<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>SUMARIO: I. Introducción. II. El Código de Vélez. III. La reforma de la ley Nº 17711. IV. Ley Nacional de Salud Mental N° 26657. V. El art. 152 ter incorporado por la Ley Nacional de Salud Mental N° 26657. VI. Colofón</italic></bold></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> Con la elaboración de este trabajo nos proponemos analizar la evolución del régimen de incapacidad en nuestro Código Civil y sus reformas y cómo ha quedado estructurado dicho plexo normativo con la incorporación del art. 152 ter. El objetivo, en definitiva, es intentar establecer en qué medida varió la legislación atinente a la capacidad, y principalmente cómo repercuten estos cambios en la vida cotidiana tanto de las personas con padecimientos mentales que afecten su desempeño en la vida de relación, como de la sociedad misma. <bold>II. El Código de Vélez</bold> En primer lugar partiremos de recordar que <italic>capacidad </italic>–como atributo de las personas– es la aptitud o el grado de aptitud que tiene una persona para adquirir derechos y contraer obligaciones, y además para ejercer dichos derechos y cumplir con las obligaciones asumidas. Esa definición se desprende fácilmente de la clasificación que efectuara el Codificador al momento de regular la capacidad (e incapacidad) partiendo de su fragmentación en capacidad de derecho (poder adquirir/contraer) y capacidad de hecho (poder ejercer/cumplir). Por su parte, la <italic>incapacidad</italic> es, entonces, la ausencia de estas aptitudes, y en el caso de la última categoría citada en el párrafo anterior –incapacidad de hecho– puede ser a su vez absoluta o relativa es decir que el sujeto no podrá realizar por sí mismo ningún acto jurídico o podrá realizar sólo aquellos que la ley le autorice. En nuestro Código Civil, “el principio básico general es el de capacidad plena de las personas” y “sólo se restringirá por disposición de la ley (art. 53)”(1). Así, cuando Vélez Sársfield legisló sobre la incapacidad de hecho –tomando como fuente el Esboço de Freitas– estableció que ésta podía ser absoluta o relativa; todo ello a los fines de que, fuere cual fuere el grado de incapacidad que afectara a una persona, esa restricción legal siempre tendría por fin último la protección o el velo del declarado tal, y no que esa incapacidad implicara algún tipo de perjuicio o –menos aún– un castigo o sanción para ese sujeto de derecho. Existen distintas interpretaciones acerca de qué requisitos concebía Vélez como necesarios para considerar demente a una persona. Así, para algunos autores, el Codificador sólo exigía que se comprobara la insania (criterio biológico) para que procediera la declaración; para otros, como Salvat, era necesario además que ese estado mental hiciera al sujeto incapaz para administrar sus bienes o para dirigir su conducta general “en sus diversas esferas de relaciones jurídicas”(2), como afirmaba el maestro Orgaz, quien a continuación agregaba que “Este aspecto esencialmente jurídico es de la mayor importancia y es el que da sentido al instituto de la interdicción: para el derecho, en efecto, no puede bastar la sola circunstancia de que el individuo sea un enfermo mental, pues no se trata aquí de la mera comprobación de un estado de ‘insanidad’, sino de uno de ‘incapacidad’ para la vida jurídica. El estado de insanidad no es ni puede ser jurídicamente más que un presupuesto de la interdicción, no el exclusivo fundamento de ella”(3). <bold>III. La reforma de la ley 17711</bold> La ley sancionada en el año 1968 suprimió de la enumeración de los incapaces absolutos del art. 54 a los “ausentes declarados tales en juicio”, dejando así sólo cuatro tipos de <italic>incapaces absolutos de hecho</italic>, esto es: a) las personas por nacer; b) los menores impúberes; c) los dementes y d) los sordomudos que no saben darse a entender por escrito. Las dos primeras incapacidades son consideradas “normales” (basta con la declaración legal del art. 54) mientras que la tercera y cuarta son entendidas como incapacidades “eventuales o anormales” (necesitan además de una declaración judicial). Por otra parte, dicha reforma creó además una nueva restricción a la capacidad sancionando la categoría de “inhabilitados” que regula el art. 152 bis de dicho cuerpo legal, que no podemos dejar de mencionar aun cuando no será objeto de estudio en el presente trabajo. Esta reforma vino a dar por terminadas las discrepancias doctrinales con respecto a la determinación de los requisitos para declarar demente a un sujeto estableciendo que, además de la enfermedad mental (ahora padecimiento mental), debe acreditarse también la “ineptitud para la vida jurídica”(4) de dicha persona. <bold>IV. La Ley Nacional de Salud Mental N° 26657</bold> La nueva ley, que entró en vigencia en el mes de diciembre del año 2010, fue sancionada con el objeto de reglamentar en nuestro país todos aquellos pactos y convenciones internacionales referidos a la “salud mental” a los que ya se encontraba suscripto el Estado Nacional. Entre ellos se encuentran: “Los Principios de Brasilia rectores para el Desarrollo de la Atención en Salud Mental en las Américas (9/11/1990); la “Declaración de Caracas de la Organización Panamericana de la Salud y de la Organización Mundial de la Salud” (14/11/1990) y “Los Principios de las Naciones Unidas para la Protección de los Enfermos Mentales y para el Mejoramiento de la Atención de Salud Mental” (17/12/1991); se considera que dichos estatutos son parte integrante de la propia ley (conforme lo establece esta misma en su art. 2). Analizando brevemente esta legislación, y compartiendo la opinión de la Dra. Mariela Sampedro, diremos que “se trata de una ley de derechos humanos que específicamente legisla sobre la protección de la salud mental, incluso, se ha incorporado a nuestro derecho positivo el llamado ‘soft law’, mediante la integración a esta ley de los Principios de Naciones Unidas para la Protección de los Enfermos Mentales y para el Mejoramiento de la Atención de la Salud Mental”(5). Asimismo, la norma ha integrado a nuestra legislación dos principios: la “autonomía personal” (art. 7) y la “adopción del modelo social de discapacidad”, conforme surgen del art. 12 de la Convención sobre los Derechos de Personas con Discapacidad (aprobada por ley 26378, B.O. 9/6/2008), el primero entendido como que la restricción a la libertad de las personas con discapacidad sea la mínima e indispensable (y en lo posible por un tiempo acotado y revisable); mientras que el segundo procura la plena integración a la sociedad de dichos sujetos. Debemos destacar que <bold>el régimen de incapacidad absoluta del art. 54 del CC no ha sido derogado (al menos expresamente) por la nueva Ley de Salud Mental (Ley N° 26657) </bold>como veremos a continuación. Ello ha llevado a la doctrina a distintas interpretaciones debido a las no pocas contradicciones o criterios opuestos existentes entre estas legislaciones, en razón no sólo de provenir de ordenamientos jurídicos diferentes sino, además, de los diversos contextos históricos, sociales, culturales, etc., en que fueron sancionadas. La ley 26657 parece no distinguir ya los dos aspectos referidos a la denominación demente o persona con padecimientos mentales como lo venía haciendo la doctrina hasta entonces. Estos aspectos, como los mencionamos antes, son: 1) médico–psiquiátrico, en que se sostiene que todas y cada una de las personas físicas poseen alguna clase de padecimiento mental y además en graduaciones diferentes; y 2) jurídico (que es, en definitiva, el verdaderamente problemático en lo que a esta ley respecta), y es aquí en donde la ley avanza –torpemente, a nuestro entender– sobre el campo de la capacidad como atributo de la persona (en tanto demos por sentado que ésta constituye uno de los elementos esenciales de la relación jurídica). <bold>V. El art. 152 ter, CC, incorporado por la LN de Salud Mental N° 26657</bold> Dice el art. 152 ter: “Las declaraciones judiciales de inhabilitación o incapacidad deberán fundarse en un examen de facultativos conformado por evaluaciones interdisciplinarias. No