<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page>La corrupción es uno de los grandes flagelos de la Argentina de nuestros días. Silencioso; todos sabemos que está presente, pero salvo ONG u organismos internacionales, oficialmente aquí nadie lo reconoce, y las estadísticas judiciales de sentencia o de procesos penales en curso son ínfimas en relación con los casos que suponen las estadísticas. Y el grado de confiabilidad que generamos en el mundo, desde hace tiempo nos ubica como uno de los países más corruptos del planeta. <bold>I- </bold>El tratamiento y consideración de la corrupción en nuestro país puede abordarse desde distintos ángulos. Por ejemplo, es claro que los altos índices de corrupción están íntimamente ligados a la crisis que existe en los valores y en la educación (nos referimos a la educación como formación y no como instrucción). La corrupción, desde esta mirada, es una proyección natural de las culturas en donde prima la apariencia; lo cuantitativo sobre lo cualitativo. Donde prima el envase sobre el contenido. En los pueblos antiguos –cuando la cantidad estuvo en función de la calidad– hubo apogeo. Si fue al revés, hubo decadencia. Los altos índices de corrupción y las faltas de políticas estructurales y respuestas penales acordes son síntomas de que Argentina es un país en decadencia, con una gran crisis de valores. Educar en valores es aprender “a discernir” sobre el buen uso de la libertad y de la vida, para que ese manejo nos lleve a la plenitud como personas. Educarnos es formar conciencia, tomar conciencia, tener conciencia. No es capacitarse. Una primera idea que debería surgir de esa formación es que para sembrar valores no debemos limitarnos a las normas ni a la ley. Las normas se cumplen. Y aquí no se trata de cumplir sino de “comprometerse” con uno mismo y con los demás. Las mayores utilidades que brinda la siembra de valores se dan a través de las actitudes de vida y no del cumplimiento. En otras palabras, de lo que se trata es de atraer por encantamiento y por ejemplaridad. <bold>II- </bold>Ahora bien, en este trabajo nos limitaremos a considerar la corrupción en el marco del derecho penal, es decir, desde uno de los elementos que tiene el Estado para dirigir la conducta de los ciudadanos. De todas maneras, ello no significa que veamos en el orden penal un camino esencial para revertir esta situación social (ni ninguna otra). Desde esta perspectiva, lo primero que habremos de dejar establecido es que, para nosotros, la corrupción forma parte de lo que se conoce como delincuencia económica o delincuencia en la actividad económica. La corrupción es una clase de delito económico. Por ello, además de un bien jurídico particular como puede serlo la Administración Pública, su objetivo es también la protección de un bien jurídico general (pluriofensivo) que es el orden económico (por un lado) y la confianza social (en el más amplio de los sentidos, por el otro). Ahora bien, si frente a esta situación desde el derecho penal se pretendiera aportar algo (aun como ultima ratio), más que acudir a un cambio legislativo podría hacerlo mejorando su calidad de herramienta. Esto con el objetivo de lograr una mayor punibilidad en este tipo de delincuencia (lo que incluso activaría seriamente su finalidad preventiva general). Pareciera que las dos notas que se le reclaman al derecho penal, al menos en los delitos de corrupción, es más eficiencia y eficacia. <bold>III-</bold> La realidad nos indica que hoy la ley penal en torno a la corrupción es puramente simbólica. En efecto, si comparamos los altos índices de corrupción que son captados por los organismos especializados, el ínfimo porcentaje de casos en investigación y las casi inexistentes sentencias de hechos enmarcados en estos delitos, la conclusión es evidente: en nuestro país el derecho penal no es operativo en los casos de corrupción. Es verdad que se trata de hechos de difícil probanza, y en los que –tratándose de funcionarios públicos, mayormente en actividad o sujetos activos de alto status social y poder económico– la actividad procesal se ve alterada. Estas características no son frecuentes en los delitos comunes. Sin negar la dificultad en lo atinente a la prueba, desde nuestra perspectiva, lo que caracteriza como simbólicos a los delitos de corrupción está relacionado