<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>Días atrás nos hemos visto sorprendidos por declaraciones de Nora Schulman, directora del Comité que tiene a su cargo el seguimiento en la aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño, sobre un cierto poder excesivo que ejercerían los jueces de menores en esta provincia (La Voz del Interior, 11/5/2010, p. 5-A), y que, por afectar una institución con más de cincuenta años de desenvolvimiento, obligan a establecer importantes precisiones. <bold>El discurso</bold> La crítica social, nacida en la Universidad de Frankfurt (Max Horkheimer, 1930) en la primera mitad del siglo XX, se halla entre nosotros muy de moda. Como si más de seis décadas de experiencia transcurridas no hubiesen dejado lecciones implacables de sentido común al respecto –bien aprovechadas en otras latitudes como la europea y la norteamericana–, hay quienes aquí pretenden utilizar su teoría a secas como instrumento óptimo para poner en cuestión la sociedad actual, sus cimientos y contrafuertes, y encontrar por esa vía ciertas claves de interpretación que lleven al progreso que espera esta era de “posmodernidad”. Su misma filiación marxista, con el materialismo histórico como herramienta de análisis, explicación y cambio en las relaciones sociales, lleva a los críticos a buscar e identificar a los sectores sociales oprimidos e igualmente a quienes los oprimen desde emplazamientos ilegítimos de poder. Esta búsqueda se justifica en sí cuando nace del deseo desinteresado de saber (ciencia) o de enderezar las relaciones sociales (prudencia) impulsando el avance hacia formas políticas, económicas o sociales de mayor justicia, pero no cuando se dirige prejuiciosamente contra quienes de antemano han sido escogidos como culpables de la opresión. Y esto último es lo que justamente ocurre, entre nosotros, cuando artificialmente se “construye” un enemigo para utilidad de quienes actúan en las pujas por el poder político o la supremacía sociocultural. Degradada así lo que podría ser una sana y loable inquietud, se convierte en temible ideología, arma a que recurren quienes de manera innoble, burlando preferencias y expectativas populares, pretenden prevalecer a cualquier precio e imponer sus intereses. <bold>El discurso sobre la niñez</bold> Este manipuleo ideológico, tan reprochable, viene sucediendo desde hace veinte años cuando se habla de niñez. A partir de ese muy importante documento internacional que es la Convención sobre los Derechos del Niño, y que nuestro país ha jerarquizado al darle en 1994 rango constitucional, un discurso elaborado en cenáculos políticamente interesados ha dispuesto de cátedras y medios de comunicación social para imponerse de manera aplastante, silenciando con su sistemática descalificación –rayana en lo infame– a quienes discrepan, y principalmente a quienes a diario trabajan a favor de la niñez de carne y hueso, en situaciones desfavorables muy concretas, mientras otros declaman supuestos “enfoques de derechos” muy abstractos e inasibles para los pequeños que arrastran sus pies descalzos por la calle o tienden su mano en demanda de ayuda en las esquinas de nuestra otrora docta ciudad. Consignas propias de una ideología, vertidas en libros que dicen siempre lo mismo, han ido “construyendo” un enemigo feroz, que devasta la niñez profesando una supuesta “doctrina de la situación irregular” –que alguien, en su paroxismo, asimila a la “doctrina de la seguridad nacional”–, enemigo que debe ser aniquilado si se quiere alcanzar la panacea para el infortunio que vive gran parte de la niñez argentina, panacea que reside en su pregonada “doctrina de la protección integral”. Ese enemigo aqueróntico es, a juicio de los iluminados que sustentan esta ideología, el juez de menores. <bold>La niñez en la problemática social</bold> Nuestra historia rioplatense siempre ha reconocido la existencia de niños desamparados. Esta dolorosa e innegable realidad explica que hayamos tenido defensores de menores desde 1642 en los cabildos, y que se hayan creado establecimientos para su guarda desde 1754, como lo fueron en un comienzo y durante el dominio español, el Colegio de Huérfanas y la Casa de Expósitos. Sin embargo, esa realidad mostraba sólo una casuística limitada que surgía de las debilidades, miserias o infortunios humanos, y la sociedad la superaba acudiendo a esos servicios. El escenario cambió en el último cuarto del siglo XIX, cuando las tensiones y conflictos que suscitaba el tránsito hacia la sociedad industrial y capitalista llegaron a nuestros puertos en medio de un intenso flujo migratorio, arrastrando desarraigo, indigencia y desintegración familiar. Nuestro “primer centenario” fue celebrado con gran júbilo en el país, pero ya la niñez vagabunda, mendiga o rapaz poblaba calles y plazas de nuestras ciudades porteñas y evidenciaba entre nosotros la existencia de una problemática social. Las autoridades respondieron con medidas de defensa social. Un Estado que se limitaba a mantener el orden público, sólo atinó a la contención en sus leyes