podrán extenderse por más de tres años y deberán especificar las funciones y actos que se limitan, procurando que la afectación de la autonomía personal sea la menor posible”. El articulado objeto de estudio en este trabajo fue agregado por la Ley de Salud Mental N° 26657 por medio de su art. 42. Pero los problemas comienzan desde el momento en que la ley incorpora el art. 152 ter en nuestro Código de fondo sin efectuar modificación alguna en el resto del articulado en la materia, que tenía una visión claramente distinta a la vertida en estos tratados internacionales con respecto a la incapacidad como una herramienta jurídica utilizada en beneficio del declarado tal, entendiendo ahora –al parecer– que resulta una violación o sanción a la persona que sólo debe declararse en casos extremos, casi como una condena penal. Lo más grave –a nuestro entender– parece ser que el legislador, al dictar esta ley, confundió el régimen de internación (médico–psiquiátrico) que alcanzaba en otras épocas a estas personas con padecimientos mentales, con el régimen de incapacidad (jurídico) que regula (pues se encuentra actualmente vigente) nuestro Código Civil; toda vez que, en verdad, dichos tratamientos médicos –mal aplicados– muchas veces resultaban más bien un castigo para el incapaz, lo que no ocurría ni ocurre con el régimen de incapacidad que se aplica a los fines de integrar a ese “sujeto de derecho” subsanando el elemento faltante de la voluntad, que es nada más y nada menos que su discernimiento, otorgando así validez a los actos jurídicos celebrados por éste y consolidando la seguridad jurídica en cada uno de esos actos. Esto último surge expresamente de la letra del art. 58 del CC y su nota, pues dicho artículo comienza diciendo: “Este Código protege a los incapaces, pero sólo para el efecto de suprimir lo impedimentos de su incapacidad,…”, y en la nota el Codificador da los fundamentos para esta afirmación. <bold>La declaración judicial de incapacidad</bold> En el análisis de la letra del artículo 152 ter observamos que éste establece: “Las declaraciones judiciales de inhabilitación o incapacidad deberán fundarse en un examen de facultativos conformado por evaluaciones interdisciplinarias…”. Por lo que debemos inferir que la incapacidad a la que alude el art. 152 ter comprende tanto a los dementes como a los sordomudos que no saben darse a entender por escrito, puesto que estas dos categorías –de incapaces de hecho– también denominadas eventuales o anormales, son las que requieren una declaración judicial. En segundo término cabe determinar qué entiende el legislador al solicitar un “examen de facultativos” que fundamente la declaración de incapacidad. Si bien esta frase es suficientemente conocida para los iniciados, no tiene por qué serlo para el lego; por ello no parece sobreabundante recordar cuál debe ser su interpretación. Así, el Diccionario de la Real Academia Española (21ª ed.) señala que facultativo es: “... 3. Perteneciente o relativo al médico... 7. Persona titulada en medicina y que ejerce como tal". Tradicionalmente, y de modo unánime, el vocablo "facultativos" empleado por el art. 142 del propio Código de Vélez ha sido interpretado como alusivo a los médicos. Asimismo, el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, en su art. 626, impone al juez la designación de tres médicos legistas o psiquiatras a los fines de que emitan un dictamen cuyo contenido prescribe el art. 631 del citado cuerpo normativo. Lo mismo ocurre con el Código Procesal de la Provincia de Córdoba (arts. 832, 834, 837 y 838), en donde se establece la misma designación de tres médicos para que informen sobre el estado actual de las facultades mentales del presunto insano. De este modo, la doctrina estaba conteste en interpretar que siempre se requería el informe pericial de varios (al menos dos) médicos a los fines de una declaración de incapacidad o inhabilitación, sin perjuicio de una pluralidad mayor que pudiera exigir la legislación procesal. Pero con la entrada en vigencia de la nueva ley 26657 el criterio