con dos grandes carencias. Por un lado el “déficit de punibilidad o de sanción penal”. Ese déficit es aplicable a casi todos los delitos que integran el Derecho Penal Económico, pero quizás en los delitos de corrupción este aspecto sea más profundo. Y eso ya parece estigmatizar estos casos. Por el otro, también padece de un déficit de valoración. Los hechos que se enmarcan en estos delitos, en general, no merecen el mismo rechazo social que los delitos comunes. No sólo en la sociedad, sino también en general, en los operadores penales tradicionales se advierte esta actitud. Quizás lo sea como una forma de resignación frente a los resultados que implican su persecución. En este sentido, el profesor alemán Bernard Schunemann sostiene: “La insuficiente eficacia de la sanción y de la prevención en el Derecho Penal Económico, observable sin dudas en la práctica actual, es consecuencia de la defectuosa valoración de la gravedad, especialmente en los hechos”. Pareciera que una visión primitiva y casi inocente, pese a la letra de la ley, no nos permite aceptar el orden económico como un bien jurídico digno de protección penal, al cual lo reservamos sólo para bienes jurídicos personales. La preferencia de atender los delitos comunes sobre los económicos es bien descripta por el criminólogo Elías Newman que sostiene: “En mis visitas periódicas a los establecimientos de América Latina sigo viendo 'las mismas cabecitas negras' que comencé a observar 40 años atrás. Son los nietos de aquellos que por esos tiempos eran jóvenes sin esperanza. Esta perspectiva criminológica permite inferir, dentro de otras cosas, que son muy pocos los casos en los que la ley penal se aplica con efectividad fuera del ámbito de su alcance tradicional”. La cita es claramente descriptiva de un derecho penal selectivo que se resiste a considerar determinados hechos como delitos, como si el orden económico no debiera protegerse a través de ley penal, en una errónea interpretación de lo que es el derecho penal mínimo. Sin embargo, hay muchas razones por las cuales incluso justificaría que fuera al revés. Y es que tal como sostiene el profesor uruguayo Pablo Galain Palermo, “el daño que produce la actuación de la criminalidad económica es de tal magnitud que ha llevado a hablar de una 'macrocriminalidad', que incide en el campo de la economía estatal y en última instancia en todos y cada uno de los componentes de la sociedad”. En efecto, la corrupción como delito de la economía es uno de los hechos típicos más gravosos, no sólo desde el punto de vista económico (material) sino moral (inmaterial). Algunas consecuencias son irreversibles y la mayor parte de las víctimas de esos delitos ignoran que son víctimas. <bold>IV-</bold> Estas consideraciones nos llevan a sostener que, como primera medida, en lo que compete al derecho penal, más que un cambio en la ley sustantiva debería trabajarse sobre: 1) un cambio en la cultura de los penalistas sobre la valoración del tema en consideración; 2) en procurar el fuero penal mayores recursos materiales y humanos; y 3) en una gestión penal que en la investigación y juzgamiento se distinga de los otros delitos comunes. Aunque desde el poder político se insista en cambios en la ley (en estos hechos y en otros), para los delitos económicos, y entre ellos lógicamente los de corrupción, basta con la ley vigente. Sólo se requiere que la ley actual se aplique. Desde nuestra perspectiva, entendemos que no es otra cosa la que está pidiendo, léase, la sociedad: sentencias. Ni siquiera procesos, sino sentencias (sean de absolución o de condena). Porque la sentencia es una respuesta final del Estado en su rol judicial. Y porque si existe una finalidad preventiva general inserta en cada tipo penal, es claro que ese principio se activa con sentencias (especialmente condenatorias). Y si sobre esta materia casi no existen sentencias, la finalidad preventiva general de la ley penal de los delitos de corrupción en la ley penal está extremadamente diluida. 