad de la Constitución alemana significa que al Estado le ha sido sustraída toda capacidad de determinar quién es persona, porque conforme al artículo 3, a todo ser vivo que haya sido engendrado por hombres le corresponde la misma dignidad(16). Conceder al Estado el derecho de determinar arbitrariamente qué individuo de la especie humana es persona en el sentido de la ley y quién no, y a partir de qué momento lo es, <bold>“significaría privar a los derechos humanos de su carácter de derechos fundamentales. Pues mediante la respectiva definición de hombre se podría limitar en todo momento el número de aquellos a quienes les está permitido reclamar ese derecho”(17). 5.1. La legalización de un genocidio, que ningún órgano estatal o persona tiene competencia para autorizar. </bold> Sería, me permito sintetizar, un rasgo de verdadero totalitarismo a la altura del que inspirara –en épocas de pasado horror, que la humanidad pretende superar– modelos como el nacionalsocialista y otros semejantes. Por ello, nuestro sabio Vélez, muy ajeno a esa clase de arbitrariedades, dispuso en su momento en el art. 51 del Código Civil que <bold>“Todos los entes que presentasen signos característicos de humanidad, sin distinción de cualidades o accidentes, son personas de existencia visible”</bold>(18). Adviértase que <bold>en nombre sólo de una idea</bold>, la idea de cómo debe definir la ley el concepto de persona(19), la idea de los alcances que debe tener el derecho de la mujer a disponer sobre su propio cuerpo(20), o su derecho a la intimidad(21), o su derecho a la libertad de conciencia(22), se estaría <bold>autorizando a matar a un inocente</bold>(23), es decir, se estaría violando el cuasi imperativo categórico formulado por Karl Popper: <italic>no matarás en nombre de una idea</italic>(24). Por ello, me parece que lejos de sucumbir a la tentación de “intelectualizar” en exceso el debate, debemos hacer un esfuerzo por vincularlo a realidades muy tangibles y volverlo contra ciertos “intelectuales”, desenmascarándoles como verdaderos instigadores o autores de horrendos crímenes cometidos en nombre de puras ideas(25). Y ello con un agravante donde entra a jugar la doctrina del art. 29 de la Constitución Nacional, pues con esta autorización para matar inocentes, se estaría en realidad consagrando una verdadera pena de muerte sin culpa ni juicio previo(26), donde incluso – en el tan mentado y defendido aborto del niño concebido como producto de una violación– se le estaría haciendo pagar con su muerte la ofensa –de la que, bien mirado, también fue, en cierta medida, una víctima– proferida a su madre por el violador. La legalización del aborto sería la autorización, por parte del Congreso, de un verdadero Genocidio(27), porque como ha recordado Moreno Ocampo, fiscal general ante el Tribunal Penal Internacional, lo que caracteriza a ese delito es la destrucción sistemática de vidas humanas, y no quien lo realiza. Desde esta óptica de análisis, ni el Congreso de la Nación, ni el PEN, ni la Excma. CSJN, y ni siquiera una mayoría circunstancial convocada mediante plebiscito –aspecto sobre el que habremos de volver– poseen facultades para autorizar un verdadero genocidio por el que se dispusiera el exterminio en masa de verdaderos e irrepetibles individuos de la especie humana. <bold>5.2. El individuo de la especie humana, centro de la verdadera protección</bold> Por ello, correctamente apuntaba ya Sergio Cotta que, «En el centro de la reflexión antropológica debe estar la noción de individuo real. Esta es preferible a la en el fondo ambigua de persona»(28). No deja de asistirle en algo la razón al ilustre catedrático italiano al calificar de “ambiguo”, el concepto de persona, pues, reitero, es un doloroso hecho histórico que muchas veces ha sido manipulado ideológicamente para denegar sus derechos fundamentales a verdaderos individuos de la especie humana. Y es que, como alguien observara hace varios siglos, desde la perspectiva de la praxis humana(29) –y sin que implique reconocerle acierto desde un punto de vista filosófico– “Esse est percipi”, ser es ser percibido; tal es