cambió, y ahora dicho examen de facultativos debe estar conformado por “evaluaciones interdisciplinarias”, por lo que no basta ya con un examen de médicos solamente. En este sentido, el Tribunal Superior de Justicia de la Provincia de Córdoba, mediante el dictado de su Acordada Nº 90 – serie "B" de fecha 31/10/2011, dispuso: “…III) Que con motivo de lo dispuesto por el Artículo 152 ter del Código Civil, el magistrado interviniente deberá requerir mediante oficio dirigido al Director del Área de Servicios Judiciales, la designación de los profesionales y sus especialidades, que realizarán las evaluaciones interdisciplinarias, entre los integrantes del Cuerpo Técnico de Asistencia Judicial, según el caso y en el marco normativo citado…” Y seguidamente en el punto V de la misma Acordada agrega: “Se recomienda que entre los profesionales que conformen el equipo interdisciplinario, se seleccione un médico, un psicólogo y otro profesional afin a la salud mental (art. 40 ley 9848), a los fines de cumplimentar la ley de salud mental, para el caso de que corresponda diagnosticar la internación del paciente (cfr. art. 837 inc.5 del CPCC y arts. 40 y 48 inc.b) de la ley 9848)”. Siguiendo lo establecido en la Ley Nacional de Salud Mental, al regular el modo en que deberá darse el tratamiento del paciente, el art. 8 de dicha norma dice: “Debe promoverse que la atención en salud mental esté a cargo de un equipo interdisciplinario integrado por profesionales, técnicos y otros trabajadores capacitados con la debida acreditación de la autoridad competente. Se incluyen las áreas de psicología, psiquiatría, trabajo social, enfermería, terapia ocupacional y otras disciplinas o campos pertinentes”. Aquí la ley es clara en cuanto a lo que hace al tratamiento médico, es decir a la atención de la salud mental (y no así en cuanto al aspecto jurídico de la declaración de incapacidad), pues específicamente expresa que los equipos interdisciplinarios deben estar integrados por distintos profesionales y técnicos de la salud, dejando abierta además la conformación de dicho equipo interdisciplinario a “otras disciplinas o campos pertinentes” según lo requiera cada caso en particular. Pero en lo que respecta al régimen estrictamente jurídico de la declaración de incapacidad, la redacción del artículo 152 ter –en lo que a la interdisciplinariedad se refiere– no ha logrado más que generar interrogantes tanto en la doctrina como en la jurisprudencia, en cuanto no queda claro si “el cabal cumplimiento de la interdisciplinariedad establecida por la ley 26657 impone al magistrado el deber de completar el dictamen de los médicos psiquiatras con la evaluación de otros facultativos sobre los otros aspectos contemplados en las regulaciones procesales –insistimos, dentro del marco de competencia de cada uno– o, por el contrario, si ésta es una mera facultad cuya omisión no traería aparejada consecuencia alguna”(6), aunque esta duda se encontraría saldada, a nivel provincial, a partir de la Acordada N° 90 dictada por el Máximo Tribunal local. A nuestro entender, la composición del equipo interdisciplinario a los fines de declarar la incapacidad dependerá de cada caso en particular, pues habrá algunos en los cuales para declararla bastará con el dictamen médico psiquiátrico, en tanto en otros será necesario el aporte de otras disciplinas o ramas de la salud –o de otros campos– quedando a criterio del juez el requerimiento de esos exámenes. <bold> Plazo de vigencia de la sentencia</bold> La norma en análisis refiere asimismo a que las mencionadas declaraciones de incapacidad “No podrán extenderse por más de tres años…”. Es decir que la sentencia que declare dicha incapacidad o inhabilitación deberá ser revisada por el juez en períodos de tres años, lo que nos llevaría a sostener que se trata de una especie de “sentencia especificativa o determinativa” dentro del género de las denominadas “constitutivas”(7). La sentencia dictada en estos procesos tiene entonces, en principio –dado su carácter provisional–, un efecto más parecido a las cautelares