<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>1. El tema </bold> En el presente trabajo abordaremos el estudio de un tema específico de la responsabilidad contractual: el daño moral derivado del incumplimiento de ciertas obligaciones del proveedor de bienes y servicios enmarcado en la Ley de Defensa del Consumidor (LDC), tales como el deber de informar, brindar trato digno y equitativo, la obligación legal de seguridad y las prácticas abusivas. A tales fines, en primer término repasaremos los conceptos de daño moral, luego analizaremos la regulación de la figura en el Código Civil derogado y en el novel ordenamiento; repasaremos también los criterios de valoración del daño moral para luego adentrarnos puntualmente en el daño moral contractual y específicamente en el que se puede derivar para el consumidor a raíz de los incumplimientos antes mencionados. <bold>2. El concepto de daño moral </bold> La doctrina nacional ha intentado delinear los alcances del concepto de daño moral, cuidando especialmente de no incluir perfiles éticos en su definición. En este camino, para Morello “…el daño moral es el que conculca intereses extrapatrimoniales dignos o merecedores de tutela jurídica, que lo convierten en injusto o inmerecido para la víctima…” (1). Pizarro(2) lo ha caracterizado como “una minoración de la subjetividad de la persona derivada de una lesión a un interés no patrimonial”. La insigne jurista Matilde Zavala de González sostuvo al respecto que “el daño moral es una modificación disvaliosa para la persona en su capacidad de entender, querer o sentir, o en la aptitud de actuar que se traduce en un modo de estar y desenvolverse, diferente de aquel en que se encontraba antes del hecho, como consecuencia de éste y perjudicial para su vida”(3). Aclara luego que dicho resultado subjetivamente negativo es el efecto derivado de la lesión al interés extrapatrimonial. Finalmente, de acuerdo con la opinión de Mosset Iturraspe(4),“el daño moral, en el Código Civil y Comercial está emparentado con los daños que tienen por objeto a la persona (art. 1737 del CCyCN) y tiene como implicancia la violación a las afecciones espirituales legítimas, violación a los derechos personalísimos, interferencias en el proyecto de vida, entre otros (art. 1738 del CCyCN), que se colocan dentro de las consecuencias no patrimoniales (art. 1741 íb) indemnizables en dinero y en razón de la cuantificación de las satisfacciones sustitutivas o compensatorias que pueden otorgar esas sumas de dinero (art. 1741 del CCyCN última parte)”. Según puede verse, con distintos matices, las conceptualizaciones que traemos a colación comparten una base común: el daño moral o daño no patrimonial aparece como el resultado de una lesión a intereses no patrimoniales, bienes jurídicos de los que es titular el hombre como centro del ordenamiento jurídico: vg., el honor, la dignidad, la tranquilidad, el tiempo libre, el ocio, la felicidad, etc., y que se traduce –sin confundirse con el dolor, aunque este puede ser una de sus tantas manifestaciones(5)–, en un modo de estar diferente al que se encontraba el afectado antes del hecho como consecuencia del obrar antijurídico de un tercero. <bold>3. La normativa del Código Civil </bold> El Código Civil consagraba un doble régimen de responsabilidad civil: el correspondiente al incumplimiento obligacional(6), también llamado contractual, y el de la responsabilidad aquiliana, o extracontractual. Y dentro de este panorama, el artículo 1167 funcionaba como una barrera entre ambas esferas prohibiendo a aquellos que demandaban daños emergentes de un incumplimiento obligacional, evadirse de la normativa específica para ingresar al campo de los hechos ilícitos; ello sin perjuicio de la opción que podía ejercer el titular de la acción si el incumplimiento trocaba en un delito del derecho criminal. Los textos involucrados para una y otra hipótesis (arts. 522 y 1078, ib.) generaron debates doctrinarios por el supuesto distinto alcance de las facultades otorgadas al juez. El primer artículo rezaba: “… El juez podrá condenar al responsable a la reparación del agravio moral que hubiere causado de acuerdo con la índole del hecho generador de la responsabilidad y las circunstancias del caso”. Antitéticamente, la fórmula contenida en el artículo 1078 era imperativa para el juzgador, quien debía en todos los casos de daños morales con fuente aquiliana debidamente acreditados, condenar al responsable a su resarcimiento. Para una primera corriente, sustentada por autores como Borda, Bustamante Alsina o Llambías, la función del juez resultaba diferente en uno y otro ámbito del Derecho de