<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic>Sumario: I. El nuevo esquema jurídico que propuso la reforma constitucional de 1994. I.1. Su influencia en el derecho privado. I.2. La constitucionalización del Derecho Civil. I.3. Los privilegios en materia concursal. I.4. Un poco de historia en materia de “acreedores involuntarios”. II. Algunos antecedentes destacados del caso. II.1. La discapacidad de un niño y su calidad como “acreedor involuntario”: El camino judicial recorrido. II.2. El fallo de la Corte. III. La correcta articulación del sistema legal nacional a la luz de los tratados constitucionalizados. III.1. Análisis de las cuestiones que plantea el fallo de la Corte. III. 2. La integración del ordenamiento jurídico. IV. Los privilegios concursales y su articulación con la tutela constitucional. IV.1. El carácter legal de los privilegios y la armonización del ámbito constitucional y convencional. IV. 2. Algunos interrogantes fundamentales. IV. 3. La salud como valor fundamental de la persona. IV.4. La tutela de los hipervulnerables. IV.5. El principio de razonabilidad. V. Algunas conclusiones </italic></intro><body><page><bold>I. El nuevo esquema jurídico que propuso la reforma constitucional de 1994 I.1. Su influencia en el derecho privado</bold> La incorporación de los tratados sobre derechos humanos a través del artículo 75, inciso 22 de la Constitución de la Nación significó uno de los aportes más trascendentes y de más impacto –con el tiempo– que produjo la Constituyente del año 1994. Al otorgar la mayor jerarquía dentro del ordenamiento jurídico de nuestro país a estos acuerdos internacionales de naturaleza supralegal, se inauguró una nueva etapa(1), cuya influencia fue tal, que poco a poco obligó a todos los que conformamos de una manera u otra los engranajes del sistema judicial –jueces, funcionarios y abogados– a repensar el Derecho desde una perspectiva distinta, donde los principios y valores jurídicos orientados a la tutela de la persona humana y de su dignidad, son centro absoluto, definitivo y fin del ordenamiento jurídico. En este sentido, el artículo 2, CCCN, al sentar el criterio de la interpretación de la ley, establece que debe serlo “teniendo en cuenta sus palabras, sus finalidades, las leyes análogas, las disposiciones que surgen de los tratados humanos, los principios y los valores jurídicos de modo coherente con todo el ordenamiento”, dejando de lado un criterio estrictamente “positivista”. La cristalización de todos estos cambios no fue inmediata –tampoco podía serlo a causa de todo lo que la reforma implicó–, por lo que se fue materializando tiempo después con la unificación y con la nueva plataforma y perspectiva que propuso el Código Civil y Comercial en sus artículos 1º, 2º y 3º, como puerta de entrada en lo que respecta a las fuentes, aplicación e interpretación de la ley, que se completó y complementó a partir de la inclusión de principios generales del Derecho específicos que, partiendo de la “buena fe” como estandarte, se plasmaron en su determinante e introductorio Título Preliminar (ejercicio regular de los derechos, abuso del derecho y de la posición dominante, orden público, fraude a la ley y la irrenunciabilidad general de las leyes). Todo esto, sin duda, es una directa consecuencia de reconocer y comprender a la vez, que el Derecho como ciencia práctica, es decir, como disciplina que tiene como objeto la acción humana (individual o social) para ordenarla hacia la consecución de un fin (el bienestar general), posee en sí mismo un dinamismo que es opuesto a estructuras legales rígidas como las que propuso la exegética que vino de la mano de la codificación decimonónica. Y esto es así, sencillamente porque la existencia de los seres humanos que son los destinatarios de la ley, es esencialmente dinámica, mutable. Precisamente, es esa realidad contingente, cambiante que caracteriza a todo lo humano, siempre plagado de eventualidades, de incertidumbre, de cambios y circunstancias que la transforman todo el tiempo, la que es captada por el Derecho, el cual se debe adecuar “en forma racional y práctica a la índole dialéctica de lo que tiene entre manos y requiere una solución o justificación”(2). <bold>I. 2. La constitucionalización del Derecho Civil</bold> Cabe aclarar que con anterioridad a la reforma de 1994 la doctrina ya había ido advirtiendo la existencia de un “proceso de constitucionalización” del derecho civil que tiene su origen en la firma de los tratados humanos por parte de la Nación Argentina(3). Dicho itinerario fue puesto de manifiesto por la CSJN en la causa “Ekmekdian c/ Sofovich”, oportunidad en la que distinguió