reguladas –hasta ahora– en los Códigos procesales, que al que es propio de la naturaleza jurídica de las decisiones de fondo recaídas en un proceso judicial; por lo que nos encontraríamos ante una modalidad de “sentencias de declaración”(8) con vigencia temporal establecida legalmente o, dicho de otro modo –y si se nos permite la expresión–, con “fecha de vencimiento”, cualidad ésta, si no inédita, bastante desacostumbrada. Asimismo, y a pesar de su posibilidad de clasificación, el establecimiento de un plazo de duración de la declaración no hace más que agregar nuevos interrogantes con respecto a la aplicación práctica de dicho artículo, pues no queda claro si “esta revisión trianual (sic en el original) de la sentencia importará la sustanciación de un nuevo proceso o no; y si la interdicción de aquellos juicios sentenciados hace más de tres años caducarán en forma automática con la entrada en vigor de la nueva ley o si lo harán dentro de los próximos tres años”(9), o bien, como con acierto se pregunta Luis Daniel Crovi, si será siempre necesaria la revisión cada tres años. ¿No habrá cuadros irreversibles que no requieran un mero trámite burocrático para terminar confirmando la incapacidad? ¿Será posible que los tribunales cumplan con esta manda de oficio? ¿Se requiere el proceso previsto en el artículo 150 del Código Civil u otro distinto?(10). Otro problema, como señala Isabel L. Alem, es que “…La legislación vigente prescribe que los certificados de discapacidad se dan por el término de 5 a 10 años, extendido por el servicio nacional de rehabilitación y promoción de las personas con discapacidad acredita (sic) plenamente la discapacidad en todo el territorio nacional en todos los supuestos en que sea necesario invocarla. El término de tres años impuesto por la nueva norma es muy exiguo, y estaría en colisión con el piso de la ley nacional que va a traer aparejada no pocos inconvenientes a los profesionales de la salud que son quienes los expiden…”(11). Todos estos cuestionamientos no encuentran respuesta alguna ni en la Ley de Salud Mental ni en sus disposiciones complementarias, dejando así nuevamente un vacío legal que no hace más que dificultar la verdadera interpretación y aplicación de dicha ley en lo que respecta a las modificaciones que introduce con relación a la declaración de incapacidad por enfermedad mental. Creemos que la declaración de incapacidad no debería haber tenido un plazo de vigencia bastando con acudir al proceso de reversión prescripto por el art. 150, CC; pero en todo caso y tal como está regulada en la actualidad, entendemos que lo más conveniente es que, sin perjuicio de la revisión de dicha declaración cada tres años, se deberá entender que la sentencia continúa vigente hasta tanto no se dicte una nueva resolución que modifique la anterior declaración de incapacidad subsistiendo así todos los efectos que ella producía, ya que si la declaración de incapacidad es la excepción y sólo se efectúa a los fines de proteger al incapaz (sólo una vez probadas diversas situaciones y condiciones de dicho sujeto), debemos presumir que ese estado mental continúa hasta tanto no se dicte una nueva resolución –basada en un nuevo examen– que declare lo contrario, todo ello en homenaje a la seguridad jurídica. <bold>¿Derogación tácita de la incapacidad absoluta?</bold> Con respecto al grado de incapacidad que podría declarar el juez, la letra del art. 152 ter pareciera dar por terminada la posibilidad de una declaración de incapacidad absoluta al establecer que dicha declaración “deberá especificar las funciones y actos que se limitan, procurando que la afectación de la autonomía personal sea la menor posible”; pero esto tampoco queda del todo claro, ya que no se ha derogado el art. 54, CC, que enumera los cuatro casos de incapacidad absoluta, como ya mencionamos con anterioridad. Dicho en otras palabras, si en el anterior sistema quedaba claro que una declaración judicial de incapacidad implicaba la “incapacidad absoluta” del sujeto, que traía aparejada la incapacidad para celebrar por sí solo