daños. Así, como en el campo aquiliano la responsabilidad por daño moral era de justicia (artículo 1078), el juez debía –imperativamente– mandar a pagar los daños morales debidamente acreditados o presumidos. Diversamente, en materia contractual, el artículo 522 habría consagrado una responsabilidad de equidad, de ahí que en todos los casos resultaba facultativo para el juez declarar o no su admisibilidad, y por otro lado debía sopesar las circunstancias del caso y con estos parámetros hacer lugar o no a la reparación. Otros autores, en cambio, consideraban que la función del juez era idéntica tanto en los actos ilícitos como en el incumplimiento obligacional. De tal modo, acreditada la existencia del daño moral derivado del incumplimiento y siempre que mediara petición de parte interesada, el juez debía ordenar su reparación con criterio objetivo. Si la índole del agravio es la misma, ¿por qué brindar un tratamiento distinto a la hora de su regulación legal? Adherimos a la segunda interpretación. No es factible razonar que el legislador permitiera al juez no condenar al resarcimiento de un daño moral acreditado. Ello hubiera sido arbitrario. Por el contrario, la norma del artículo 522 derogado hacía un llamado a la apreciación del perjuicio moral en concreto, tomando en consideración a la persona de la víctima y sus particularidades, a sus estados del espíritu, susceptibilidades y delicadezas(7). <bold>Criterios de valoración del daño moral </bold> En doctrina y jurisprudencia se advierten distintos criterios de valoración del daño moral. <italic>a) Doctrina que valora el daño moral por su relación con el daño patrimonial.</italic> Para esta posición, el daño moral debe determinarse en función de la cuantía del daño patrimonial y ello en términos porcentuales. La Corte Suprema ha descalificado este criterio ya que existen actos ilícitos que solamente generan daño patrimonial y, viceversa, otros en que el daño patrimonial puede resultar ínfimo o inexistente y, como contrapartida, el agravio moral puede asumir relevancia a los fines indemnizatorios(8). b) <italic>Doctrina que valora el daño moral con base en criterios subjetivos del juzgador</italic>. Según esta corriente de pensamiento, la sensibilidad personal del magistrado y su sentido de justicia –en función de las circunstancias del caso concreto– resultarían adecuadas para determinar o no la procedencia del daño moral y su forma de reparación. Este parámetro discrecional sería particularmente aplicable a las hipótesis de responsabilidad contractual. La doctrina local rechaza esta postura explicando que la reparación del daño moral, formulada sobre pautas puramente subjetivas, permite englobar indebidamente aspectos ajenos a dicha materia, vg. lucros cesantes futuros no acreditados o la sanción al dañador (9). La crítica es acertada ya que uno y otro extremo, el de la indemnización menguada o la duplicidad resarcitoria, deben ser evitados. <italic>c) La corriente doctrinaria que valora el daño moral en función de la falta cometida por el responsable</italic>. Esta corriente de pensamiento merece reparos, ya que la correlación entre la gravedad de la falta y la magnitud del daño no necesariamente están presentes. Pensarlo en estos términos importa soslayar que el Derecho de daños persigue la reparación del perjuicio causado a la víctima mediante una satisfacción económica y no la sanción al dañador; resultando que puede obtenerse –cuando ello sea procedente– fijando una sanción punitiva. <italic>d) Finalmente(10) se encuentran quienes valoran la entidad del daño moral en función de la gravedad objetiva del menoscabo causado</italic>. En el caso concreto, debe contemplarse no solo la personalidad del damnificado, si este es directo o indirecto, el vínculo existente con la víctima, la influencia del paso del tiempo, la personalidad de quien ocasionó el daño, la realidad económica del país al tiempo de dictarse la sentencia, etc. En esta senda interpretativa se postula la necesidad de valorar cautelosamente los precedentes judiciales, ya que no obstante su evidente utilidad, no pueden ser tomados como un prototipo para cada tipo de situación con el monto exacto de la compensación; antes bien, constituyen un valor orientador, flexible, indicativo(11) que engasta en el empleo interpretativo de las reglas la experiencia de la sana crítica racional (art. 327 del CPCC). <bold>4. El Código Civil y Comercial </bold> El Código Civil y Comercial de la Nación ha unificado las esferas de responsabilidad y define el daño como la lesión a un derecho o interés no reprobado por el ordenamiento jurídico, el que puede tener por objeto