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Ortodoxia v. realidad – Una controversia siempre de temporada

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1. Sociopatología de la actualidad argentina
Hace algunos años escribimos un artículo bajo el mismo título (en su primera parte) en torno al sistema punitivo; pero la controversia no ceja –ni cejará– porque no hay solución definitiva para el fenómeno social del delito, y a lo único que podemos aspirar es a un estado de nivel tolerable que periódicamente se desborda y para cuya contención a límites aceptables se propician las soluciones radicales más pedestres, entre las que se destacan: el régimen antediluviano de la prisión y, ahora, el descenso de la edad punible y la llamada “pena de muerte”, que no es pena propiamente dicha. La tradicional inventiva argentina no da para más.
Pero lo trágico es que si no hay una respuesta del poder en plazo perentorio, el paso siguiente son los “linchamientos” y la organización de los “escuadrones de la muerte”. No debemos olvidar que ante un “vacío de poder” para garantizar la convivencia comunitaria existe, jurídicamente, el derecho de “alzamiento” popular, que dimana del art. 33 de la Constitución Nacional y que claramente consigna la Constitución de EE UU en el art. 9º de la primera enmienda que dispone: “No por el hecho de que esta Constitución enumera ciertos derechos ha de entenderse que niega o menosprecia otros que retiene el pueblo”, y esto concierne a la “humana” aspiración de vigencia de los “derechos humanos” que se corporiza en el “derecho a la libertad”, pues, como dijera Montesquieu, “la libertad política de un ciudadano es aquella tranquilidad de ánimo que dimana de la opinión que cada uno tiene de su seguridad y para tener esa libertad, es menester que el Gobierno sea tal que ningún ciudadano tenga que temer de otro”

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Como podemos ver, la libertad se relaciona íntimamente con la seguridad fáctica y jurídica, y, si el Estado no sirve para garantizarla, no sirve para nada. ¿A qué pagar impuestos, sufrir restricciones aunque sean legales –que no legítimas, siempre– y coadyuvar al servicio público, si el beneficiario, que es el Estado –no la Nación– deja librada la comunidad a su suerte, a la par que la explota con su insaciable voracidad fiscal?
No nos cansaremos de repetir que “orden sin libertad es tiranía, mas libertad sin orden, utopía”.
Pero el orden debe entenderse en un pie de igualdad para administradores y administrados, por oposición a privilegio.

2. El concepto de libertad y las pretensas justificaciones de la delincuencia
Ahora bien, es preciso determinar conceptualmente a qué tipo de libertad nos referimos. Como explica García Maynez