actos jurídicos como regla –requiriendo para ello de un representante necesario– y la capacidad como excepción, no ocurre lo propio en el nuevo sistema en el que, de conformidad con el párrafo que se viene analizando, la norma establecería los términos inversos, esto es, la capacidad como regla y la incapacidad como excepción expresamente prevista por la decisión judicial que la dispone. Todas estas contradicciones e incoherencias han llevado a que la doctrina se encuentre hoy dividida en este aspecto, y sobre esta división se podrían identificar dos grupos que sostienen que: 1) la incapacidad absoluta se encuentra tácitamente derogada y sólo se limitará la capacidad en los aspectos que el juez determine específicamente en la sentencia; o 2) que el juez podrá “…dictar una sentencia de incapacidad en los términos del art. 54, inc. 3, que supone una incapacidad absoluta, o podrá dictarla en los términos del 152 bis, que sólo limita con distinto alcance, actos patrimoniales, o podrá fallar en los términos del 152 ter pudiendo limitar individualmente los actos que efectivamente no alcance a comprender”(12). A nuestro entender, es correcta la interpretación que hace el segundo grupo, pues encontrándose vigente el art. 54, el juez halla un sustento legal más que suficiente para declarar la incapacidad absoluta en los casos que así lo requieran, puesto que hay personas que no poseen capacidad alguna para conducir su persona y la mejor forma de proteger su autonomía personal, sus bienes y sus derechos en general es por medio de este instituto de la incapacidad absoluta. Parece ilógico exigirles a los jueces que, aun en aquellos casos en que es ostensible la incapacidad de obrar absoluta del individuo, deban imaginarse o augurar todos los actos posibles que pueda realizar una persona al momento de declarar su incapacidad para que, de esa infinidad de posibilidades, deban además decidir y enumerar cuáles no podrá realizar de manera autónoma y cuáles sí según cada caso en particular. Y, peor aún, es que deberán hacer esto cada tres años –según lo establecido por la propia la ley– sin importar si hubo o no mejorías o cambios que presuman necesaria dicha nueva declaración. Asimismo, surge otro interrogante con respecto al discernimiento como elemento interno de la voluntad, debido a que este elemento, según el art. 921 del CC (que adoptó el sistema rígido), no podría presentarse en forma parcial o gradual, es decir que o bien hay discernimiento o el acto resultó absolutamente involuntario y por ello pasible de una declaración de nulidad. Así, en nuestro código, la declaración de demencia implica considerar la ausencia de discernimiento del declarado tal, por lo cual sus actos –sin distinción alguna– se reputan involuntarios. Esta es otra contradicción que el legislador no tuvo en cuenta al momento de incorporar a nuestro código el art. 152 ter, ya que este artículo, a todas luces, tiene su origen (con respecto al discernimiento) en un sistema “flexible”. <bold>Efectos de la sentencia</bold> Con respecto a los efectos que produciría una sentencia de estas características, de la lectura del art. 473, CC, surge otro interrogante que es si los actos no enumerados por el juez en la sentencia que declara la incapacidad pueden ser equiparados a los actos celebrados antes de la declaración de incapacidad, y, en el caso de una respuesta afirmativa, si por ello podrían dichos actos ser anulados en los términos de ese artículo. Siguiendo la misma línea de pensamiento, y en la de quienes interpretan que al vencimiento de la sentencia cesa de pleno derecho el estado de incapacidad (que no es nuestro caso), nos preguntamos si, vencido el plazo de tres años sin que se renueve la declaración y celebrados nuevos actos por el mismo sujeto, ¿serán válidos o serán anulables, también en los términos del art. 473, CC? Y llegado el caso, ¿en qué situación quedará el tercero de buena fe que celebró un acto jurídico durante ese período, es decir entre la fecha de vencimiento de los tres años desde la declaración y hasta que se produzca