1) <italic>Un cambio de cultura en el operador judicial penal</italic>. El cambio en el operador judicial penal está en valorar estos delitos tanto como lo hace con los comunes. Alguna vez un fiscal de instrucción nos comentó: “Prefiero abocarme a la investigación de cinco homicidios que de un delito económico”. Con el tiempo pudimos observar que este pensamiento era notablemente mayoritario entre funcionarios y empleados del fuero penal. Incluso entre los abogados penalistas tradicionales. Y es que, en general, no se está familiarizado con estos delitos y no se simpatiza con las figuras respectivas, cuya investigación resulta más ardua y requiere de conocimientos más específicos que los de los delitos comunes. Diríamos que son delitos que parecieran resultar poco ajustables a un orden penal mínimo, como si el Estado no pudiera utilizar también esta ultima ratio para manejar estos hechos de enorme, aunque poco visible impacto social. Es imprescindible un cambio. Los delitos económicos son una realidad. Los delitos de corrupción son una realidad también para el derecho penal. Y tendríamos que crearnos la conciencia de la importancia de estos delitos y la necesidad de ser más eficaces en torno a su persecución. Debería fomentarse en el penalista la vocación hacia la consideración e investigación de los hechos que conforman estos delitos y su compromiso para que lleguen a una sentencia. Sin embargo, hoy pareciera menospreciarse el delito económico, se lo subestima, y frente a la ola de delincuencia común, a las saturaciones de las fiscalías y juzgados y a la necesidad de completar el estándar de productividad que manda la superioridad, es preferible abocarse a los delitos comunes que parecen tener “mejor rinde”. Esta cultura de revaloración requiere capacitación. Pero capacitarse no es saber los tipos penales y ahondar en derecho penal. Estimamos que es tiempo de que el penalista se abra a los conocimientos de otras disciplinas como la informática o la contabilidad, entre otras, no para suplir al perito sino para acompañarlo mejor y guiar más eficientemente la investigación. 2) <italic>Necesidad de mayores recursos materiales y humanos.</italic> Ya hemos hablado de los escasos recursos que hay para llevar adelante las investigaciones que requieren estos hechos. Por sus características son difíciles, de probanzas arduas y por lo general involucran a funcionarios públicos en ejercicio. Más delicados son los asuntos cuando esos funcionarios son de alto rango y están en actividad. Estimamos que la creación de tribunales especializados es muy conveniente en todas las circunscripciones, o al menos en las principales. La especialidad se refiere a dos aspectos. Por un lado, que tengan una competencia material exclusiva en esta clase de delincuencia y que no deban verse obligados a abocarse a otros delitos (que son los más comunes). Por otra parte, que sus miembros estén capacitados en el orden jurídico-penal de esta delincuencia (formación específica tanto dogmática como en la investigación) y que cuenten con el apoyo de peritos y expertos en la materia (peritos contables, calígrafos, tasadores, informáticos, etcétera). 3) Una gestión penal que en la investigación y juzgamiento se distinga de los otros delitos. Por último creemos que estos delitos no deben seguir los formatos de investigación de la delincuencia común. Con una mayor presencia fiscal, deberá prestarse especial atención a las estrategias defensivas y actuar de manera ágil a la hora de buscar prueba o receptar testimonios. Pero quien no sabe qué busca o qué investigar, dudosamente pueda saber qué preguntar. De todas maneras, estimamos que aquí debe primar la calidad y la celeridad. No la cantidad de causas. La probation no debe admitirse en estos tipos penales. El Código es más que claro en su letra. De todas maneras tampoco creemos que en delitos cuya escala penal mayor sea de tres años se debería admitir la suspensión del juicio a prueba. En este punto somos absolutamente partidarios de atenernos a la letra de la ley y rechazamos la tesis amplia mayoritaria entre nosotros, por entender que se trata de una interpretación que queda fuera de los principios que rigen el derecho penal. <bold>V- </bold>Creemos que las consideraciones expuestas hasta aquí darían un impulso al orden penal en torno a los delitos de corrupción. No obstante, si alguna modificación pudiera ingresarse al Código Penal que colabore con los delitos de corrupción, creemos que sin duda no tiene que ver ni con un aumento de pena ni con nuevos tipos penales. En este aspecto entendemos que sería muy útil la figura del arrepentido. Cuando Pontaquarto, en febrero