<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>1. Antecedentes históricos</bold> Históricamente el juicio ejecutivo aparece como una reacción ante la lentitud del proceso ordinario. Encuentra su fundamento en la idea de que toda obligación que conste con certeza debe encontrar inmediato cumplimiento, sin tener que pasar por la prolongada vía judicial ordinaria. Ello luego de la larga evolución que ha tenido todo el derecho, en el sentido de suavizar la situación del deudor al sustituir la ejecución en la persona por la ejecución en los bienes de la persona. Cuando las obligaciones surgieron de relaciones jurídicas que por su contenido o por su especial constatación reflejaban un decidido propósito de los contratantes de evitar dilaciones en su cumplimiento, las dotaron de mayores garantías y rigidez, en pro de una necesaria rapidez en su cobro. De esta manera, el juez justificaba la eficacia ejecutiva inmediata <italic>(executio parata)</italic> atribuida a los instrumentos autorizados por el notario <italic>(iudex chartularius)</italic>. Así, el proceso de ejecución parte siempre de un título o de una sentencia que goza de una presunción de autenticidad y en que se pretende directamente su ejecución. Como bien se ha señalado, tiene su origen en la mixtura del <italic>“processus executivus”</italic> del Derecho Romano, que privilegiaba la coacción al servicio del acreedor, y el Derecho Germano, que repudiaba la violencia en la defensa de los derechos privados <header level="4">(1)</header>. 1.1. Derecho Romano Nos dice Podetti<header level="4">(2)</header> citando a Liebaman que “el Derecho Romano no conocía un juicio ejecutivo ni el procedimiento ejecutorio, como complemento de una sentencia. Si el deudor condenado no pagaba, vencido el plazo correspondiente <italic>(tempus iudicati)</italic> el acreedor procedía llevando al deudor nuevamente ante el juez <italic>(manus iniectio)</italic>. El deudor podía presentar un vindex, con el cual se discutía la legitimidad de la <italic>manus iniectio</italic>. De lo contrario, la legis actio se completaba con la <italic>addictio</italic> o autorización y reconocimiento de la <italic>manus iniectio</italic> y entonces el acreedor se hacía cargo de la persona del deudor para pagarse el crédito”. Sin que nuestra intención sea contradecir al maestro Podetti, entendemos que el derecho romano contenía normas de regulación del proceso ejecutivo. Efectivamente, en el tiempo de las XII Tablas, el procedimiento ejecutivo se regulaba por unos cuantos artículos de aquella antiquísima ley y era únicamente de tipo personal, salvo los casos de <italic>pignoris capio</italic>. El demandado condenado o satisfacía voluntariamente al actor y en este caso no había lugar a medios procesales coactivos, o no cumplía en cambio con su obligación, y entonces el actor, transcurrido cierto plazo, que según una de las disposiciones de las XII Tablas era de treinta días, podía ejecutar mediante la <italic>manus iniectio</italic> la sentencia que le había sido favorable<header level="4">(3)</header>. Por eso se dirige contra la persona, no contra los bienes del condenado, pudiendo retenerlo durante un tiempo de sesenta días. Ello con la finalidad de reducir la pertinacia del condenado que, teniendo medios para satisfacer a su acreedor, se niega a hacerlo. El procedimiento es muy interesante, ya que en ese lapso se lleva al condenado durante tres días al mercado, en presencia del pretor y se proclama allí su deuda para ver si alguien ofrece saldarla; si nadie lo hace, transcurrido el plazo de sesenta días antes referido, el acreedor pasa a ser directamente patrono del deudor y puede venderlo o hacerlo esclavo. E incluso, algunos hacen referencia al derecho del acreedor de matar al deudor contumaz, y , en el caso de varios acreedores, éstos tenían derecho a dividirse su cuerpo<header level="4">(4)</header>. El procedimiento ejecutivo en el Derecho Romano antiguo tiene, sobre todo, carácter penal y va dirigido contra el deudor en concepto de pena. Una <italic>Lex Poetelia</italic> (probablemente del año 441 <italic>ab urbe condita)</italic> modificó notablemente el antiguo procedimiento ejecutivo, iniciando aquel lento movimiento de transformación en virtud del cual el procedimiento contra la persona del deudor fue convirtiéndose