los tratados de derechos humanos del resto de los tratados y apuntó –con claridad– que estos últimos buscan establecer un orden público común cuyo destinatarios no son los Estados sino los seres humanos de pueblan los territorios (voto Dr. Moliné O´Connor). Tal como lo señalamos, un hito de este proceso fue la reforma constitucional cuando la Ley Suprema introdujo nuevos paradigmas presididos por el imperio de los derechos humanos. Ello generó una tensión hermenéutica en diversos ámbitos jurídicos a los cuales la doctrina ha ido tratando de dar respuestas actuales(4). Hubo un salto cualitativo. El centro de preferencia constitucional pasó del patrimonio al ser humano. El cambio operado colocó a la persona humana, y a su dignidad, en el centro del sistema jurídico argentino. En este sentido se ha dicho que “La mutación del sistema de principios y valores del ordenamiento en su cúspide y la consiguiente primacía de la persona y sus intereses más cercanos al núcleo de la personalidad, constituyen –junto con otros principios constitucionales (el sistema republicano de gobierno, la forma de vida democrática, la igualdad sustancial ante la ley)– los pilares centrales del plan político del Estado, constituyéndose en principios informadores de todo el ordenamiento jurídico y, desde luego, del derecho privado”(5). No obstante, es también importante advertir que esta posibilidad de apelar a principios y valores jurídicos no se debe transformar en un mecanismo de interpretación arbitrario que permita apartarse de la ley fácilmente y sin mayores exigencias. Para evitarlo, el propio codificador, al promediar el texto del artículo 2° y, fundamentalmente en el 3°, fija límites de vital importancia para garantizar la seguridad jurídica y la legalidad misma, al destacar que esa labor interpretativa debe ser coherente con todo el ordenamiento jurídico, y la decisión que se adopte tiene que ser razonablemente fundada. Esto resulta sustancial, porque la manda legal que contiene el citado artículo 3º del Código Civil y Comercial delimita el accionar del magistrado para que su decisión no contravenga el sistema legal, dejando así en claro algo que muchas veces se presenta como un problema, cuando es precisamente un principio ineludible para todo ordenamiento moderno que tutele los derechos individuales: “la seguridad jurídica”, axioma preponderante que persigue dar a las personas certezas sobre la ley vigente y su aplicación, para que “toda persona tenga conocimiento cierto y anticipado sobre las consecuencias jurídicas de sus actos y omisiones”(6). Indudablemente, cualquier elaboración o aplicación del Derecho que se pretenda llevar adelante por parte del juzgador nunca podría ser tomada al margen del ordenamiento, pues de lo contrario se trataría de una decisión lisa y llanamente inválida como acto jurisdiccional. Por ende, cuando el juez apela a principios y valores jurídicos para dirimir las pretensiones que se traen a debate en un proceso, debe hacerlo dentro de ese marco fundamental que impone la razonabilidad. Y esto es así, porque esta última, en sentido estricto, “equivale a justicia”(7), o sea, a lo que es justo. Resulta atinada la apreciación de Zagrebelsky cuando al respecto destacó que “la concepción del derecho, por principios, tiene los pies en la tierra y no la cabeza en las nubes. La tierra es el punto de partida del desarrollo del ordenamiento, pero también el punto al que éste debe retornar. Naturaleza práctica del derecho significa también que el derecho, respetuoso con su función, se preocupa de su idoneidad, para disciplinar efectivamente la realidad conforme al valor que los principios confieren a la misma”(8). <bold>I.3. Los privilegios en materia concursal</bold> Como se verá más adelante, este debate se plantea en materia de privilegios, especialmente en el tema que nos convoca, es decir, la tutela de las acreencias de acreedores involuntarios, en esencia, meros acreedores quirografarios a partir de la enumeración que propone la ley concursal, que se hallan en situaciones extremas en que su salud, su vida, su existencia, o sea, su dignidad, se encuentran al límite por las circunstancias que rodean el caso. Y hacemos hincapié en el “caso” particular, porque cualquier solución posible en esta materia, hasta tanto el legislador asuma su deber y tome cartas en este delicado asunto sobre los derechos patrimoniales de quienes se encuentren en estado de extrema vulnerabilidad, y la preferencia de cobro de sus créditos ante la insolvencia del deudor, sólo va a encontrar cierto cauce y contención a partir del análisis de cada caso, sin que la excepcional corrimiento del