<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>La práctica profesional abre puertas a muchos interrogantes a partir de los casos concretos que se presentan a diario y, con ello, a diversas perspectivas jurídicas de resolución. Uno de ellos es el atinente a la ejecución de sentencia dictada en materia laboral. El art. 84 de la ley 7987 reza textualmente lo siguiente: “Pasada en autoridad de cosa juzgada, se ordenará su ejecución a pedido de partes, procediéndose de acuerdo con lo que dispone el Código de Procedimiento en lo Civil y Comercial. Cada término será improrrogable y abreviado, pudiendo disminuirse hasta la mitad”. Ésa es la única norma que regula el asunto, bajo el Título VII, nominado “Ejecución de sentencia”. La ley 8465 (CPCC), en su artículo 802, no contiene un texto idéntico (aunque, nos parece, de implicancia análoga) al disponer que: “Firme la resolución de que se trate se procederá a la ejecución a instancia de parte interesada, una vez vencido el plazo otorgado para su cumplimiento, en su caso”. Calificada doctrina advierte, en comentario a este último artículo, que el primer requisito de admisibilidad de la ejecución es la firmeza de la sentencia condenatoria, sea porque transcurrió el plazo para recurrir y ninguna impugnación se presentó, sea porque, recurrida, resultó confirmada. Asimismo, podrá ser ejecutada si los recursos fueron concedidos sin efecto suspensivo, incluso así hubiere dispuesto erróneamente y no se cuestionare <header level="4">(1)</header>. Pues, en este plano, la pregunta que nos hemos hecho entonces, más de una vez, es cuándo puede técnicamente ‘ejecutarse’ una sentencia dictada en el fuero del trabajo, conforme la preceptiva del art. 84 ya referido. En nuestra modesta opinión, cuando aquélla posea cabalmente la calidad de cosa juzgada, lo que solamente puede ocurrir cuando no penda de resolución a su respecto, ningún recurso (tenga o no efecto “suspensivo”), salvo –pensamos– las únicas dos excepciones posibles que conocemos: el recurso de revisión, o el planteo impugnatorio por ‘cosa juzgada írrita’. Empero, nunca antes. En una excelente nota de doctrina (inédita al momento de escribirse estas líneas), Mario Claudio Perrachione sostiene (“Cosa juzgada – Una aproximación al ‘efecto <italic>ultra parte</italic>”) que la cosa juzgada es la inmutabilidad o irrevocabilidad que adquiere la sentencia cuando no se concede contra ella recurso alguno o se opera la preclusión de las impugnaciones por no ejercicio, renuncia o deserción. El instituto posee un atributo de autoridad y de eficacia ya que, al ser inmodificable la sentencia, no se puede iniciar un nuevo proceso sobre la misma cuestión ni desconocer sus efectos. Con lo cual cosa juzgada es igual a autoridad de cosa juzgada y se funda en la necesidad de previsibilidad, orden, poder, certeza y seguridad jurídica, pues el proceso contencioso (único en el que se presenta la cosa juzgada material) en un determinado momento debe terminar de alguna forma para lograr así la tan ansiada paz social. Luego, el destacado jurista afirma que la cosa juzgada pertenece al derecho material y al derecho procesal. Es de derecho sustancial porque es atributiva de derechos y obligaciones. Y es de derecho procesal porque la cosa juzgada es consecuencia lógica del proceso contencioso. Es el acto decisorio por antonomasia dictado por la autoridad judicial resolviendo el conflicto de intereses jurídicamente relevante o el caso objeto del pleito. Perrachione opina –y compartimos su idea– la necesidad de conciliar las posiciones ‘sustancialistas’ y ‘procesalistas’ que se esgrimieron contradictoriamente para explicar la naturaleza de la cosa juzgada, pues las esferas del derecho sustancial y procesal no pueden ser concebidas como extrañas entre sí sino como complementarias. El derecho es uno solo. La autonomía de sus ramas nace por cuestiones prácticas no ontológicas, pues cada una de ellas abreva en la teoría general del Derecho y en la Constitución, como órdenes superiores