del año 2000, todavía ni siquiera imaginaba que sería el “arrepentido” más célebre de nuestra historia institucional, ya habíamos ensayado algunas ideas que pudieran contrarrestar las dificultades que conlleva la recolección de prueba en los delitos de corrupción. Aún hoy entendemos que esta medida resultaría muy eficaz y es el único caso en que propiciaríamos un cambio en la ley. La idea del arrepentido en los delitos de corrupción es la de instaurar una excusa absolutoria para los partícipes en hechos de corrupción que ayuden a esclarecerlos. Incluso, en su momento, llegamos a sostener que un impulso efectivo para la proliferación de “arrepentidos” sería disponer que, si éstos hubieran obtenido algún beneficio, no lo perdieran (tema discutido). A finales del siglo XIX, estas ideas ya eran esbozadas por el jurista italiano Francesco Carrara. En este sentido afirmaba el célebre maestro de Pisa que en estos delitos “pueden concurrir a favor del particular dos condiciones excepcionales que lo eximan completamente de toda responsabilidad penal”. Y dentro de ellas enuncia la posibilidad de que el particular, después de haber corrompido al funcionario, “lo denuncie a la Justicia”. Quizás esta excepción puede aparecer “repugnante desde el punto de vista moral, e incluso puede tener el aspecto de una incitación al delito y de una impunidad otorgada a la delación”, según sostiene el mismo Carrara, pero resultaría una decidida y clara medida que bien justifica la lucha contra el flagelo de la corrupción. Pero las ventajas no sólo atañen a un marco procesal. En el orden preventivo, la figura del arrepentido en los delitos de corrupción resultaría muy eficaz. Incluso atribuiría la ventaja de generar desconfianza de los funcionarios públicos o de quienes actúen por ellos, y de ponerlos en guardia a la hora de ser tentados por la posibilidad de que su corruptor –una vez obtenido el beneficio– se sustraiga a todo peligro denunciándolo, estando inmune de toda responsabilidad penal. ¿La corrupción en Argentina podría admitir tamaña medida de excepción? Sin dudas que sí. La herida que este tipo de delincuencia genera en el orden moral de nuestra sociedad es, en nuestra opinión, mucho más profunda que aquella que podría producirse con una medida como la de exonerar a los arrepentidos. Y decididos a dar combate a la corrupción que, estabilizada la democracia, se perfila como el gran mal argentino, su extirpación bien justificaría un cambio de reglas como las sugeridas. Nuestra legislación contempla expresamente la situación del arrepentido en la ley antiterrorista. Incluso el Código Penal prevé excusas absolutorias en los delitos contra la propiedad. En el orden internacional, el Código Penal español, modificado en 1995, tiene una figura (el art. 457) que es una excusa absolutoria en el cohecho activo, en determinados casos. “1. Artículo 427 del Código Penal español: Quedará exento de pena por el delito de cohecho el particular que haya accedido ocasionalmente a la solicitud de dádiva o presente realizada por autoridad o funcionario público y denunciare el hecho a la autoridad que tenga el deber de proceder a su averiguación, antes de la apertura del correspondiente procedimiento, siempre que no hayan transcurrido más de diez días desde la fecha de los hechos”. Sin duda esta norma forma parte de una política criminal que favorece la persecución de la corrupción. Y estimamos que en ese rumbo debe inclinarse el orden penal argentino. En el caso de España sólo se limita al cohecho activo. Los requisitos en aquella legislación son: 1) La denuncia del hecho a la autoridad, que debe proceder a su averiguación. Es decir, no debe encontrarse una causa o sumario abierto por ese hecho. 2) No deben haber transcurrido más de 10 días del hecho. Aunque podría ponerse un término menor. 3) Debe tratarse de un hecho “ocasional”, es decir eventual y no habitual, caso en que no funcionaría la excusa absolutoria. Argentina está en condiciones de incorporar una norma similar que, no tenemos duda, funcionaría como una herramienta imprescindible en los delitos de corrupción &#9632; <html><hr /></html> <header level="3">*) Abogado penalista, titular del Estudio Palacio Laje & Asoc. Director de la Sala de Derecho Penal Económico del Colegio de Abogados de Córdoba.</header></page></body></doctrina>