régimen legal taxativo de los privilegios –ratificado como tal por el codificador del año 2015– se deba interpretar como la desaparición del régimen de “<italic>numerus clausus</italic>” que regía y rige la temática de los privilegios (art. 2574, Código Civil y Comercial). En resumen, tanto la reforma constitucional de 1994 y, a su turno, la unificación de los códigos privados cambiaron sustancialmente ciertos arquetipos históricos que gobernaron durante casi dos siglos el derecho argentino, que ya habían sido “heridos de muerte” en los juicios de Nuremberg cuando quedaron expuestos los graves problemas que presentaba la exegética, pero principalmente, los postulados positivistas, todo lo cual, entre otras cosas, llevó a una gran transformación especialmente en el campo de la Filosofía del Derecho, que permitió a Robert Alexis sostener la existencia de “un núcleo esencial de los derechos humanos cuya vulneración representa injusticia extrema“(9), lo que trae como inmediata consecuencia no considerar como derecho aplicable a toda norma jurídica que dé lugar a este último por el solo hecho de haber sido dictada por el órgano competente. <bold>I.4. Un poco de historia en materia de “acreedores involuntarios”</bold> En nuestra legislación y, en especial en materia concursal, se ha tratado desde hace largo tiempo la situación de los “menores”, hoy niños y adolescentes, leyes 26061 y 26378 que aprobó la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad, que se encuentran afectados en su salud y, en esta línea, la jurisprudencia ha ido avanzando en el sentido de otorgarles un trato “preferencial”, aun cuando no existe norma concreta que así lo disponga. En el caso de la Obra Social del Personal Gráfico(10) que se encontraba en concurso preventivo, se analizó la cuestión del crédito de una menor, afectada por síndrome de Down, sometida a la educación especial que regla la ley 24091; esta acreencia no tiene en la ley concursal ningún privilegio y tampoco una vía inmediata de cobro. Sin embargo, la Cámara Comercial, con asiento en los tratados constitucionalizados: Convención sobre los Derechos del Niño, su similar sobre los derechos de las personas con discapacidad, y en la legislación nacional, estableció el “mejor derecho” que le asiste a la menor, y entendió que sea que se lo denomine “pronto pago” o “pago directo”, cobra vital importancia la finalidad del régimen tuitivo y las consecuencias que pueden derivarse de una determinada solución al caso. Por ello, sin individualizar la vía concreta, concluyó que la Convención de los Derechos del Niño tiene operatividad y, consecuentemente, sostuvo que el crédito de la niña goza de preferencia frente al sistema de privilegios de la ley 24522. La cuestión sigue “inquietando”: –se trata de una “aplicación analógica” del esquema del pronto pago del art. 17 de la LCQ, habilitado por los arts. 1, 2 y 3 del nuevo Código Civil y Comercial o de la aplicación de una norma supralegal– Lo cierto es que este derecho sustentado en principios fundamentales, básicamente emanados de los tratados sobre los derechos humanos, de indiscutida raigambre constitucional e incorporados por el legislador al derecho privado y vivo mediante el precepto que contiene el citado artículo 1º del Código Civil y Comercial, es el fruto de la necesidad de contar con herramientas idóneas y útiles que se ajusten a la realidad cambiante y al dinamismo de estos tiempos que exigen una efectiva tutela de los derechos de la persona humana, en particular, de los niños, ancianos, enfermos graves y, en general, de las personas más vulnerables de la sociedad, es decir, la necesaria, justa y moralmente ineludible protección del más débil. De esta manera, los tratados de derechos humanos incorporados como norma constitucional, por lo que “normativamente tienen el mismo valor que la Constitución formal, pero sin formar parte de ella”(11), se han transformado en parámetros o modelos insoslayables a través de los cuales se deben tamizar todas las leyes –control de convencionalidad–, cuya validez, aplicación y exigibilidad no debe contravenir la fundamental máxima que gobierna la materia de estos derechos fundamentales universales como el principio pro homine o pro persona. <bold>II. Algunos antecedentes destacados del caso II.1. La discapacidad de un niño y su calidad como “acreedor involuntario”: El camino judicial recorrido</bold> La razón que nos lleva a recordar cómo se ha venido desarrollando la interpretación en el derecho patrio encuentra su raíz en la particular materia que fue objeto de debate en el reciente fallo dictado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación(12), donde