que las unifican y coordinan. Si la cosa juzgada importa entonces la ‘inmutabilidad’ de la sentencia, quiere ello decir que no existe posibilidad jurídica de que sea modificada (salvo las excepciones ya indicadas), lo que resulta incompatible –a nuestro ver– con su ‘ejecución anticipada’, tal la que supone materializar su núcleo decisorio cuando aún existe la factibilidad de su modificación al estar pendiente un recurso en su contra, que es el caso típico que corrientemente se presenta. Se nos ocurre que si la cosa juzgada proyecta efectos en el campo del derecho sustancial y procesal, solamente es propio atribuir esa cualidad, cabalmente, al pronunciamiento que concluye un proceso regular (‘proceso justo’ desde el plano constitucional) y concede ‘definitivamente’ –léase, sin instancia ninguna de alteración– derechos y obligaciones que, de ese modo, quedan amparados por la garantía del art. 17 de la Constitución Nacional. En esa inteligencia, su ejecución forzada, en el marco de lo que mienta el art. 84 de la ley 7987, no puede anticiparse, aun cuando se discuta si los recursos pendientes de definición, tienen o no carácter suspensivo. El problema se plantea actualmente –y éste es el nudo gordiano de la cuestión– con el recurso directo (que es sin duda un “recurso”, estrictamente) y también con el recurso de casación cuando la sentencia condena al pago de una suma de dinero (art. 388 2° apartado, CPCC; art. 114, LPT). Se dice en general que, aun cuando la sentencia no se encuentre ‘firme’, su ejecución puede concretarse porque el recurso directo no posee efecto suspensivo (es la tesis actual del Tribunal Superior de Justicia), siendo que, en el caso de la impugnación casatoria, la propia ley adjetiva civil y comercial en la norma presentada facilita tal ejecución cuando el fallo manda a pagar un monto determinado y el ejecutante presta caución suficiente para devolver lo percibido, costas y daños. En verdad, no encontramos cómo conciliar una condición tan clara como la exigida por el legislador en el art. 84, LPT (y también –por qué no decirlo–, en el art. 802, CPCC), con la factibilidad de ejecutar (anticipadamente) una sentencia que no reúne la condición de cosa juzgada. Es que –y quizá estemos equivocados– no se trata de un tema netamente procesal o, mejor, propio de la técnica recursiva y de los alcances de los recursos impetrados frente al pronunciamiento que se opugna, sino del efecto propio y natural que conlleva en el plano sustantivo la <italic>res iudicata</italic>, en tanto la sentencia –como bien advierte Perrachione– concede derechos e impone obligaciones. Pues bien, para una de las partes el cumplimiento de éstas es correlativo al derecho que concede a la otra, el que no se incorpora a su patrimonio hasta tanto la inmutabilidad no distinga el decisorio de que se trate. En consecuencia, la obligación impuesta para quien es derrotado en juicio sólo es exigible a partir de su inmodificabilidad, porque ello importa que el derecho de la contraria a obtener lo que el pronunciamiento concede –exigir el cumplimiento de ese deber– ha ingresado de manera definitiva a su patrimonio y, como tal, encuentra amparo en la garantía de propiedad (art. 17, CN). Si solamente es ejecutable la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, no puede entonces forzarse su cumplimiento en manera anticipada por la vía no suspensiva de un recurso que, precisamente, por no estar resuelto, evita la configuración de la nota típica de inmutabilidad que define la res iudicata. De tal suerte que estamos en un problema, porque si la sentencia ejecutable únicamente es aquella que no goza de la calidad de cosa juzgada (art. 84, LPT, ‘a contrario’), la sola pendencia de un recurso en su contra que pueda alterarla impide su cumplimiento forzado y esa interdicción no es viable de ser sorteada por la vía suspensiva o no suspensiva de las impugnaciones recursivas que puedan impetrarse en su contra, en tanto el alcance de la cosa juzgada echa raíces no solamente en el