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glosando a Nicolai Hartmann, “El más burdo yerro consiste en confundir libertad moral con la jurídica”. La (libertad) moral es atributo real de la voluntad; la (jurídica) es una facultad puramente normativa: la zona de lo jurídicamente potestativo. En suma “la (libertad) jurídica termina donde el deber principia; la moral es pensada como un poder capaz de traspasar la linde de lo permitido”.
Otro error consiste en confundir “libertad de acción (con) libertad de la voluntad”. La libertad del querer “no se refiere a la voluntad misma sino a la ejecución de lo que el sujeto quiere”. Es el falso concepto de “libertad natural” que es imposible en la vida comunitaria, porque “El ámbito de lo posible no concuerda (normalmente) con el de lo lícito”. En suma, no “hay que confundir el libre albedrío con la libertad de acción”. Esto significa que no puede considerarse libertad la voluntad de hacer lo que el sujeto quiere o se imagina querer, sino lo que el régimen de convivencia permite, normativa o consuetudinariamente.
Desde la perspectiva de la psicología criminal, esto es lo que condiciona la mentalidad del delincuente, o sea el autoconvencimiento de que puede hacer lo que le venga en gana como reacción contra lo que considera un sistema opresivo.
Por eso es que el análisis de la etiología del delito se desplaza desde el campo jurídico o político para entrar en el de los aspectos “psicosociológicos” y “sociopsicológicos” (Stoltemberg) o sea la proyección de lo psicológico –individual– sobre lo social y los condicionamientos de lo social –colectivo– sobre las acciones o la psique del infractor.
Una de las pseudodefensas morales del delincuente se basa en este sencillo razonamiento: Si los dueños del poder, no solo público sino económico-financiero, están inmersos en la corrupción y por lo general resultan impunes pese a tratarse de millones de pesos, ¿por qué no voy a tener yo el “derecho” de robarme un “pasacasette”? El justificativo engasta en la ética del lumpen, pero debemos reconocer que la respuesta es difícil.
Por otra parte, éste es un argumento que utilizan los detractores de la pena como defensa social, invirtiendo los términos, atribuyendo la responsabilidad al macroentorno del autor del “hecho criminoso” y no a éste, considerándolo víctima de aquél antes que victimario y al delito como una reacción por impotencia.
En suma, la perpetración del delito es la consecuencia más que de un trastorno de conducta de un trastrocamiento de valores, el cual puede ser congénito –sin pecar de lombrosianos– o adquirido. Todo lo demás: miseria, desempleo, exclusión social, impunidad, etcétera, son factores concurrentes pero no determinantes sino justificantes.
El delincuente habitual ha optado por ese medio de vida.
El ejercicio de la profesión no cesa de darnos lecciones, si sabemos apreciarlas como tales. Recuerdo que hace ya muchos año tuve éxito en el único caso en que intervine por un delito menor contra la propiedad, por cuanto mi defendido por compromiso –era pariente y era autor– me aseguró que si “zafaba de ésta… nunca más”. Conté –debo destacarlo– con la comprensión de un excelente fiscal que decidió darle a mi defendido “una nueva oportunidad”. Pasó algún tiempo y cayó nuevamente y, ante mi reproche, me contestó: “Qué querés… no sé hacer otra cosa…”. Sin embargo, había “buena fibra” y hoy es un respetable comerciante y padre de familia. Claro, una “perla negra”. Es evidente que todas las generalizaciones son injustas y las excepciones confirman la regla.

3. Algunas sugerencias más prácticas que jurídicas
Creemos que en este asunto de la ola delictiva, especialmente de menores, hay, confluentemente, una justificada reacción popular que se suma a un manoseo demagógico de deleznables dilaciones, que abreva en la concepción obtusa de un maniqueísmo ortodoxo proveedor de “soluciones de gabinete”.
La realidad está reclamando una imaginación “realista”, porque la consideración del problema que va in crescendo no se agota en los arbitrios simplistas ni del linchamiento, ni de la reducción etaria de la imputabilidad, ni, por supuesto, la pena de muerte, ésta, sobre todo, por su irrevisibilidad.
Una solución disuasiva, que crispará a los puristas, es la de la “traslación subjetiva de la imputabilidad”, como ya se ha establecido en ciertos ordenamientos de faltas para hechos cometidos por menores, en orden a la responsabilidad patrimonial, haciéndola extensiva a padres o tenedores.
Mas, en lo que respecta a los delitos cometidos por menores de edad, con la colaboración, instigación o encubrimiento previo de mayores, debe establecerse que a éstos corresponde sancionarlos con el doble de la pena de los autores, inexcarcelable, de cumplimiento efectivo e irreductible. Ya veremos entonces si hay tantos “pícaros”, que son los verdaderos delincuentes, actuando al socaire de la lenidad del régimen punitivo por reducción etaria.
Otro tanto ocurre con el “encubridor” o “reducidor”, toda vez que si no hay mercado para objetos sustraídos, no hay “productores”, por ende debe aplicársele la misma pena que al autor.
A esto se nos va replicar con el argumento de la “proporcionalidad” de la pena con el delito, con el cotejo de mayor o menor grado de peligrosidad del delincuente y otra serie de paparruchas urdidas por los “especialistas” a espaldas de la sociedad, que es ese “ilustre desconocido” al que, compasivamente, se denomina “víctima”, pero que para el Derecho Penal no existe.
Mientras no se adopten soluciones “realistas”, dirigidas a garantizar la seguridad de todos; mientras los “derechos humanos” sean unilaterales y no se prevean las consecuencias comunitarias de la lenidad para las minorías desadaptadas, la epidemia social que nos asuela seguirá creciendo y dará paso a una situación más grave aún: la justicia por mano propia y, nuestro pacífico y laborioso pueblo se verá envuelto en un estado agonal de todos contra todos en el que las soluciones colectivas desesperadas crearán un ambiente de “cuasi guerra civil”.
Sigamos con los alambicamientos doctrinarios, los diferimientos de tratar este tema cuya candencia nos abrasa, las espurias especulaciones electoralistas –porque, claro, la parentela de los delincuentes también vota– o el parloteo demagógico, y a poco andar deberemos llorar como esclavos lo que no supimos defender como hombres libres.