la persona, el patrimonio o un derecho de incidencia colectiva (art. 1737). Seguidamente el art. 1738 dispone que <italic>“La indemnización comprende la pérdida o disminución del patrimonio de la víctima, el lucro cesante en el beneficio económico esperado de acuerdo a la probabilidad objetiva de su obtención y la pérdida de chances. Incluye especialmente las consecuencias de la violación de los derechos personalísimos de la víctima, de su integridad personal, su salud psicofísica, sus afecciones espirituales legítimas y las que resultan de la interferencia en su proyecto de vida”. </italic> Así, el daño jurídico resarcible debe ser entendido como la ofensa a un interés ajeno lícito, que provoca consecuencias (o alteraciones) desfavorables en el patrimonio o en el espíritu de la persona. Se puede hablar entonces de daño moral (ahora denominado consecuencias no patrimoniales) cuando hay una lesión a un interés no patrimonial de la víctima que produce consecuencias de la misma índole. La consecuencia resarcible, en estos casos, y siguiendo las líneas directrices marcadas por la jurista Zavala de González, consiste en una modificación disvaliosa del espíritu en el desenvolvimiento de su capacidad de entender, querer o sentir, que se traduce en un modo de estar diferente de aquel en el que se hallaba antes del hecho, como consecuencia de éste y anímicamente perjudicial. De esta manera, este reconocimiento es concordante con el cambio de paradigma del código de fondo, cuando según su art. 51 considera la dignidad de la persona como fundamento de todos los derechos humanos. En este sentido cabe destacar que “dignidad humana significa que un individuo siente respeto y se valora a sí mismo mientras es respetado y valorado por los demás”(12). El reconocimiento de la dignidad del ser humano como un bien merecedor de protección jurídica tiene su correlato en el artículo 8º de la LDC, normativa que dispone: <italic>“…8º bis: Trato digno. Prácticas abusivas. Los proveedores deberán garantizar condiciones de atención y trato digno y equitativo a los consumidores y usuarios. Deberán abstenerse de desplegar conductas que coloquen a los consumidores en situaciones vergonzantes, vejatorias o intimidatorias. No podrán ejercer sobre los consumidores extranjeros diferenciación alguna sobre precios, calidades técnicas o comerciales o cualquier otro aspecto relevante sobre los bienes y servicios que comercialice. Cualquier excepción a lo señalado deberá ser autorizada por la autoridad de aplicación en razones de interés general debidamente fundadas…”.</italic> En sintonía con este nuevo paradigma, el novel cuerpo normativo dispone en su art. 52 que <italic>“La persona humana lesionada en su intimidad personal o familiar, honra o reputación, imagen o identidad, o que de cualquier modo resulte menoscabada en su dignidad personal, puede reclamar la prevención y reparación de los daños sufridos, conforme a lo dispuesto en el Libro Tercero, Título V, Capítulo 1”. </italic> Consecuentemente, la dignidad y sus derivaciones son objeto de tutela y reconocimiento, comprendiendo claramente esa protección al honor en sus facetas tanto objetiva (proyección hacia el exterior) como subjetiva (propia estimación); de manera tal que el daño ya definido puede tener por objeto un interés extrapatrimonial como es el honor de la persona en su doble proyección. En otras palabras, el régimen jurídico hoy vigente, centrándose en la protección integral de la persona humana, consagra también una protección al honor de la persona, reconocido como un interés jurídico que en caso de ser lesionado se constituye como un hecho generador de responsabilidad. Por su parte el art. 1770, CCCN, consagra la protección de la vida privada en cuanto reza: <italic>“El que arbitrariamente se entromete en la vida ajena y publica retratos, difunde correspondencia, mortifica a otros en sus costumbres o sentimientos, o perturba de cualquier modo su intimidad, debe ser obligado a cesar en tales actividades, si antes no cesaron, y a pagar una indemnización que debe fijar el juez, de acuerdo con las circunstancias. Además, a pedido del agraviado, puede ordenarse la publicación de la sentencia en un diario o periódico del lugar, si esta medida es procedente para una adecuada reparación”.