poco a poco en procedimiento tendiente, principalmente, a satisfacer al acreedor mediante los propios bienes del deudor. Esta nueva ley quitó efectivamente al antiguo procedimiento ejecutivo todas aquellas atrocidades; abolió la pena capital contra el deudor insolvente, así como los medios más vejatorios, cadenas y grillos con los que el acreedor tenía derecho a sujetar a su deudor. La ejecución patrimonial, en realidad, comenzó para los créditos del Estado, en que el cuestor era puesto en posesión de los bienes del deudor y se ocupaba de su venta <italic>(sectio bonorum)</italic>, para retirar luego del precio la suma debida al erario. Esto no era nuevo, ya que en el derecho público estaba admitido desde hacía mucho tiempo que los magistrados pudieran llegar a una <italic>pignoris capio</italic> sobre los bienes de quien no pagara sus deudas al Estado, y en especial las deudas por multas penales. Esta pignoris capio consistía en la aprehensión, en virtud del imperium, de objetos del patrimonio del deudor y en caso de que éste no los rescatara pagando lo que debía, se procedía también a la venta de los objetos pignorados. En el ámbito privado, el procedimiento dirigido contra el patrimonio del deudor se divide en dos períodos diversos: en un primer período se pone a los acreedores en posesión del patrimonio; en un segundo período se llega a la venta de ese patrimonio como universalidad, y mediante el precio logrado por la venta se termina por obtener la satisfacción de los créditos. Tenemos siempre en este procedimiento un rasgo característico en cuanto no hay ejecución aislada de cada uno de los acreedores contra el deudor para la satisfacción del propio crédito, sino que, por el contrario, concurren siempre todos los acreedores sobre todo el patrimonio del deudor, similar al actual procedimiento de la quiebra en nuestro derecho concursal. El acreedor se presenta ante el magistrado y le pide que se le ponga en posesión de los bienes del deudor (postulatio); el pretor concede la missio in possessionem sin previas averiguaciones, pero la garantía está en que el pretor la concede de conformidad con el edicto; por tanto, de acuerdo con las reglas generales sancionadas por él y siendo ésta una condición de la validez de todos los actos que habrá de ejecutar el acreedor, es una fuerte garantía para el deudor, que podrá anularlo todo, si demuestra que ha faltado aquella conformidad. Hay que esperar un plazo de gracia en el que el deudor puede dar satisfacción a los créditos y recuperar su patrimonio. Vencido dicho plazo, se puede proceder a la <italic>bonorum venditio</italic><header level="4">(5)</header>. <bold>1.2. Derecho Francés</bold> Durante toda la Edad Media, en el derecho europeo en general (germánico, francés, italiano) el acreedor usaba la fuerza para apoderarse de los bienes del deudor y así cobrar su crédito; sólo intervenía un magistrado cuando el deudor consideraba que nada debía, de modo que acudía al magistrado a fin de que se le restituyeran sus bienes. Esto nos muestra una clara diferencia con el Derecho Romano, donde en su evolución se había prohibido la actuación privada del acreedor, sin la intervención previa del magistrado. Es que en la Edad Media hay mayor influencia del derecho germánico, en que la defensa privada tenía un amplio ejercicio. Luego, con el dominio de la Iglesia Católica, el Derecho Romano vuelve a adquirir peso, ya que la Iglesia repudia la violencia contra la persona del deudor, y resurge la idea de que el proceso ante el magistrado debe preceder a la ejecución de los bienes. Así llega al Derecho Francés, en que a las <italic>“lettres obligatoires”</italic>, esto es, aquellos documentos en los que el deudor reconocía expresamente una obligación a favor del acreedor autenticando su firma ante un notario, se les atribuía fuerza ejecutiva. En este caso, se elimina toda intervención del juez en la ejecución (influencia del derecho germánico). Se ha destacado que “la autonomía de la ejecución es tan amplia, en la historia procesal francesa, que no tiene vínculo alguno con el proceso judicial de conocimiento, salvo el derecho del deudor de deducir oposición ante el juez”(6). Es decir, la evolución en el Derecho Francés ha sido diversa de la del Derecho Romano, ya que adopta el sistema de ejecución pura, en el ámbito