el axioma que en su hora acuñara Berkeley(30). Ahora bien, de la misma manera que en su hora ocurriera con el esclavo (v.g. Supreme Court of the United States, in re: Dred Scott vs/ Sanford, 1857), al niño por nacer no se lo “ve” (Supreme Court of the United States, in re: Roe vs/ Wade, 1973), ni se lo quiere ver, y por ello tampoco se “percibe” su humanidad, ni se lo reconoce como un “alter ego”, un “otro yo”. Es un hecho que no debe sorprender, pues es algo que está reiterado en la base de todos los genocidios a lo largo de la historia: el obstinarse en desconocer como un “otro” a la víctima del exterminio, el negarse a percibir, su aplastada humanidad..... <bold>5.3. Un peligro cierto y real para el Principio de igualdad </bold> En el mismo sentido, se ha expresado: « […] lo que se entiende como <italic>igualdad de la naturaleza humana o de todos los hombres</italic> es distinto de lo que se entiende por <italic>igualdad </italic> de todos ante la ley. La palabra “todos” en “igualdad de todos ante la ley” es discriminatoria, y no puede aplicarse a todos los hombres; pero la palabra todos en <italic>“todos los hombres”</italic>, o <italic>“todas las personas”</italic>, no puede ser decidida por la ley, ya que su contenido no puede ser acordado por transacción o compromiso político. Si se decidiera así no tendrían sentido los Derechos Humanos, porque, o bien tienen un fundamento en algo previo e incuestionable, a lo que llamamos “naturaleza humana”, que es anterior a los sentimientos sobre lo que ha de ser esa naturaleza, o bien los Derechos Humanos son convenciones relativas, susceptibles de modificación o de pacto y adaptables a las necesidades políticas de cada Estado particular. El “todos” de “<italic>todos</italic> los hombres” se define con relación a “la <italic>naturaleza humana</italic>”. Pero si hay algo así como una “naturaleza humana”, ha de ser trascendente a lo que la ley, los pactos, las convenciones o las decisiones asamblearias digan sobre qué es o no ha de ser, sobre qué ha de protegerse o qué ha de quedar excluido de la protección legal relativa a esa presunta “naturaleza”. Y si no hay una naturaleza humana que incluya en el <italic>input</italic> cromosómico el ingrediente de la racionalidad, el “todos” de la Declaración es aleatorio, arbitrario y equívoco, cualquier cosa menos Universal»(31) <bold>5.4. El Principio de Responsabilidad y el Principio Precautorio</bold> Muy lejos del exterminio masivo de verdaderos individuos de la especie humana, por el contrario, aquí, necesariamente, debe aplicarse el <italic>Principio de responsabilidad</italic> que acuñara Hans Jonas, y que jurídicamente se traduce en el <italic>Principio precautorio</italic>: El primero de estos principios puede expresarse así: obra de tal manera, que las consecuencias de tu acción no destruyan, amenacen, o disminuyan las posibilidades de la vida humana, o de su medio cultural, social, o ambiental hoy y en el futuro, pues como enseñara Jonas, “Los errores mecánicos son reversibles; los errores biogenéticos, irreversibles”; “los errores mecánicos afectan al objeto, los biogenéticos se extienden fuera de él”(32). El segundo de ellos tiene dos componentes fundamentales: 1) la necesidad de actuar ante la amenaza de un riesgo real o potencial, cuya efectivización puede conducir a la generación de daños graves e irreparables; 2) la falta de evidencia científica con respecto a la existencia del propio riesgo. Dicho principio se diferencia de la tutela preventiva en que la precaución aconseja actuar aun ante la incerteza de los daños que se estarían por producir, pero que de ser ciertos los temores sus efectos podrían ser devastadores(33). <bold>6. Los textos de rango constitucional </bold> Y todo esto, que configura una verdad biológica y ontológica, y el presupuesto necesario de la legitimidad misma de todo el Estado moderno, también constituye un axioma de rango constitucional(34), a partir del juego de los arts. 29 y 75, inc. 23 de la Constitución Nacional, 4.1 del Pacto de San José de Costa Rica – conjugado con los arts. 3 y 24 del mismo Tratado– y 1º de la