</italic> Ya definido entonces que el derecho a la intimidad se encuentra tutelado expresamente en el art. 52 del CCCN al consagrar la dignidad de la persona (integrada por su intimidad personal o familiar, honra o reputación, imagen o identidad) como un derecho personalísimo y, por tal, como centro gravitante de todo el sistema del derecho privado, esta norma se presenta como una regla de aplicación de esa protección. Aquí se determinan las herramientas a las cuales podrá recurrir el damnificado para obtener la prevención del daño o su resarcimiento. Como presupuesto esencial de aplicación de esta norma se presenta la arbitrariedad de la conducta lesiva, es decir que debe exceder los límites del legítimo ejercicio del derecho. Para ello la norma no exige la presencia de dolo o culpa, sino simplemente es necesario que ese obrar importe el ejercicio irregular del propio derecho. En punto al resarcimiento por daño no patrimonial del novel ordenamiento, el artículo 1741 en su parte pertinente establece que el monto de la indemnización debe fijarse ponderando las satisfacciones sustitutivas y compensatorias que pueden procurar las sumas reconocidas. Los autores explican que la suma dineraria que se atribuye al damnificado tiene por finalidad realizar la función de contribuir a la adquisición de sensaciones placenteras o de otros bienes morales, aunque no necesariamente se cumpla la exigencia de que estos sean aptos para anular o hacer desaparecer las consecuencias dolorosas que el ilícito ha ocasionado y que sustancian al daño moral. La compensación operaría entonces por el hecho de ingresar esa satisfacción como una suerte de contrapeso de la sensación negativa producida en la subjetividad del damnificado(13). Así, de su clásico y más reducido ámbito, restringido inicialmente al “precio del dolor”, ahora se difunde la noción del “precio del consuelo”, esto es, al resarcimiento que “procura la mitigación o remedio del dolor de la víctima a través de bienes deleitables (por ejemplo escuchar música) que conjugan la tristeza, desazón, penurias” (14). La jurisprudencia viene receptando esa interpretación señalando que “se atiende no sólo al dolor sino a todas las aflicciones, preocupaciones y pesares a los que el dinero puede compensar en cierta medida, reemplazando en el patrimonio moral el valor que del mismo ha desaparecido” como medio de “obtener contentamientos, goces y distracciones para restablecer el equilibrio de los bienes extrapatrimoniales” (15). <bold>5. El daño moral contractual </bold> Como es bien sabido, la responsabilidad civil exige la concurrencia de varios presupuestos, los que para la mayoría de la doctrina son: 1) un hecho antijurídico o contrario a derecho; 2) que provoque un daño; 3) la conexión causal entre aquel hecho y el perjuicio, y 4) la existencia de un factor de atribución subjetivo u objetivo, que la ley considera como fundamento suficiente para sindicar en cada caso quién habrá de resultar responsable. La exención de responsabilidad, como contrapartida, exige la negación o destrucción de alguno de dichos presupuestos: 1) la no autoría por ausencia de relación de causalidad entre el hecho y el perjuicio; 2) la inimputabilidad del autor del daño, inexistencia del factor subjetivo de atribución; 3) la justificación a un obrar aparentemente antijurídico, y 4) la inexistencia del perjuicio. Centrándonos en el ámbito de la responsabilidad contractual y en particular en el requisito del daño moral o extrapatrimonial, su admisión en este ámbito transitó por un largo camino hasta la actualidad(16), en que no se rechaza sistemáticamente su aplicación, sino que procede dependiendo de las circunstancias del caso, y si resulta que la perturbación padecida por la víctima trasciende las simples molestias propias de la dinámica contractual. Esto es así dado que el efecto común de todo incumplimiento contractual es una cierta conmoción psíquica o desequilibrio en el estado de paz espiritual, y esa mera conmoción no puede ser, por razones obvias, que hacen a la certeza y entidad del daño moral resarcible, la base de una condena a pagar una indemnización. En tal línea, Piedecasas(17), luego de recordar el principio general imperante en la materia, esto es, que el daño moral frente al incumplimiento contractual no se presume y como tal debe ser efectivamente probado, enumera una serie de contratos en donde se ha admitido la procedencia del rubro, mostrando así el avance de la doctrina en tal sentido. El autor menciona los siguientes: contrato de transporte; medicina prepaga; contrato de mutuo hipotecario por incumplimiento del banco; contrato de seguro, ante el incumplimiento de la compañía aseguradora; transporte marítimo; contrato de caja de seguridad; contrato de tarjeta de crédito; contrato de servicio telefónico; contrato de transferencia bancaria; contrato médico; contrato de servicio de agua corriente; contrato de locación de obra; contrato de servicios jurídicos; contrato de provisión de energía eléctrica y