privado, y casi sin intervención del juez o con una intervención subsidiaria, en el caso de que así lo requiera el deudor ejecutado. Era la regulación contenida en el Código de Napoleón. <bold>1.3. El procedimiento ejecutivo en España</bold> El juicio ejecutivo, como fundamento de una ejecución sin previo conocimiento del órgano jurisdiccional, irrumpe en el derecho español como secuela necesaria del incremento del tráfico comercial, que comienza a desenvolverse a un ritmo intenso en los municipios medievales y adquiere pleno desarrollo en la alborada de la Edad Moderna. La primera manifestación del juicio ejecutivo sumario con base en un título legal de ejecución se halla en una ley de Enrique III, del 20 de mayo de 1396, que fue dictada a petición de los cónsules genoveses y comerciantes establecidos en Sevilla, en la que se menciona la práctica establecida en esa ciudad de prestar el deudor confesión de deuda ante los alcaldes, haciéndola constar en cartas y recaudos para que después pudieran disponer la ejecución con base en tales documentos <header level="4">(7)</header>. Sin embargo, Fairén Guillén señala un antecedente más remoto, cual es la Ley XVI del Ordenamiento sevillano de 1360 que, para el ilustre procesalista, demuestra un estado de cosas más adelantado que el del año 1396 <header level="4">(8)</header>. Sin intentar extendernos demasiado en digresiones sobre los antecedentes más antiguos del procedimiento ejecutivo en España, corresponde señalar que Caravantes<header level="4">(9)</header> hace remontar el antecedente al Fuero Juzgo, invocando la Ley 23, título 1º del Libro Segundo. Sin embargo, entendemos modestamente que el antecedente más antiguo documentado se encuentra en el Fuero Viejo de Castilla, cuya forma actual data de la época de Pedro I, del año 1356, en donde se estatuye por primera vez el procedimiento ejecutivo para cobrar deudas manifestadas ante el juez<header level="4">(10)</header>. Siguiendo con la evolución del proceso ejecutivo, los Reyes Católicos reúnen todas las disposiciones dispersas en el título XXVIII, Libro II de la Novísima Recopilación, según la cual sólo procedía la ejecución en caso de deudas confesadas y por mandamiento del juez, quien no debía otorgarle sin que el acreedor jurase la cantidad exacta de la deuda, debiendo comenzarse con el embargo de los bienes muebles; a falta de éstos, los inmuebles, y sólo en último caso, debía el deudor prestar fianza. Llegamos así a nuestro antecedente inmediato del Código de Procedimiento Civil y Comercial de Córdoba, Ley 1419, que es la Ley de Enjuiciamiento Civil Española de 1855, la que dedicó un título (XX) a tratar “De las ejecuciones”. Algunos autores señalan que el título dado ,“De las ejecuciones”, se debe a que recibió más la influencia del derecho germánico, negándole al ejecutivo el carácter de “juicio”, para regular un proceso de pura ejecución<header level="4">(11)</header>. <bold>2. Caracteres generales del Juicio Ejecutivo</bold> <bold>2.1. Naturaleza jurídica del Juicio Ejecutivo</bold> La necesidad del juicio ejecutivo es palmaria en el Estado moderno, que precisa imperiosamente del crédito como motor impulsor de la economía. Sin una herramienta procesal ágil y rápida que permita al acreedor recuperar lo prestado, no existiría el crédito, y un país sin crédito está condenado al estancamiento de su aparato productivo. También en el aspecto individual, el momento culminante de la manifestación de la necesitas del vínculo obligacional es aquel en que el acreedor, a falta de cumplimiento voluntario de su deudor, recurre ante el órgano jurisdiccional. Desde un punto de vista abstracto, es indiferente que el incumplimiento obedezca a la voluntad del obligado o a su falta de medios económicos; pero desde el punto de vista práctico, tiene mucha importancia la diferencia entre el deudor que no quiere pagar y el deudor insolvente. Porque, en el segundo caso, aunque el crédito esté documentado, su satisfacción por medio del juicio ejecutivo es imposible; en cambio resulta la vía idónea para que el acreedor recupere su acreencia en contra del deudor contumaz. Ello así, porque la presunción de autenticidad de que gozan determinados títulos de donde la deuda resulte, hace improcedente la discusión de los motivos de la mora, de la naturaleza de la pretensión o