Convención sobre los Derechos del Niño, textos incorporados a nuestra Constitución por el art. 75, inc. 22. Por el artículo 3 del Pacto de San José de Costa Rica: <bold>«Toda persona tiene derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica»; por el art. 4.1. «Toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente»; por el art. 24: «Todas las personas son iguales ante la ley. En consecuencia, tienen derecho, sin discriminación, a igual protección de la ley». </bold> A su turno, el art. 1º de la Convención sobre los Derechos del Niño aprobada mediante ley 23849, establece:<bold> “Para los efectos de la presente convención, se entiende por niño todo ser humano menor de dieciocho años de edad, salvo que, en virtud de la ley que le sea aplicable, haya alcanzado antes la mayoría de edad”</bold>. El art. 2 de la ley 23849, dispone expresamente: <bold>“Con relación al art.1º de la convención sobre los derechos del niño, la República Argentina declara que el mismo debe interpretarse en el sentido que se entiende por niño todo ser humano desde el momento de su concepción y hasta los 18 años de edad”</bold>. En cuanto al valor de dicha declaración, y en particular si este es igual al de una reserva, desde 1993 la Comisión Internacional de Derecho se ha abocado a tratar como tópico <italic>“The law and practice relating to reservations to treaties”</italic>, conforme decisión aprobada por la Asamblea General, en la resolución 48/31 del 9-12-93, y en cuyas conclusiones de 1998, se quiso dejar en claro que reservas y declaraciones tenían el mismo valor, en relación con las tres convenciones de Viena, y se encontraban sujetas a un mismo régimen jurídico, de allí «que las declaraciones interpretativas, así como están mentadas en la ley aprobatoria, integran la validez del Tratado para la Argentina. Tienen el mismo régimen jurídico de vigencia que las reservas y un régimen más amplio de validez» (Basset). <bold>6.1. Inadmisible claudicación del Estado Social de Derecho </bold> Esta protección constitucional hunde también sus raíces en la idea del Estado Social de Derecho. En dicho sentido, apunta Spaemann recordando nuevamente dichos del diputado socialdemócrata Adolf Arndt, que la «despenalización del aborto practicado dentro de un determinado plazo, pero también y especialmente su despenalización por razones sociales, la “prescripción social”, es una capitulación del Estado social, que se declara incapaz de dar respuesta a una situación de necesidad de otro modo que permitiendo que se mate vida humana»(35); y citando en nota sus palabras, transcribe: «Un Estado como el nuestro, que pretende ser un Estado social de derecho, estaría renegando de sí mismo si con la prescripción social rehusase proteger la vida germinal y como ayuda “social” no se le ocurriese otra cosa que sencillamente permitir, sin hacer nada para evitarlo, que se diese muerte a la vida inocente»(36). Y allí sí, resulta nuevamente oportuno el enfoque constitucional, pues de sancionar una ley despenalizando el aborto, el Estado argentino estaría capitulando como Estado Social, y renegando de cumplir la manda contenida en el art. 75, inc. 23 de nuestra Carta Magna, que le impone <bold>Dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental. 6.2. La prohibición que surge de los principios de progresividad, irreversibilidad e interacción entre derecho interno e internacional</bold> Una ley que autorizara el aborto, y por lo tanto la libre eliminación de individuos de la especie humana a la que Tratados de rango constitucional han reconocido su condición de verdaderas “personas”, sería también claramente inconstitucional, por otros motivos adicionales, a poco que se tomen en consideración algunos principios que rigen en materia de Derechos Humanos, tales como los de progresividad, irreversibilidad e interacción entre derecho interno e internacional(37). Desde la perspectiva de análisis que propone el juego de tales principios, corresponde examinar no tanto una norma aislada y abstractamente considerada con relación al contenido de los Tratados de Derechos Humanos, sino los estándares de