finalmente el contrato de juegos de azar. Como puede verse, la mayoría reviste la categoría de contratos de servicios y como tales subsumibles en el marco normativo previsto en la LDC. A esta altura pocos discuten que un comportamiento antijurídico puede ocasionar daños materiales cuantiosos y no vulnerar o lesionar intereses extrapatrimoniales y viceversa(18). Piénsese, por caso, en un accidente de tránsito en que el único daño resarcible son los daños materiales del vehículo, pero en que la víctima no sufrió lesiones personales que lo habiliten a demandar por daño moral. En el campo de la responsabilidad contractual esta premisa merece algún ajuste. Los autores cuyo desarrollo se sigue para este punto afirman que en este ámbito, el daño moral no debiera ser meramente un precio al dolor y que debe atender a otras cuestiones, afectivas o de la personalidad comprometidas en el incumplimiento. La cuestión a dilucidar pasaría por establecer si existe algún incumplimiento susceptible de generar un daño moral completamente autónomo del daño patrimonial. Creemos que sí. <bold>6. El incumplimiento de ciertas obligaciones emergentes de la LDC puede generar daños morales autónomos del daño material </bold> La Ley de Defensa del Consumidor tutela el derecho de los consumidores y la correlativa obligación a cargo de los proveedores a recibir información, un trato digno y equitativo y a la seguridad personal y de sus bienes. El deber de informar tiene un fundamento constitucional en el respeto de la libertad, la que se vería afectada ante la ausencia o insuficiencia de información con una incidencia disvaliosa en el discernimiento; por ello debe darse una eficiente información de modo tal que el consumidor tenga capacidad de discernir con libertad cuál es la finalidad perseguida en la contratación. De similar modo, el derecho a recibir un trato digno y equitativo encuentra su fundamento constitucional en el respeto a la dignidad de la persona como centro del ordenamiento jurídico, con su correlato en el artículo 51 del CCyCN . En el marco de una relación de consumo, el “trato” que recibe el consumidor por parte del proveedor encuentra una doble faz: en primer lugar, la propia de la relación de consumo, cuya finalidad es satisfacer la necesidad y/o expectativa colocada por el consumidor en la relación entablada con el proveedor. Refiere, entonces, a los aspectos comerciales que ligan al consumidor en el plano contractual, en que hay una vinculación cierta y clara entre los sujetos intervinientes en la relación consumeril, traduciéndose así en la obligatoriedad del proveedor de informar en forma cierta, clara, detallada y gratuita todo lo relacionado con las características esenciales de los bienes y servicios que adquiere, así como las condiciones de comercialización (art. 4, LDC), información que integra en forma absoluta la relación contractual y que tiene por finalidad, por ejemplo, evitar “sorpresas” que generen costos no informados al consumidor. En segundo lugar, este trato digno que ha de dispensarse al consumidor se proyecta a la faz precontractual y poscontractual, por dos razones: la primera, porque tanto la etapa de formación del contrato cuando la posterior a su ejecución son consecuencias de la relación jurídica entablada entre el consumidor y el proveedor, de lo que se desprende que las partes han de conducirse con buena fe y respeto por el otro polo negocial, bajo pena de incurrir en responsabilidad por los daños y perjuicios que el accionar negligente, intempestivo y/o descuidado ocasionare al consumidor; la segunda surge frente a que la misma ley coloca en cabeza del proveedor pautas de conducta de obligatoria observancia, al regular, por ejemplo, las condiciones de la oferta (art. 7, LDC), o el deber de garantía (art. 11, LDC), que sin lugar a dudas integran el derecho a recibir un trato digno por parte del consumidor. Es decir, la operatividad de derechos contenidos en el art. 42, CN, y reproducidos en la LDC, apuntan –en lo atinente al trato digno– a evitar que el proveedor de bienes y/o servicios se deslinde de sus responsabilidades, a limitar las posibilidades de abusos, de abandono al consumidor ante supuestos de conflictos, de deficiencia en los productos o servicios, a impedir que se le oculte qué se le vende en realidad, etcétera. Y esas condiciones de atención y trato digno a que refiere la ley no son otras más que el trato como a un igual, con respeto por su condición humana, mediante –entre otras formas– el cumplimiento de las obligaciones legales que recaen sobre el proveedor, en la búsqueda del equilibrio de las partes en la relación jurídica. Desde