la nueva declaración o confirmación de incapacidad? Sin perjuicio de las opiniones vertidas por la doctrina con respecto a estos interrogantes, ratificamos lo que manifestáramos supra y sostenemos que –en principio– la sentencia continúa vigente hasta tanto no se dicte una nueva resolución que modifique la anterior declaración de incapacidad, subsistiendo así todos sus efectos. Otro aspecto que nos preocupa es quién se hace cargo de los costos de este tipo de procesos que ahora debe celebrarse cada tres años. Pues en el caso de ser costeados por los particulares, ello llevará a un encarecimiento de la vida del incapaz o, peor aún, sólo los ricos podrán ejercer este derecho tal como la ley lo establece, ya que no muchos colegas tomarían casos de esta índole (prácticamente vitalicios) de manera gratuita. <bold>VI. Colofón </bold> A lo largo de este trabajo hemos intentado transitar por los distintos momentos que ha tenido la regulación legal de la incapacidad de las personas con padecimientos mentales (dementes) en nuestro ordenamiento jurídico, observando así una evolución de esta figura que tuvo como último eslabón la sanción de la ley 26657, sin perjuicio de que sabemos que este sistema se encuentra en constante actualización tal como surge de la nueva regulación que el instituto tiene en el proyecto de reforma del Código Civil. De ese análisis contemplamos las dificultades que trajo aparejada la inserción en nuestro Código Civil –que adoptó un sistema rígido tanto para la declaración de incapacidad como para el discernimiento como elemento interno de la voluntad– de un nuevo sistema flexible para tales institutos sin derogar las normas que contemplaban al anterior sistema, lo que ha llevado a que existan en nuestro Código no pocas contradicciones entre el articulado original y los agregados por esta nueva legislación. Adentrándonos en el análisis de la nueva legislación de la salud mental, en primer lugar debemos remarcar que, a nuestro entender, parece ser que tanto el “nuevo” legislador como gran parte de la propia doctrina confunden actualmente la definición médica de “enfermo mental” con la jurídica de “demente”, olvidando así que “las categorías jurídicas no presuponen identidad con las categorías y conceptos de otras ciencias, sino que se inspiran más bien en los conceptos vulgares” (Rotondi, Istituzioni di Diritto Privato, pág. 412)(13). Es que la categoría de demente no es más que una invención jurídica a los fines de reconocer que existen personas físicas que pueden carecer de discernimiento y con ello pueden verse privadas de la voluntad necesaria a la hora de celebrar actos jurídicos válidos o afectados por la adjudicación de responsabilidades patrimoniales, lo que constituye así un instituto que sólo debe procurar su protección en el ámbito de tales relaciones jurídicas y resulta por tanto ajeno al “ejercicio” de la medicina. Y si bien esta confusión había sido subsanada por la ley 17711 –que, como dijimos, establecía que para declarar a una persona incapaz de hecho (o demente en el sentido jurídico) no bastaba con una enfermedad o padecimiento biológico sino que a ello debía agregarse la ineptitud para administrar algunos o todos los aspectos de su vida de relación–, esta discusión vuelve a surgir con la sanción de la ley 26657. Así, el loable objetivo médico–social de la Ley de Salud Mental de regular y mejorar los tratamientos médico–psiquiátricos y los recintos en donde ellos deben efectuarse se extralimita mediante una innecesaria alteración de un sistema jurídico que sólo perseguía proteger al declarado incapaz frente a su imposibilidad, por falta de discernimiento, para ejercer sus derechos de manera correcta o de tal forma que no se viera perjudicado debido a tal carencia. Repetiremos hasta el cansancio que el instituto de la incapacidad se crea con el objeto de proteger al declarado tal, y no como un castigo. Pero además tiene por función garantizar la real producción de los efectos jurídicos de los actos celebrados por dichos sujetos de derecho, sumando así otro medio de protección