protección jurídica que surgen de una interacción entre Derecho interno y Derecho internacional; pues, en dicha lógica, los Pactos internacionales fijan un piso mínimo de garantías que no puede ser conculcado, pero –al ser un punto de partida susceptible de expansión– las normas de Derecho interno pueden elevar los estándares de protección por encima de dicho piso, a niveles que tampoco deben ser vulnerados. En consecuencia, y desde esta óptica, para pronunciarse acerca de la constitucionalidad de una norma determinada, no será suficiente verificar in abstracto que ella se ajusta al piso mínimo de protección fijado por los Pactos, sino que además será necesario constatar si mediante ella no se hace retroceder hasta el piso todo un sistema que ya había alcanzado un estándar superior(38). <bold>6.3. Respuesta protectoria del derecho, frente al individuo de la especie humana </bold> Aunque, desde una perspectiva abierta a valores materiales trascendentes al sistema, hubiera sido inadmisible que se regulara de otro modo, y por lo tanto tampoco era estrictamente necesario hacerlo, han sido positivizados por la Constitución y los Tratados. Se trata de todo un bloque de constitucionalidad, que define claramente a la persona física, como necesaria respuesta del derecho frente al individuo de la especie humana formado a partir del momento de la concepción; respuesta que, como a renglón seguido se ha de ver, obedece a un imperativo de coherencia de todo el sistema. <bold>7. Un enfoque desde la Filosofía kantiana, en la lectura de los textos constitucionales</bold> Pues, conforme lo expusiéramos en otra parte(39), desde una perspectiva filosófica, una persona nunca podría configurar el objeto de un derecho subjetivo, y por lo tanto el objeto mediato de un contrato. Por un principio filosófico muy caro a los kantianos, pero que hoy es universalmente aceptado, toda persona (en sentido filosófico, lo que equivale a decir, todo individuo de la especie humana) es un fin en sí mismo(40), un verdadero autofin, que no puede convertirse en medio para la felicidad o la realización de los fines de otra; por este motivo, aquello que es un fin en sí mismo nunca podría configurar el objeto de un derecho subjetivo para otro. Por ello es que el art. 15 de nuestra Constitución Nacional, en el mismo texto que declara abolida la esclavitud, prescribe que todo “<bold>contrato</bold> de compra y venta de personas es un crimen de que serán responsables los que lo celebrasen, y el escribano o funcionario que lo autorice”. Parece innecesario demostrar que la Constitución Nacional no utiliza el signo lingüístico “compra” en sentido técnico, esto es, aludiendo al negocio bilateral y oneroso de intercambio de una cosa por un precio en dinero, sino en términos mucho más amplios, como sinónimo de contrato a secas –sea este a título oneroso o gratuito–, pues, en definitiva, ha de entenderse que se encuentran igualmente interdictos por dicho precepto los contratos de donación, o arriendo “de personas” –y con mayor razón todavía los que apunten a su “eliminación” – e incluso también los actos unilaterales que tengan por objeto la adquisición de derechos sobre ellas, tales como un testamento, un legado, o una oferta contractual dirigida a ese fin(41). En consecuencia, si el embrión es un individuo de la especie humana, le corresponde el status de persona desde un punto de vista jurídico(42); por lo tanto, todo negocio jurídico, convenio, o contrato que en definitiva tuviera por objeto la adquisición de un embrión, su producción, o eliminación (rectius: exterminio), cual si se tratara de un locación de obra, configuraría en realidad un “contrato sobre personas”, en los términos de la prohibición constitucional. Lo que repugna a la Constitución Nacional, y a la conciencia moral de Occidente, es toda relación por la cual un individuo de la especie humana se encuentre bajo el señorío de otro, con el status de un objeto del cual puede disponer libremente, como si se tratara de una cosa de su propiedad(43); toda <bold>relación de poder </bold> – terminología con la que el nuevo Código Civil y Comercial