de la causa de la obligación. De allí que el juicio ejecutivo habrá de ir directamente a la efectividad de la deuda aparente, sin permitir contradicciones u oposiciones que no hagan referente al propio título, dejando para el juicio declarativo posterior cualquier referencia al origen de la obligación. El juicio ejecutivo –a diferencia del proceso de conocimiento, que tiene como base una pretensión inicialmente incierta– parte de un título que goza de una presunción legal de autenticidad o de una resolución judicial firme, y lo que se busca es hacer efectivo el crédito que viene ya establecido o determinado en el documento o resolución que sirve de base a la pretensión ejecutiva. “El juicio ejecutivo, a diferencia del juicio ordinario, no tiene por objeto la declaración de derechos dudosos o controvertidos que deban ser determinados o declarados por el juez, no es la controversia o discusión de un negocio o causa, sino que es simplemente un procedimiento establecido con el propósito de que pueda hacerse efectivo el cobro de un crédito que viene ya establecido en el documento que sirve de base a la ejecución, crédito que no hay necesidad de que sea reconocido o declarado por el juez, porque se supone cierta la existencia del derecho a que se refiere el documento o título”(12). En nuestro ordenamiento adjetivo local podemos decir que si bien en su origen se habría regulado como un procedimiento puro de ejecución, con las reformas introducidas a su trámite por la ley 8465 ya no es posible catalogar a nuestro juicio ejecutivo en ninguno de los clásicos moldes procesales que se reconocen en el derecho comparado, pues si bien no ha sido dividido en dos etapas, una de conocimiento y otra de ejecución, sino que contiene una única etapa de ejecución – en la que se cita al deudor de remate para que oponga excepciones y, luego de dictada la sentencia, se manda a ejecutar sin más trámite que la formulación de la planilla de liquidación–, al tener un trámite tan amplio, con contestación de excepciones, apertura a prueba y alegatos, tenemos forzosamente que considerarlo como un proceso atípico, híbrido, paradójicamente con más predominio de lo cognoscitivo que de la ejecución propiamente dicha. Si bien corresponde reconocer que el legislador no ha desconocido ni la necesidad ni los típicos caracteres del proceso de ejecución, creemos que lo ha deformado al darle un trámite tan extenso, con cuatro etapas claramente diferenciadas, que si las comparamos con el juicio abreviado (proceso de conocimiento pleno), resulta mucho más complicado y extenso, cuando debería ser al revés. Maguer lo señalado en la primera parte del párrafo anterior, debemos referirnos a algunas inconsecuencias o contradicciones entre el nombre del instituto “juicio ejecutivo” y su trámite tan extenso. Porque faltan casi todos los requisitos de sumariedad, de ausencia de cognición, que son típicos caracteres del juicio ejecutivo, al garantizar el legislador, de una manera excesiva, el derecho de defensa en juicio del demandado (generalmente deudor), a quien sólo debió citarse de comparendo y remate. Hay una verdadera inadecuación de muchas normas procesales de las contenidas en el Título II del Libro Segundo de nuestra ley de rito y una atenuación perjudicial de la energía que tendría que tener esta clase de procesos, al admitir en su trámite motivos de oposición, de dilación, de defensas o excepciones, en el más amplio sentido, que hacen prácticamente que, por injerto de principios cognitorios, quede nuestro juicio ejecutivo reducido sólo al nombre. La inconsecuencia se aprecia si lo cotejamos con el trámite del juicio abreviado, en donde la rebeldía es automática, todos los plazos son fatales, no hay etapa de alegatos y el instituto de la inapelabilidad de las interlocutorias es más restrictivo. El trámite del juicio ejecutivo tiene que ser, a nuestro modesto entender, más ágil y sumario que el del juicio abreviado, difiriendo la posibilidad de la cognición al juicio declarativo posterior que por la cuantía corresponda. Habíamos señalado ya que la necesidad del juicio ejecutivo es palmaria en un Estado moderno, que precisa imperiosamente del crédito como motor impulsor de la economía. Y, en nuestro país, el crédito es “muy caro” –si se me permite esa expresión– porque el acreedor incluye entre