e instituciones. Después de arrogarse el patronato como potestad pública, creó –siguiendo una corriente dominante en Norteamérica y Europa– los juzgados de menores. Si estaban en juego los niños –lo que se atribuía generalmente a la desidia de sus mayores– eran jueces quienes debían resolver al respecto y proveer lo más conveniente para su protección. La defensa social dio paso a una deseada justicia social cuando la segunda posguerra del siglo XX impuso el modelo político de bienestar. El Estado intervenía, ahora, activamente en la cuestión social, aunque lamentablemente con un tono muy asistencialista. Esa intervención se canalizó, con relación a los niños desamparados o transgresores, a través de los jueces de menores, quienes exigían prestaciones a los sucesivos gobiernos, sobre todo cuando la crisis económica –en la segunda mitad de los años setenta– condujo a severas restricciones. Los juzgados de menores se convirtieron, así, en ámbitos de amparo para los derechos primarios de la niñez que padecía la problemática social, principalmente cuando ésta derivaba en conflictos de familia que se traducían en padres que desatendían, maltrataban o abusaban de sus hijos en la minoridad. Éste era el escenario cuando advino la Convención sobre los Derechos del Niño, y sobre todo cuando en los noventa se impuso el neoliberalismo con su modelo político de drástica reducción del gasto público y tercerización de servicios. <bold>Del amparo al desamparo</bold> Ninguna duda cabe que la Convención da su espaldarazo a la niñez como protagonista social, y que la Constitución nacional reconoce sus derechos como fundamentales. Sin embargo, y al calor de esas disposiciones, brota entre nosotros la pretendida crítica social y un discurso enteramente funcional a ese desprendimiento estatal de sus servicios. Repentinamente, sus mentores proponen un nuevo modelo de intervención pública, que da prioridad al Gobierno y su Administración. Entre los dos modelos existentes en el mundo hoy, el judicial (Francia) y el administrativo (España y otros), se opta por el segundo, lo que de suyo no sería descabellado si no fuera por el contexto ideológico que aquí lo enmarca. Así, se presenta esta innovación como un “cambio de paradigma” (como si fuera una revolución científica), que exige la Convención (lo que es un burdo engaño, constatable en la sola lectura de su texto), y, principalmente, se la ofrece como el medio por excelencia para aniquilar a quienes sustraían niños de sus familias (supuestamente por pobreza, lo que es decididamente falso y se puede constatar en los expedientes judiciales) e iniciar un nuevo tiempo de bonanza y pleno respeto a sus derechos. ¿Qué hay detrás de esta maniobra? Intereses sectoriales de quienes pretenden poder, a partir del conflicto social donde se mueven como peces en el agua, o mantenerse en el poder ya conquistado cumpliendo consignas que liberan al Estado de gastos que consideran quizás superfluos. Lo real es que, más allá de los derechos fundamentales, que todavía tienen vida gracias al papel que los sustenta, con esta maniobra la niñez desgraciada –esa que padece día a día el abuso o el maltrato (58% de las causas judiciales, según estadísticas oficiales)– perderá la garantía que le ofrece el proceso judicial y quedará en manos de la Administración Pública y sus dependientes, apenas con control judicial cuando hubiere internación. Es lo que ha previsto la ley nacional 26061, cuya entera aplicación demandan los cultores de la ideología en boga. El neoliberalismo imperante –gracias al llamativo aporte “crítico” de la ideología, que funciona como sirviente– quita un obstáculo para su actuación enteramente discrecional, y cada vez más reducida (La Voz del Interior, Editorial, 11/11/09). Se lo logra al suprimir lo que podría seguir siendo un ámbito privilegiado de amparo de los derechos fundamentales –los juzgados de menores– especialmente cuando hay que exigir con vehemencia al Estado –en su misma Administración– que brinde sus servicios de protección en guarda, salud, educación, etc. La experiencia enseña que los mayores desvaríos en la Administración no se producen justamente por acción sino por omisión. <bold>Conclusión</bold> La incursión de la Sra. Schulman, traída por la Fundación Arcor, reaviva la cuestión pendiente, pero no aporta a su esclarecimiento en la medida en que se hace eco del discurso dominante y embate ingenuamente contra los jueces de menores como causantes de los males que padece la niñez. Que si los padece, puede que respondan al achicamiento de los servicios estatales de protección –hoy apenas sustituidos por medidas de asistencia como “planes” para jefas y jefes de hogar y “asignaciones” para hijos– y no a la histórica gestión de los juzgados que por muchas décadas han centrado una responsabilidad estatal ineludible: dar protección integral a la niñez vulnerada &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Una versión muy abreviada de esta nota fue publicada en La Voz del Interior, Córdoba, del 24/5/2010.</header></page></body></doctrina>