define juntamente, en su art. 1908, a la posesión y la tenencia– en que el ser humano en su integridad se torne “objeto” de un derecho subjetivo, como una verdadera cosa “sometida a la voluntad y acción de una persona”, según la fórmula feliz que don Dalmacio Vélez Sarsfield tomara de Aubry et Rau en el art. 2506. <bold>8. La argumentación: Supremacía del plano racional. Las falacias “emocionales” </bold> Se trata de una contienda que se ha planteado hace bastante tiempo ya – y a nuestro modo de ver, también resuelto– en el plano académico(44), pero que, por la propia naturaleza de las cuestiones que en él se encuentran comprometidas, se ha de dirimir en un terreno diferente, el de la adopción de decisiones políticas, donde lamentablemente la argumentación racional no siempre pesa todo lo que ella vale a la hora de inclinar el fiel de la balanza. En realidad, a la hora de argumentar, el verdadero problema no es aquí pura ni estrictamente racional. En efecto, aun cuando –por aplicación de aquel clásico axioma según el cual <italic>Nihil volitum nisi praecognitum</italic>– en toda decisión siempre subyace un problema racional, para muchos de nuestros contemporáneos la solución se ha de definir en otros campos. E incluso más: será deliberada y malintencionadamente planteada en otros planos, por todos aquellos que, a sabiendas de que los abortistas no cuentan con buenos argumentos, con absoluta falta de honestidad intelectual habrán de proponer soluciones por completo desvinculadas del discurso racional(45). Y es que, como bien señalara Robert Spaemann –refiriéndose al caso alemán– en una excelente obra de la cual se pueden extraer muy buenas ideas para ese debate(46), racionalmente la discusión está acabada desde hace mucho tiempo, pues “se han agotado los argumentos” y “el resultado es inequívoco”, ya que “el debate ha terminado a favor de los adversarios del aborto. La debilidad argumentativa de la otra parte es extrema”(47). El verdadero problema en la encrucijada actual es que nuestra sociedad civil no está muy acostumbrada a adoptar decisiones colectivas según pautas que respondan a un modelo racional de comportamiento. Por ello, a la hora de decidir, muchas veces resulta fácil ser presa del engaño, cuando se le presentan falacias argumentativas(48), que –valiéndose del contexto extralingüístico– apuntan más a lo emotivo(49) que a lo racional(50). <bold>8.1. El dominio propio de la Ética filosófica, y de un Derecho fundado en ella </bold> A propósito de las “falacias” abortistas que andan circulando en los últimos días, conviene ir diciendo algunas cosas. En primer lugar, que la Ética filosófica es el dominio de lo obvio, de aquello que se muestra como incondicionada y universalmente debido, pero que, en rigor, no puede demostrarse. Por ser algo debido de manera universal e incondicionada, no es válido el argumento según el cual, en una sociedad pluralista no está permitido inmiscuirse en la esfera de personas que tienen una imagen del hombre enteramente distinta. Quien rechaza éticamente la tortura no está diciendo que él personalmente no torturaría, sino que quien tortura hace algo malo. De igual modo, quien rechaza éticamente la muerte de personas diferentes (sea que la diferencia finque en motivos raciales, religiosos, políticos, o culturales) no está diciendo que él personalmente no mataría, sino que está mal que alguien mate por esos motivos. De lo contrario, bastaría invocar una imagen del hombre enteramente distinta y excluir de dicha “imagen” al “diferente” por cualquiera de las causas apuntadas, para “darse permiso” de matarlo. Tal es lo que, en definitiva, acontece con el caso del “nasciturus”. Y es algo que más que “demostrarse”, se “muestra”. Como ya lo expresara Aristóteles, «Quien duda que haya que honrar a los dioses y amar a los padres, no merece argumentos, sino azotes»(51). El párrafo es especialmente recordado por Robert Spaemann(52) en los siguientes términos que no tienen desperdicio: «La metafísica argumenta “<italic>contra negantem sua principia</italic>”. Pero la ética, en cuanto “metafísica práctica”, al dirigirse a la