sus costos, a los fines del otorgamiento del crédito, la demora en tramitar su recupero en sede jurisdiccional. Resulta preciso que se realice el crédito documentado en el título base de la ejecución, en el menor tiempo posible, puesto que su conformidad con el interés público está ya garantizada por el propio título que goza de una presunción de autenticidad otorgada por la ley. El juicio ejecutivo se inspira desde sus orígenes en el principio de la sumariedad, en la idea de la celeridad (o, mejor dicho, “tempestividad” como gusta indicar el maestro Mariano Arbonés), en la limitación de las excepciones, en la prohibición de la discusión causal, en la fatalidad de los plazos, en suma, en un procedimiento breve y enérgico basado en la característica del título que sirve de fundamento a su incoación. Por ello lamentamos que el legislador de la LP 8465 no se animara a regularlo con toda su pureza, pensando más en el deudor que en el acreedor, y olvidándose que quien ha firmado un título de ejecución conoce, sin duda, el tipo de obligación que ha contraído. Reiteramos, la inconsecuencia es palmaria en cuanto se lo coteja con el trámite del juicio abreviado, en el que todos los plazos son fatales, la rebeldía es automática y no hay alegatos. Etapa esta última de neto carácter cognitorio, que exige a gritos su exclusión del proceso ejecutivo. Por otra parte, este tipo de proceso ejecutivo, como el regulado en nuestro ordenamiento adjetivo local, no sólo afecta al acreedor y a la economía en general, sino que también afecta al Poder Judicial en particular, agravando ante la sociedad la idea de que la Justicia siempre es lenta, lo que provoca un efecto negativo en la moral pública. Un párrafo aparte merecerá oportunamente el análisis del procedimiento de subasta, que tiene la misma regulación en el juicio ejecutivo como en los declarativos. En función de lo expuesto arriba, podemos afirmar que nuestro juicio ejecutivo no se ubica dentro de los moldes clásicos del denominado proceso de ejecución puro, por lo que lo tipificaremos como un proceso de ejecución híbrido o impropio, porque está regulado como un proceso sumario de conocimiento y no como un proceso sumario de ejecución. <bold>2.2. Caracteres generales del procedimiento ejecutivo</bold> Independientemente del problema –arriba tratado– de la naturaleza jurídica, aunque íntimamente relacionado con él, para mejor comprender el estudio ulterior que habremos de hacer de nuestro juicio ejecutivo conviene anotar previamente sus principales caracteres. <bold>a) El título como documento habilitante de la instancia </bold> En el procedimiento de ejecución, las pretensiones del actor han de fundarse en un título que, por su sola apariencia, dispense de entrar en la fase discusión y se presente como auténtico –al menos por el momento– el derecho a obtener la tutela jurisdiccional. En efecto, por contraposición al procedimiento declarativo, en el que cualquiera que sea la documental que con la demanda se acompañe –o aun no acompañándola–, como cualquiera que sea la acción que se ejercite, sólo precede al decreto de trámite un análisis sobre la admisibilidad formal de la demanda; en cambio, en el procedimiento ejecutivo, no se proveerá a la apertura de la instancia si la demanda no viene acompañada, como soporte justificativo y básico, de un documento (título) por cuya presentación y de su examen el juzgador discrimina si procede despachar la ejecución o no procede. <bold>b) La finalidad exclusiva es la realización del crédito </bold> La finalidad exclusiva del procedimiento ejecutivo es la de actuar un derecho ya reconocido por la ley, en el título que sirve de base a la ejecución, y, por tanto, el propósito es reparar una violación de determinadas obligaciones, por lo que no hay “contestación de demanda” sino que sólo se cita de remate al deudor contumaz bajo apercibimiento de mandar llevar adelante la ejecución. Vemos esta característica íntimamente ligada a la anterior, porque, precisamente, el reconocimiento base de ese derecho que consta en el título no puede habilitar la discusión causal. No hay contestación de demanda porque no hay “hechos controvertidos” ni derecho que declarar, sino simplemente que “reconocer”. Independientemente de que el título pueda tildarse –en el momento procesal oportuno– de falso