el Tribunal se refirió al régimen de privilegios en el concurso frente al crédito de un acreedor que se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad, rectius, “un acreedor involuntario” que peticiona el reconocimiento para su acreencia de una preferencia de pago que la legislación concursal vigente no le acuerda en forma expresa. Concretamente, se trató de un caso donde se reclamaba el resarcimiento de daños y perjuicios derivados de una “mala praxis” médica ocurrida durante el nacimiento del damnificado directo, quien como consecuencia de ello, padeció “una disfunción cerebral crónica (solo puede expresarse mediante sonidos guturales), la visión y la actividad motora tanto en sus miembros superiores como inferiores, con atrofia muscular cuya progresión y empeoramiento solo puede evitarse con los tratamientos de rehabilitación, requiere de acompañamiento y supervisión permanente, no controla esfínteres, se alimenta con botón gástrico, carece de discernimiento”(13). Se debe tener en cuenta también que los hechos generadores del daño tuvieron lugar en el año 1994 (20 de diciembre de 1994, cuando se produjo el nacimiento del damnificado y la mala praxis), lo que deja expuesto uno de los problemas propios de nuestro sistema judicial, es decir, los tiempos del proceso. Hoy, aquel menor discapacitado tiene 25 años y el Poder Judicial no da una respuesta adecuada. En efecto, se necesitó un par de décadas para que esa causa llegara a su fin, de una manera o de otra, al extremo de que el “niño” afectado obtuvo una sentencia final siendo ya un “hombre”. Como lo relata el fallo de la Corte, la Sala A de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial revocó la sentencia dictada en primera instancia en un incidente de verificación que había declarado la inconstitucionalidad del régimen de privilegios concursales previstos por los artículos 239, párrafo 1º, 214, 242 parte general y 243 parte general e inc. 2º de la ley 24.522 y había verificado a favor de la víctima un crédito con privilegio especial prioritario a cualquier otro privilegio. Así, la Cámara asignó a ese crédito el carácter de quirografario y dejó sin efecto el pronto pago que había dispuesto el juez de grado en relación con la porción privilegiada de dicha acreencia. Señaló también la Sala A que “el régimen de privilegios concursales era compatible con los derechos consagrados en la Convención sobre los Derechos del Niño y en las restantes normas internacionales invocadas, las que no contemplaban de modo específico la situación del niño titular de un crédito en el marco de un proceso universal, ni establecían preferencia de cobro alguna respecto de los restantes acreedores concurrentes por su condición de tal. Ello concluyó que no se encontraban en pugna el interés superior del niño y el derecho de los acreedores hipotecarios a hacer efectiva la preferencia que les concedía el sistema concursal”. Agregó la Alzada que los privilegios solo podían tener su origen en la ley y que representaban una característica propia del crédito y no del acreedor. Además sostuvo ese Tribunal que el reclamo del damnificado “no se encontraba conformado por prestaciones cuya ausencia pudiera poner en juego su derecho a la vida, a la dignidad y a la salud como menor discapacitada, sino que se trataba de un derecho de carácter exclusivamente patrimonial, transmisible y renunciable que nació con motivo de un incumplimiento de una relación contractual, con absoluta independencia de su condición de niña y a la que el legislador no le había reconocido preferencia de cobro con respecto a otras obligaciones del deudor”; consideró asimismo que “era el Estado el sujeto pasivo de las obligaciones consagradas en las convenciones internacionales en las que el magistrado de grado había fundado su decisión y, por ende, quien debía asegurar el pleno goce de los derechos en cuestión, sin que correspondiera trasladar esa obligación a los demás acreedores concurrentes que contaban con un privilegio legalmente reconocido”(14). Contra este decisorio interpusieron recurso extraordinario federal (conf. art. 14, ley 48) los incidentistas, la fiscal general ante la Cámara y la Defensora Pública de Menores e Incapaces ante ese mismo tribunal, quien adhirió a los fundamentos de la Fiscalía. <bold>II.2. El fallo de la Corte</bold> Se llega así a la sentencia de la Corte donde por mayoría (Rosenkrantz, Highton de Nolasco y Lorenzetti) confirma la sentencia de la Sala A y con ello el carácter “quirografario” del crédito verificado e impone las costas por su orden. Los principales fundamentos de la mayoría se podrían sintetizar de la siguiente