campo procesal sino también sustancial, porque atribuye derechos e impone obligaciones cuya exigibilidad y adecuada protección únicamente se concilian con la imposibilidad de modificar el acto que los concede –porque lo que está en juego es el derecho de propiedad–. El otorgamiento de cauciones para ejecutar lo que por esencia no puede ejecutarse, o el carácter no suspensivo que pueda dársele a un recurso deducido en contra de la sentencia, son cuestiones estrictamente procesales y, en nuestra opinión, ineficaces para alterar la naturaleza y los alcances de la cosa juzgada que, como vimos, penetran sus raíces tanto en el ámbito adjetivo como en el sustancial en el que, específicamente, su ‘clave de bóveda’ es el derecho de propiedad. Si se dice que la sentencia ejecutable es la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, pues entonces hasta que ella no quede conformada no puede haber válidamente ‘ejecución anticipada’ de sus mandatos que, por ingresar en el plano del derecho sustancial y comprometer la garantía del art. 17, CN, no admiten su quebrantamiento mediante institutos (los recursos y sus efectos) que operan estrictamente en el ‘plano procesal’. Desde esta perspectiva, si media una impugnación recursiva susceptible de modificar tales mandatos (el ‘recurso directo’ lo es) pues malgrado el efecto que pueda atribuírsele, lo cierto es que aún no hay conceptualmente ‘cosa juzgada’ (que es una sola). Y si no hay cosa juzgada, el fallo no puede ser coactivamente materializado antes de que tal calidad quede conformada, porque, a fuerza de reiterativo, la íntima conexión entre la irrevocabilidad del fallo como dato distintivo de la res iudicata y la garantía del art. 17, CN, no admite su quebrantamiento mediante el efecto que en el campo adjetivo se le atribuyan a determinados recursos, cuya pendencia es lo que evita, precisamente, hasta su resolución definitiva, la conformación de la cosa juzgada. El recurso no resuelto, en sí mismo, es el obstáculo para ello. Empero, el efecto que se le asigne a ese recurso no puede operar como salvoconducto para ejecutar con anticipación lo que la propia ley documenta inejecutable, al menos, hasta que exista…¡cosa juzgada! En la ley 7987 el texto es claro y categórico y la remisión a las normas del procedimiento civil no altera la condición allí impuesta, esto es, la calidad de cosa juzgada de la sentencia materia de ejecución (y el juez no debe juzgar la ley, sino con la ley). El art. 802, CPC, como dijimos, no guarda igual redacción pero el razonamiento que respetuosamente documentamos en esta nota podría ser igualmente aplicable, pues el dispositivo refiere a la sentencia “firme”, más vinculada con la inmutabilidad de su decisión. Sería conveniente, en todo caso, una reforma de las leyes procesales que dispusiera unificadamente un trámite ejecutorio que conciliara la esencia y la naturaleza propia de cada instituto, a la luz de los efectos que localmente se le asignan a los recursos y, en sintonía con los que a nivel federal reconoce la Corte Suprema de Justicia de la Nación y las normas que los regulan. Empero, el estado actual de la normativa en materia de ejecución de sentencia (al menos en el fuero laboral, explícitamente) nos ha movido a estas reflexiones que parten del texto expreso de la ley, analizado a la luz de los que sostenemos es característica distintiva del instituto de la cosa juzgada, afectada en su esencia por la vía, básica y principalmente, de los ‘efectos’ concedidos a determinados recursos (el directo es el ejemplo paradigmático) que propios del terreno procesal posibilitan, contrariamente a lo que la distingue, ejecutar anticipadamente resoluciones susceptibles de modificación. O sea, sentencias que aún no han pasado en ‘autoridad de cosa juzgada’ &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">1) Venica, Oscar Hugo, Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia de Córdoba – Ley 8465, Tomo VI, Marcos Lerner Editora, Córdoba.</header></page></body></doctrina>