o de inhábil, en el momento inicial de su presentación debe, conforme esta segunda exigencia, revelar la existencia de una obligación, normalmente reconocida, cuya efectividad pueda ser el elemento objetivo del proceso. Es decir, la “mera apariencia” del título basta para promover la actuación jurisdiccional, permitiendo el despacho, incluso, de un mandamiento de ejecución y, embargo, sin el requisito de ofrecer “contracautela”. Los dos caracteres relacionados en a y b, se complementan, ya que si la apariencia es lo que externamente resulta del título base de la ejecución, el reconocimiento del derecho cuya efectividad se demanda ha de deducirse igualmente de la apariencia de aquél. Por eso se ha señalado con acierto que “el llamado juicio ejecutivo tiende a procurar al acreedor la seguridad de una aprehensión inmediata (embargo) de los bienes del deudor, a base de un examen somero del título por el juez”<header level="4">(13)</header>. <bold>c) Limitación de la prueba al análisis del título </bold> El juicio ejecutivo está destinado a satisfacer prestaciones dotadas de una fehaciencia legalmente privilegiada; por tanto, no puede permitir la discusión causal en su trámite. La causa de la obligación es esencialmente ajena al procedimiento ejecutivo; porque satisfacer pretensiones supone perseguir la efectividad de un derecho, por tanto, la prueba está prácticamente preconstituida en el título que sirve de base a la ejecución. Para efectivizar la limitación de la prueba, el tribunal debe tener, necesariamente, facultades precalificatorias de prueba. Es decir, la posibilidad de rechazar in limine litis aquel medio probatorio ofrecido, que tienda a obtener datos sobre la causa de la obligación o que sea inconducente o inidóneo para acreditar el hecho que se quiere probar. <bold>d) Sumariedad del trámite</bold> La sumariedad del trámite del juicio ejecutivo, más que un carácter distintivo de dicho procedimiento, debería ser un elemento que se relacione más con su naturaleza jurídica, porque hace a su propia esencia o razón de ser. Desgraciadamente, nuestra ley adjetiva se caracteriza por su permisividad respecto de defensas de todo tipo o por admitir motivos de oposición, sea por la vía de las excepciones propiamente dichas, o a través del planteo de incidentes de cualquier naturaleza, que contrastan con la esencia misma de este tipo de proceso, por lo que, de manera urgente, necesita remozarse a fin de despojarlo de inconveniencias que dilatan innecesariamente la resolución de la controversia. <bold>e) Ejecutividad del título </bold> Si bien nuestro ordenamiento jurídico no tiene regulada una lista taxativa de títulos que llevan aparejada ejecución, como algunos ordenamientos del derecho comparado (el alemán, el español, entre otros), sino que, por el contrario, tiene una norma abierta la que –aparentemente– permite la libre creación de títulos por los particulares(14), dicha circunstancia no le resta ejecutividad al título, es decir, para nosotros, el juicio ejecutivo (tanto el general como los especiales) es un procedimiento de ejecución pura a pesar de los vicios de nuestra legislación que hemos señalado, que parece haber regulado un proceso de conocimiento limitado más que un juicio de pura ejecución. Prestigiosa doctrina se pronuncia en sentido contrario a nuestra posición, señalando que únicamente la ejecución de sentencia es un procedimiento de ejecución puro, para cuyo cumplimiento no se requiere sino un mero procedimiento, en que apenas caben controversias de forma, pero no lo es ciertamente el juicio ejecutivo general, pues ellos están sujetos a discusión (con un necesaria etapa de conocimiento), bilateralidad, posible contienda (en caso de oposición de excepciones) y fallo en cuanto al fondo(15). Para nosotros, la ejecución pura significa no la realización inmediata de los bienes, sino la falta o ausencia de contradictorio propiamente dicho. En el juicio ejecutivo no hay “contestación de demanda”, porque no hay hechos con relevancia jurídica controvertidos, sino que directamente se lo cita al deudor “de remate” para que oponga alguna de las defensas que taxativamente la ley enumera y que atacan al título o a su ejecutividad, mas no puede hacer referencia a la “causa de la obligación” ni aun entre obligados directos. <bold>3. Fundamento del