manera: a) Los privilegios nacen de la ley, su reconocimiento solo incumbe al legislador, los jueces no pueden conceder preferencias en base a las circunstancias personales del acreedor, pues no es competencia del Poder Judicial fijar el modo de realización de los fines de una determinada institución jurídica, sino de los poderes políticos. b) Romper el régimen legal de privilegios y crear un sistema paralelo, <italic>contra legem</italic>, discrecional y casuístico puede conllevar un fuerte impacto negativo para la seguridad jurídica en general y podría afectar los derechos de terceros acreedores, que también pueden ser titulares de derechos alimentarios. c) Ni las convenciones internacionales ni la ley 26061 contienen referencias específicas a la situación de los niños o personas con discapacidad como titulares de un crédito en el marco de un proceso concursal. d) La declaración de inconstitucionalidad del régimen de privilegios con sustento en los amplios mandatos contenidos en los convenios internacionales podría conllevar también la invalidez de toda norma o acto que no conceda a los menores y/o discapacitados un trato preferente u otros grupos vulnerables que cuentan con especial protección constitucional (artículo 75 inciso 23, Constitución Nacional). e) Como las Convenciones sobre los Derechos del Niño y sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad consagran un mandato general de mayor protección constitucional que implica obligaciones a cargo del Estado, ello no autoriza a reconocer judicialmente un privilegio a un crédito quirografario. Además, los tratados internacionales no prevén ni determinan en qué ámbitos y con qué alcance se hará efectiva esa especial protección, la que queda reservada entonces a cada uno de los Estados. f) Las normas de las convenciones internacionales que tutelan a niños y personas con discapacidad están dirigidas al Estado para que implemente las políticas públicas necesarias para cumplir tales fines. g) El Poder Judicial no debe sustituir al legislador a la hora de fijar en qué ámbitos debe efectivizarse aquella mayor protección constitucional, o decidir qué políticas públicas deben implementarse en materia de protección de la niñez o de la discapacidad. h) El control judicial debe limitarse a verificar que el ejercicio de las potestades de los restantes poderes del Estado se mantenga dentro de los límites de la garantía de razonabilidad y no avance sobre prohibiciones específicas contenidas en la Constitución o, en su caso, en las leyes. i) El control de razonabilidad debe realizarse siempre teniendo presente que la declaración de inconstitucionalidad es un acto de suma gravedad que debe ser considerada <italic>ultima ratio</italic> del orden jurídico máxime en supuestos como el de autos, donde las decisiones enjuiciadas corresponden al ámbito de funciones privativas de los otros poderes del Estado, con amplio margen para definir las medidas que estimen más oportunas, convenientes o eficaces para el logro de los objetivos propuesto. <bold>III. La correcta articulación del sistema legal nacional a la luz de los tratados constitucionalizados III.1. Análisis de las cuestiones que plantea el fallo de la Corte </bold> Una vez presentado el estado de cosas relacionado con el precedente bajo estudio, pasaremos a considerar los distintos problemas y cuestiones que deja expuestas la sentencia del Tribunal Cimero nacional, cuya importancia, especialmente porque están en juego diversos derechos amparados por la Constitución de la Nación en su totalidad –lo que naturalmente incluye a los tratados referidos en su artículo 75, inciso 22– obliga a un tratamiento desapasionado para encontrar el mejor camino posible frente a los desafíos que se presentan hacia adelante, especialmente en la medida que el legislador no se ocupe de este relevante tema. Evidentemente, tal como lo dimos a entender en el capítulo anterior, se debe avanzar con razonabilidad y prudencia, porque muchas veces la audacia, por más que la guíen buenas y nobles intenciones, puede dar lugar a conclusiones plagadas de subjetividades que no aportan a la claridad, que generan incertidumbre y que conspiran con la certeza que impone un régimen jurídico seguro. Por estos motivos, es importante que un ensayo-comentario como éste aporte ideas y de posibles alternativas de soluciones razonables, jurídicamente seguras y, esencialmente, justas. Ahora bien, ese objetivo de justicia debe ser la resultante de una argumentación jurídicamente sustentable que apunte a ese cardinal necesario que es la “dignidad de la persona humana”, aunque sin caer en manifestaciones emocionales que suelen