4. La ejecución de la pena
Otro de los problemas que contribuye al auge de la delincuencia es la forma de ejecución de las penas. Está visto que la prisión no asusta a nadie.
No es posible que las cárceles sigan siendo “estibaderos” de seres humanos, que no pierden esa condición por el hecho de ser delincuentes. La mera privación de la libertad no constituye una razón disuasiva, sino que entra en los cálculos del reo potencial y en algunos es un estado normal, que son los que se denominan “carne de presidio”. No nos escandalizan las “cárceles VIP” pero tampoco aceptamos las “prisiones turcas”; lo que deploramos es que todavía no se haya inventado otro medio de ejecución de las condenas que la mera privación de la libertad ambulatoria. Si bien hay excepciones, por lo general no se apela a la laborterapia como medio de recuperación del condenado, y si no se entiende que el delincuente es un “ergofóbico visceral”, nunca se lograrán los objetivos que pomposamente proclama el art. 18 de la Constitución Nacional. El que delinque arriesgando su vida es por que le tiene más miedo al trabajo que a la muerte.
Pero no es cuestión de organizar “talleres de entretenimiento”, sino que las cárceles deben organizarse como verdaderas empresas de producción y tratar a los trabajadores en la misma forma y bajo la misma normativa que los obreros o empleados comunes que cumplen sus tareas en libertad.
En la ex URSS, la pena se cumplía en las fábricas o en los campos y el vigilante y responsable era el capataz. A eso se sumaba que los dependientes percibían los mismos salarios y gozaban de los mismos beneficios que sus compañeros de trabajo, salvo, desde luego, indemnizaciones por despido, como lo explica Benito Marianetti en su libro La legalidad socialista, conforme al lema “igual remuneración por igual tarea”. Claro que si quebrantaban la pena, iban a parar a Siberia.
De acuerdo con estudios serios se ha comprobado que la conducta carcelaria mejora cuando los penados contraen matrimonio en cautividad, no sólo para superar las vejatorias visitas higiénicas sino como contribución a la salud espiritual del penado. Por eso propusimos la creación de barrios penales en los cuales, mediando adecuada vigilancia, los condenados pudieran convivir con sus respectivas familias en casas individuales. Recogimos sonrisas y felicitaciones… nada más.
Si en vez de enfocarlo con un criterio socialista, lo hacemos con un enfoque liberal, nos encontramos con que, macroeconómicamente, se está desperdiciando una fuente de producción que, bien organizada, podría ser un significativo aporte al PBI y un factor de recuperación auténtico del penado en una proporción considerable, a la vez que podría atender los costos de su mantenimiento y el de sus respectivas familias o dependientes alimentarios, que también sufren la condena en una especie de “prisión domiciliaria”, jaqueados por las restricciones económicas y turbados por los traumas afectivos que incrementan los descalificativos sociales.
Pero para superar estos “daños colaterales” es preciso echar a volar la imaginación, abandonar la paz umbría de las bibliotecas o la ficticia brillantez de las conferencias y jornadas, saliendo “a la calle” y entrando a las prisiones para palpar la realidad que describimos lacónicamente y encarar el problema sin hipocresías, rimbombancias académicas y prejuicios que nublan el entendimiento de aquellos que ven la pena sólo como castigo o instrumento de protección comunitaria, en vez de concebirla –como lo que debiera ser– un recurso para la reinserción social del penado.
Ni cárceles-hoteles, ni Guantánamos, sino “unidades de producción y recuperación cultural del elemento humano”. Esa debe ser la filosofía de la reforma para superar nuestra maltrecha seguridad pública ■

<hr />

1) Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes, L. Xi; Cap. VI.
2) García Maynez, Eduardo, Etica, Edit. Porrúa, México, 1964, pp. 272/3.

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