juicio ejecutivo</bold> Se ha señalado con razón que el fundamento del juicio ejecutivo radica en la necesidad de garantizar la circulación de determinados títulos de crédito. Sin un procedimiento judicial idóneo que permita su rápida ejecución, los títulos de crédito no podrían circular. De allí la restricción de la defensas oponibles y lo limitado del ámbito cognoscitivo de este proceso, que excluye de su trámite todo aquello que va más allá de lo meramente extrínseco, pudiendo el ejecutado oponer al progreso de la ejecución únicamente las defensas que señalan las deficiencias formales del título, para evitar un ejecución formalmente viciosa o inadmisible. La controversia sobre lo sustancial, sobre la legitimidad de la causa, queda reservada, en su caso, para el juicio declarativo de repetición, en el cual se posibilite un amplio debate. Y esta restricción temporaria no es inconstitucional, porque la sentencia de remate no causa estado. Nuestro ordenamiento adjetivo faculta, tanto al actor como al demandado, a promover el juicio declarativo que corresponda, brindando, en consecuencia, la posibilidad de un amplio debate judicial sin limitación de prueba. <bold>4. Objeto</bold> De conformidad con nuestro derecho adjetivo, la naturaleza del juicio ejecutivo excluye todo aquello que va más allá de lo meramente extrínseco, por lo que debe ser rechazada cualquier cuestión que requiera un análisis que exceda del examen de las formas extrínsecas del título. La invocación en el juicio ejecutivo de la supremacía de la regla de derecho contenida en el art. 953, CC, por sobre la norma procesal que impide la discusión causal resulta indudable, pero para su vigencia la ley adjetiva ha previsto la vía del juicio declarativo posterior. Por suerte, nuestro Máximo Tribunal local se ha mantenido firme en dicha postura, permitiendo que el procedimiento del juicio ejecutivo, pese a sus falencias y serias contradicciones, sea, de alguna manera, una herramienta útil para el recupero del crédito al no desnaturalizar su esencia en una inútil discusión causal &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Podetti, Ramiro J., Tratado de las Ejecuciones, Edit. Ediar, Bs. As., 1952, pág. 73.</header> <header level="3">2) Podetti, Ramiro J., Tratado ..., cit., pág. 11.</header> <header level="3">3) Gelio, XX. 1, parág. 42–45.</header> <header level="3">4) Gelio, XX, 1, parág. 46–49. </header> <header level="3">5) Gayo, Institutas, III, parág. 79.</header> <header level="3">6) Podetti, Ramiro J., Tratado …, cit., págs. 17 y 18.</header> <header level="3">7) Gómez Orbaneja y Herce, Derecho Procesal, Tº I, Revista de Derecho Procesal, Madrid, 1951, pág. 460. </header> <header level="3">8) Fairén Guillén, Estudios de Derecho Procesal, Edit. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1955, págs. 553 a 567.</header> <header level="3">9) Vicente y Caravantes, José, Tratado Histórico, Crítico, Filosófico de los procedimientos judiciales, Edit. Gaspar y Roig, Madrid, 1856, Tº III, pág. 267.</header> <header level="3">10) Sánchez Román, Historia del Derecho Español, Librería Bosch, Barcelona, 1963, pág. 355. </header> <header level="3">11) Gómez de la Serna, Pedro, y Montalbán, Juan Manuel, Tratado Académico Forense de los Procedimientos judiciales, Madrid, 1861, Tº II, pág. 379.</header> <header level="3">12) Rodríguez, Alberto, Comentarios al Código de Procedimientos , T. II, Roque Depalma Editor, Bs. As., 1957, p. 201. </header> <header level="3">13) L. Prieto Castro y Fernández, Derecho Procesal Civil, Vol. II, Edit. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969, pág. 457.</header> <header level="3">14) El inc. 8º del art. 518 hace referencia a “los demás títulos a los que las leyes atribuyan expresamente fuerza ejecutiva...” y con base en dicha norma, alguna doctrina entiende que como el art. 1197, CC, señala que las convenciones contractuales son ley para las partes, ello habilitaría a las partes a crear libremente títulos ejecutivos. No compartimos dicha opinión.</header> <header level="3">15) En ese sentido son coincidentes las opiniones de Ramiro J. Podetti y de Salvador de la Colina (conf. Tratado de las Ejecuciones, pág. 75 y Derecho y Legislación Procesal, Ed. Lajouanne, Bs. As., 1916, II, pág. 265, respectivamente).</header> </page></body></doctrina>