restarle sostén legal a las posiciones que se asumen y a las proposiciones que se formulan como resultado de tales cavilaciones. Por ello es que debe insistirse en que el sostenimiento de “la seguridad jurídica”, como adelantamos, no se contrapone con algunas posibilidades de solución para casos excepcionales(15) que merecen una pronta y útil tutela por parte del Derecho, soluciones que tampoco significan que el régimen legal de privilegios ha dejado de ser, en principio, un sistema cerrado que opera por excepción. Y no podría ser concebido de otra manera, pues las prioridades –excluyentes o no excluyentes(16)– se presentan como una excepción al principio de igualdad entre acreedores que opera como la regla de concurrencia frente al patrimonio del deudor que representa su garantía (arts. 242 y 743, Código Civil y Comercial). Empero, la reforma constitucional del año 1994 y el Código Civil y Comercial ha generado una “ruptura parcial” del sistema cerrado de privilegios y “una modificación también —eventualmente— de los criterios con que debe resolver el juez concursal”, dando lugar a una suerte de “orden poroso –con aristas de subjetividad– en el cual pueden ingresar, con carácter selectivo, determinadas excepciones que modifican la regla general, a la luz de lo dispuesto por el art. 75, inc. 22 de la CN, los tratados internacionales –en especial los tratados de derechos humanos– y el nuevo Código Civil y Comercial”(17). <bold>III. 2. La integración del ordenamiento jurídico </bold> En esta línea, cabe recordar que el Derecho no puede ser sometido a juegos de “suma cero”, sencillamente porque la realidad fáctica que capta y pretende regular no lo es, lo que no debe llevar tampoco a pensar que todo es relativo, pues de aquí a la inseguridad jurídica más absoluta solo hay un paso. De allí que estas cuestiones donde los derechos fundamentales deben ser interpretados y armonizados con las leyes especiales, cuerpos normativos estos últimos cuya importancia y utilidad ha sido reconocida actualmente a extremo que el propio Código Civil y Comercial –el mismo que ha instaurado lo que explicamos como la “constitucionalización del derecho privado”– que ha establecido reglas de prelación entre éste y aquellas normas microsistémicas. Y esta razonabilidad “se traduce en la elección de la alternativa más racional (aspecto técnico) y más justa o equitativa (aspecto valorativo) de todas las posibles para obtener el fin deseado”(18). Es que si bien no sirven actualmente criterios exegéticos absolutos que, como fue descripto, quedaron relegados como tales, tampoco aplican a la hora de interpretar la legislación que regula un caso, posturas extremas que consideran que todo el sistema jurídico está bajo escrutinio y que puede ser alterado según las circunstancias, porque no son esas las bases de nuestro Derecho que, con matices y cambios ciertos, deja de tener en la letra escrita de la ley su base de sustento. No es esa la impronta de ninguna de las reformas, ni de la constitucional del año 1994, ni de la unificación del 2015, aunque sí nos obligan a una visión sustancial y definitivamente humanista y a una valoración razonablemente fundada –no emocional y subjetivista– del derecho aplicable, con una regla jurídica cada vez más vigente: el “principio de primacía constitucional”. Las posiciones clásicas parten de la base de entender que las relaciones jurídicas se dan en un pie de igualdad entre los sujetos que la componen. Empero existen algunas personas que se encuentran en una franca asimetría respecto de otras, lo que los coloca en una situación de indefensión frente a la violación de sus derechos fundamentales. Conscientes de ello, “la vulnerabilidad” ha sido conceptualizada como un estado de la persona, un estado inherente de riesgo; una situación permanente o provisoria, individual o colectiva, que fragiliza y debilita a uno de los sujetos de derecho, desequilibrando la relación (19). Desde otro costado, también se utiliza la expresión “grupos en situación de vulnerabilidad”, puesto que tiene carácter dinámico y modificable de una situación para su transformación y es útil para designar a aquellos grupos de personas o sectores de la población que, por razones inherentes a su identidad o condición y por acción u omisión de los organismos del Estado, se ven privados del pleno goce y ejercicio de sus derechos fundamentales y de la atención y satisfacción de sus necesidades específicas (20). El proceso de desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos, a fin de brindar una mayor protección a estos grupos, ha aprobado tratados y otros instrumentos internacionales específicos que han