acción, se encuentra condicionada por la premura del tiempo. Está bajo el mandato de –con éxito o sin él– detener el mal, sin aguardar al fin de la discusión acerca de qué sea lo malo. Ella puede, por tanto, fundamentar por qué es razonable, esto es, moralmente obligatorio, que fuera del seminario, fuera del seguro recinto de la ciencia, se pongan límites al análisis de las evidencias morales. Quien duda que haya que honrar a los dioses y amar a los padres, escribe Aristóteles, no merece argumentos, sino una reprimenda. Para comprenderlo no necesitamos más que preguntarnos si deseamos la proximidad de un hombre que por su carácter es capaz de todo tan pronto alguien le proporciona un argumento plausible. ¿No preferiríamos tratar con hombres de los que no es posible esperar cualquier atrocidad, puesto que desde el principio sabemos: hay cosas que este hombre no puede hacer, por mucho que alguien trate de convencerlo. […] El reconocimiento general de tales límites sin cuestionarlos es lo que conforma un ethos. El ethos es una forma de normalidad, de normalidad humana. La normalidad se ha vuelto sospechosa. Tras Auschwitz, se dice, no es lícito que vuelva a darse. Pero ¿en serio precisa el “Auschwitz nunca más” una fundamentación discursiva?». <bold>8.2. El sofisma verbal que enmascara una realidad: “Interrumpir”, en lugar de “matar” </bold> El primero de esos sofismas es quizás el de orden verbal, apunta a enmascarar la realidad y anestesiar las conciencias, y consiste, al decir de D’Agostino(53), en utilizar un eufemismo y hablar de “interrupción del embarazo”(54). Sería, me permito apuntar, algo semejante a denominar “interrupción de la disidencia” al genocidio más despiadado por razones políticas o religiosas(55). Mediante un lenguaje disfrazado de tecnicismo, se pretende ciertamente encubrir con un pudoroso manto de descripción objetivante, el verdadero horror de los hechos que pretenden enunciar las palabras. Pero tal vez algunas imágenes que nos vienen de la antigüedad clásica sean más adecuadas que la pobreza significante de un lenguaje estrictamente técnico, para transmitir la intrínseca gravedad de los sucesos, pues, desde aquella perspectiva, las autoras de tales hechos hubieran devenido máximas infractoras ante el mundo de <italic>Themis </italic>– que las hubiera declarado reas de perpetua maldición pública– por haber puesto sus manos, impías y homicidas, sobre “lo supremamente próximo y lo supremamente prohibido”(56). No debemos prestarnos al juego de tornar invisibles las inocentes víctimas, al que conduce ese sofisma verbal, que equivale a hacer de sus muertes hechos vanos y triviales, y en definitiva a banalizar el mal, para utilizar aquella célebre expresión acuñada por Hannah Arendt. Parafraseando a Habermas, por obra de la propia madre –por hipótesis, en una consideración estrictamente a priori, y sin perjuicio de lo que a posteriori arrojen las pruebas en una concreta y determinada causa– nos encontraremos frente a «la irreversibilidad de la injusticia sufrida por los inocentes maltratados, humillados y asesinados, una injusticia que, por pasada, queda más allá de las medidas de toda posible reparación que pudiera estar en manos del hombre», a la que alude este autor, para, luego recordar el «justificado escepticismo de Horkheimer contra la delirante esperanza que Benjamin ponía en la fuerza de la restitución de la memoria humana», pues “aquellos a quienes se aplastó, siguen realmente aplastados”, replicaba Horkheimer»(57). <bold>8.3. La falacia del aborto “limitado”. Un discurso abortista coherente va mucho más lejos </bold> Entre esas múltiples falacias se encuentra precisamente la del aborto limitado, pretendiendo justificarlo en la existencia de casos dolorosos, que despiertan la sensibilidad social. Ese es un verdadero sofisma, porque como ha apuntado con certeza Martin Rhonheimer(58), los partidarios radicales de un aborto ilimitado como Hoerster y Singer tienen razón cuando sostienen que los argumentos usuales a favor de la liberalización limitada del aborto que, al mismo tiempo, mantienen que el <italic>nasciturus</italic> ti