esta atalaya, para un sector de la doctrina estas obligaciones determinan la creación de nuevos supuestos de responsabilidad de “atribución objetiva”, como son la ausencia o defectos en la información (art. 4, LDC); la obligación legal de seguridad (art. 5, LDC); el trato indigno; las prácticas abusivas, etc. Correlativamente se generarían daños autónomos y “propios del derecho del consumo”(19). Consecuentemente, la ausencia de información es el incumplimiento de la obligación legal de informar y es de responsabilidad objetiva, y puede causar “sólo” daño moral, es decir, no necesariamente puede estar ligada a un daño económico y sólo puede causar una “molestia” (20)(pérdida de tiempo, urgencia; colas, angustias, concurrir en varias oportunidades, comunicarse telefónicamente con dificultad, etc.), el solicitar el consumidor una información que debió serle dada. <bold>La carga de la prueba </bold> En relación con la carga de la prueba, cabe memorar el criterio sustentado por Matilde Zavala, quien entendía que no era esencial la índole del deber incumplido (previamente asumido o el genérico de no dañar), ni el consiguiente encuadramiento de la responsabilidad como contractual o aquiliana, sino las características del perjuicio mismo en confrontación con el suceso lesivo que lo produce. En efecto, a criterio de la autora resultaba errado requerir siempre prueba específica sobre el daño moral contractual, o sea, descartando apriorísticamente la posibilidad de que sea presumido por el magistrado sobre la base de elementos objetivos aportados a la causa. En dicha senda, las circunstancias del caso deberían posibilitar al juez que –en ejercicio de sus facultades propias y aplicando las reglas de la experiencia– juzgue si de acuerdo con el normal acontecer, el hecho alegado tiene aptitud para provocar el perjuicio cuya indemnización se solicita (21). Esta línea interpretativa es aplicable a las hipótesis analizadas en este acápite en donde la carga de la prueba del daño sigue estando en cabeza del reclamante aunque al consumidor no le resulte menester diligenciar una prueba psicológica a los fines de acreditar una perturbación anímica generada. Diversamente, ciertos hechos probados en el expediente pueden operar como indicios que lleven al juzgador al convencimiento sobre cuál ha sido el grado de afectación espiritual que pudo generar el incumplimiento en el cocontratante de buena fe. En tal labor no cabe perder de vista los principios rectores que surgen de los artículos 1725 y 1744 del CCyCN. El primer artículo establece: <italic>“…-Valoración de la conducta. Cuanto mayor sea el deber de obrar con prudencia y pleno conocimiento de las cosas, mayor es la diligencia exigible al agente y la valoración de la previsibilidad de las consecuencias. Cuando existe una confianza especial, se debe tener en cuenta la naturaleza del acto y las condiciones particulares de las partes…”.</italic> Y finalmente el artículo 1744 que dispone: <italic>“Prueba del daño. El daño debe ser acreditado por quien lo invoca, excepto que la ley lo impute o presuma, o que surja notorio de los propios hechos”.</italic> <bold>La cuantificación del daño moral </bold> Creemos que la indemnización que se otorgue en demandas fundadas en este tipo de incumplimientos debería fijarse teniendo en miras el parámetro de los placeres sustitutivos o compensatorios. No soslayamos que autores como Pizarro y Vallespinos(22) han considerado que pretender compensar el daño moral, cualquiera sea su índole atendiendo exclusivamente a la idea de los placeres compensatorios importa una idea equivocada de lo que es el daño moral y el sentido del resarcimiento. La crítica nos parece acertada únicamente para el propio ejemplo que traen los autores: vg., una persona que a raíz de un ilícito queda disminuida y sin comprensión de su estado, en que el daño también se configura aunque la víctima no lo sienta y por ende no pueda ser compensada con placeres materiales. En los demás casos, especialmente los que tratamos en este punto, nos parece correcto asumir que si el consumidor se ha visto constreñido antijurídicamente a no gozar de las cosas que quiere (leer, escuchar música, orar, compartir un vaso de vino con un amigo, y otras cosas no menos gratas) y a reemplazarlas temporariamente por otras angustiantes; constriñéndolo en definitiva, a malgastar un tramo de su vida, sea compensando tomando como parámetro el valor de aquellos bienes o actividades que pudo llevar a cabo si no hubiera tenido que perder tiempo logrando que se le den las explicaciones debidas o exigiendo un trato acorde de parte de los proveedores de bienes y