sido ampliamente ratificados por los Estados. Entre ellos, pueden destacarse aquellos instrumentos que refieren a la situación de las mujeres, niños, niñas y adolescentes, las personas con discapacidad, los migrantes, los refugiados, los pueblos originarios, personas adultas mayores, entre otras(21). La pertenencia a dichos grupos puede traer aparejada la obstaculización o limitación en el efectivo goce y ejercicio de los derechos fundamentales, así como también la posibilidad efectiva de acceder a la justicia. Esto ha sido receptado por las Reglas de Brasilia sobre Acceso a la Justicia de las Personas en Condición de Vulnerabilidad, que reconocieron que “se consideran en condición de vulnerabilidad aquellas personas que, por razón de su edad, género, estado físico o mental, o por circunstancias sociales, económicas, étnicas y/o culturales encuentran especiales dificultades para ejercitar con plenitud ante el sistema de justicia los derechos reconocidos por el ordenamiento jurídico (…) Podrán constituir causas de vulnerabilidad, entre otras, las siguientes: la edad, la discapacidad, la pertenencia a comunidades indígenas o a minorías, la victimización, la migración y el desplazamiento interno, la pobreza, el género y la privación de libertad” (22). <bold>IV. Los privilegios concursales y su articulación con la tutela constitucional IV.1. El carácter legal de los privilegios y la armonización del ámbito constitucional y convencional </bold> Lo primero que entendemos debe ser considerado es cuál es la plataforma jurídica desde la que se deben abordar estas prioridades de naturaleza “no excluyente”(23) que representan los privilegios. Inicialmente resaltar que el Código Civil y Comercial que, como ya se dijo, no solo no eludió sino que profundizó la influencia legal de los tratados sobre los derechos humanos al destacarlos como una fuente jurídica sustancial junto con la Constitución de la Nación (véase su artículo 1º), a partir de los artículos 2573 y siguientes, igualmente ratificó el sistema de privilegios otrora vigente cuando regía el Código de Vélez y la ley 24522, esta última tampoco modificada por la reforma de la ley 26994. Esto no es un dato menor, porque –y no podría razonablemente interpretarse de otra manera– el legislador de la unificación determinó, en principio, insistir con el ordenamiento anterior caracterizado por el origen legal de los privilegios y la taxatividad –sistema cerrado– de estas preferencias (artículo 2547, CCyC), a las que el Código actual define en el mentado artículo 2573 con mayor precisión que el Civil derogado, como “la calidad que corresponde a un crédito de ser pagado con preferencia a otro”. Sobre su origen, ratificó en su artículo 2574 que “los privilegios resultan exclusivamente de la ley”, decisión clara y precisa donde el codificador dejó explicitada su opción por un sistema cerrado y que opera por excepción, más allá de las ciertas “porosidades” a las que aludía Vítolo. Asimismo, en el artículo 2579, el Código unificado nos remite a la ley concursal como norma obligatoriamente aplicable cuando se está ante un proceso judicial de naturaleza universal (concursos, sucesiones), además de aclarar que los “privilegios generales” solo pueden ser invocados en los procesos antes mencionados (artículo 2580). Por su parte, al enumerar los “privilegios especiales” en el artículo 2582, con matices y algunos cambios, se sigue una línea similar al artículo 241 de la Ley de Concursos y Quiebras, sin ocuparse de los créditos de los acreedores involuntarios, particularmente de las personas humanas que se encuentran en una situación de extrema vulnerabilidad (niños, ancianos, enfermos o discapacitados) cuyos derechos son tutelados por las normas constitucionales y convencionales sobre derechos humanos, pero no por la legislación concursal. Tampoco mereció cambios la ley 24522, cuyo artículo 239 aparece como un límite cierto y preciso, al establecer la “autosuficiencia” de los privilegios concursales. No solo no modificó la normativa concursal, sino que indirectamente la ratificó al remitir a ella en el artículo 2579 mencionado anteriormente. Sin embargo, esto no significa que la ley concursal se encuentre al margen del Código en este específico tema, pues como sucede con otros institutos, la necesaria referencia y remisión al último no solo aparece en previsiones como las que contiene los artículos 241, inc. 4º y 6º, 242 y 243, inc. 1º, todos de la ley 24522(24), sino que también se impone ante la ausencia de regulación específica en la Ley de Concursos y Quiebras sobre diversos aspectos que informan el derecho de los privilegios. <bold>IV. 2. Algun