cual es el de la representación necesaria. La falta de metodología legislativa al momento de incorporar a nuestro Código Civil el artículo 152 ter ha hecho que éste se encuentre en constante contradicción con muchos de sus pares, lo cual trae aparejadas gran cantidad de dudas sobre su aplicabilidad y hasta, si se quiere, de su constitucionalidad. No menos criticable es la inédita incorporación del plazo de duración de tres (3) años que se le ha impuesto a este tipo de sentencias y que deberán ser revisadas al cumplirse ese período de vigencia de dicha resolución que declara la incapacidad, como ya lo manifestamos con anterioridad en el capítulo respectivo, al que remitimos por razones de brevedad. Finalmente sostenemos que si el nuevo instituto de la “capacidad limitada” debe interpretarse en el sentido de que desplaza o da por terminado con el de la “incapacidad absoluta”, esto no hará más que constituir lisa y llanamente un perjuicio para todas aquellas personas que tengan algún tipo de padecimiento mental, pues nadie se atrevería a celebrar acto jurídico alguno con aquellos que aparenten alguna clase de estas incapacidades, por la incertidumbre de que dicho acto pueda carecer de validez sin saberlo a ciencia cierta, lo que en definitiva llevaría a una discriminación jurídica absoluta de estas personas; o, peor aún, que se reputen en principio válidos todos aquellos actos celebrados por el incapaz –aun cuando fueren celebrados sin discernimiento– por el solo hecho de no estar enumerados en su declaración de incapacidad, lo que produciría un sinnúmero de posibles abusos y aprovechamientos que no harán más que perjudicar a quienes se intentaba proteger y multiplicaría la litigiosidad referida a esta materia. Así, ocurrirá en el aspecto jurídico de la regulación de la demencia (en sentido jurídico) lo mismo que ocurre con lo legislado acerca de la práctica médico–psiquiátrica que, lejos de resultar beneficiosa para las personas con padecimientos mentales, derivó en su detrimento, como es el caso del cierre de los hospitales psiquiátricos que los albergaban, pues, al no crearse una solución mejor o un lugar de residencia más eficiente, se dejó a los exinternados librados a su suerte. Y ahora, en lugar de tener un lugar de residencia o rehabilitación, los vemos vagar por las calles de nuestras ciudades en condiciones infrahumanas y hasta, en algunos casos, morir ante inclemencias del tiempo por no tener un lugar de resguardo. Todo por cuanto, simplemente, por el solo hecho de que el legislador, al momento de dictar esta ley, consideró que con la regulación legal anterior se violaba su libertad –entendida sólo como un derecho humano de poder deambular indefinidamente– al hacerlos permanecer allí mientras subsistiera su condición y no hubiera otro mejor lugar para su residencia y tratamiento. Pero no se percató ese legislador de que también forma parte de los derechos humanos la posibilidad de tener un techo, alimentación, vestimenta, higiene, entre otros cuidados; pues no hay mayor esclavitud que la indigencia, y si a ello sumamos la incapacidad mental para dirigir nuestros actos, borramos todo signo de humanidad de los sujetos a los que supuestamente queríamos beneficiar o proteger. En conclusión, este trabajo ha pretendido simplemente despertar la curiosidad de aquellos que indagan en estos artículos, ya sea por mero interés intelectual o laboral o porque se ven regulados por ellos, sin ahondar profundamente en su contenido –pues ésa ha sido la intención– y dando un panorama general de los temas abordados. Todo lo cual ha quedado plasmado, por ejemplo, en los distintos interrogantes que se dejan planteados en la transcripción de los diferentes capítulos, que esperamos encuentren prontas y enriquecedoras respuestas tanto en avezada doctrina como en la jurisprudencia, atento a que las lagunas que el legislador nos dejó al momento de redactar esta ley deberán ser subsanadas no sólo por los juristas sino principalmente por nuestros magistrados, quienes serán, en definitiva, los encargados de aplicarla seg