servicios, etc. <bold>7. Visión jurisprudencial </bold> La interpretación propiciada en el párrafo anterior se abre camino en los repertorios de jurisprudencia. Es dable señalar que en la mayoría de los casos, las empresas demandadas son compañías telefónicas o proveedores de servicios financieros. Veamos. En un caso se condenó a una empresa de telefonía y a sus gestoras de cobranza, a indemnizar al actor por daño moral y la multa civil contenida en el artículo 52 bis de la LDC, por haberlo intimado en reiteradas ocasiones a su domicilio laboral pretendiendo el cobro de una deuda inexistente. El tribunal sostuvo: “…Es indemnizable para el actor el daño sufrido como consecuencia de la manifiesta o grosera inconducta por parte de la demandada en el trato comercial, por la notoria desatención de la demandada a las numerosas gestiones realizadas con el objeto de indagar sobre el saldo deudor del actor y los desmedidos reclamos cursados por el accionado, constituyen un grave y objetivo incumplimiento de la exigencia de la LDC en el art. 8 Bis , y habida cuenta de la manifiesta negligencia e inoperatividad de la reprochada, puede juzgarse cumplimentado el elemento subjetivo que también requiere la norma citada en el art. 52 Bis y su doctrina para la aplicación de la multa civil, y la gravedad dada por las reiteradas intimaciones al pago de la supuesta deuda al domicilio laboral del actor….Resulta acreditada la existencia del daño moral por el solo hecho de la acción antijurídica y se configura <italic>in re ipsa</italic>, tal como lo entiende la doctrina y jurisprudencia al interpretar la Ley de Defensa del Consumidor; en todo caso, es al responsable a quien le incumbe acreditar una situación objetiva que excluya la posibilidad del nocivo estado espiritual generado por aquélla, siendo indudable que la perturbación anímica derivada de la conducta de la parte demandada reviste autonomía resarcitoria; es decir, debe ser reparada con independencia de otros factores que contribuyeran a su existencia…” (23). En otro fallo se condenó también a una empresa proveedora de telefonía a abonar a la actora, una clienta octogenaria, una suma en concepto de daño moral y daño punitivo a raíz del incumplimiento en la efectivización del traslado de una línea telefónica a otro piso del mismo edificio. La cámara sustentó el decisorio con el siguiente argumento: “…La actitud de la demandada de encapricharse en no efectuar un traslado de línea telefónica en un mismo edificio con solo un piso de diferencia, y recurrir al ardid de invocar que la actora había dado de baja la línea telefónica sin haber siquiera ofrecido alguna prueba con relación a semejante afirmación, procediendo sin más a cambiar la línea telefónica a una persona octogenaria, si bien resulta inentendible e incalificable, se adecua a una conducta hacia los usuarios que la jurisprudencia viene registrando de numerosas empresas, y en especial de la aquí demandada, tornando admisible la pretensión de reparación del daño moral sufrido por la octogenaria, y usuaria, actora” (24). La Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Azul, Sala II, confirmó la sentencia que condenó a la empresa de telefonía por los daños y perjuicios sufridos por el cliente al haber violado la primera, el deber de trato digno y equitativo, luego de que el usuario solicitara la baja del servicio. La condena por daño material ascendía a trescientos pesos, mientras que la suma mandada a pagar por daño moral fue de treinta y cinco mil pesos. Entre los argumentos fundantes se sostuvo: “…Los avatares y padecimientos sufridos por la actora no se tratan, como se afirma en el agravio, de las contingencias propias del mundo de los negocios, sino que no cabe dudas de que la afectación anímica y espiritual de la Sra. O. reviste entidad suficiente en relación causal adecuada con la serie de incumplimientos y afectaciones irrogados por Claro: no darle de baja al servicio, exigirle enviar una carta postal, exigirle pagar un saldo por cancelación anticipada que resultó sorpresivo y abusivo; reclamar dos veces por carta remitida por dos departamentos distintos de gestión por cobro, reclamar por carta documento, otorgar el trámite de suspensión del servicio en lugar de su cese, no asistir a la audiencia conciliatoria fijada en el expediente administrativo (aunque luego se efectuaron ofrecimientos de acuerdos extrajudiciales que la actora no aceptó), todo ello constituye un soporte fáctico suficiente para alterar y modificar disvaliosamente la esfera extrapatrimonial de la demandante (arts. 522 y 1078, CC; art. 1741, CCCN; art. 40, LDC)(25). Finalmente en un fallo dictado el 9/6/20