<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> Recientemente la Excma. C7a. CC Cba. de Córdoba ha ratificado el rumbo que doctrina y jurisprudencia han ido esclareciendo a la luz de los paradigmas informantes de la Ley de Defensa del Consumidor (LDC). Así, se ha referido a la responsabilidad solidaria que cabe tanto al concesionario como al fabricante, excitada por los daños sufridos por el consumidor a causa de un accidente automovilístico producido por fallas mecánicas. El lector advertirá que no es el primer –ni con seguridad será el último– pronunciamiento que abreva en esa tesis amplia con la que el legislador arropó el ordenamiento consumerista; empero, resulta de trascendencia en tanto fortalece –como destacamos– el norte a seguir. Este breve epígrafe tiene la bondad, entonces, de precisar el alcance de nuestro trabajo: ofrecer un comentario sobre un fallo que demanda reflexión y que transita por el andarivel que estimamos como correcto. <bold>II. El estatuto consumerista</bold> Estatuto u ordenamiento. Legislación especial o microsistema del derecho común. Cada una de estas dicotomías ha consumido –la acción no pasa inadvertida– una extensa literatura a los fines de circunscribir la naturaleza de la ley 24240. Sin eludir del todo esa geografía, entendemos que su definición no resulta indispensable para el cometido que perseguimos en estas líneas. De todos modos, destacamos las expectativas de logro de este régimen por cuanto ellas indudablemente iluminan las conclusiones del fallo en comentario. Maguer, la aplicación de estos preceptos no ha sido del todo pacífica atendiendo a los cambios radicales que ha producido en las relaciones de derecho privado; problemas especialmente surgidos a partir de la dualidad de regulación causada por el advenimiento de la ley 24240 y el art. 42, CN, introduciéndose como cuñas en la legislación común civil y comercial <header level="4">(1)</header>. Reconoce la doctrina que la incidencia de la LDC respecto de regímenes normativos especiales plantea, para el intérprete, una ardua tarea de coordinación que todavía no se encuentra finalizada. La puesta en contacto de cuerpos normativos especiales con este estatuto impone una actividad que deberá estar guiada por el carácter expansivo de la tutela legal, como así también por la reconstrucción de algunos conceptos propios de las ramas tradicionales. Se trata, al decir de Ariza, de la introducción de nuevas exigencias valorativas de rango constitucional, que reclaman la incorporación a los institutos tradicionales de raíz romanista de las soluciones correspondientes al contrato de consumo<header level="4">(2)</header>. Por ello, en la actualidad, distinguir qué herramienta corresponde aplicar en un caso concreto no es tarea para nada sencilla, debiéndose previamente realizar una correcta categorización de la relación de que se trata, para emplazarla o no dentro de una legislación especialmente tuitiva. Y frente a una hipótesis de colisión de normas, la exégesis de la cuestión no debe perder de miras que la fuente de los derechos del consumidor no es solo la ley, sino, por sobre todas las cosas, la Constitución Nacional<header level="4">(3)</header>. <bold>III. Principios y orden público</bold> So riesgo de incurrir en estériles repeticiones destacamos que el bloque normativo en defensa del consumidor está constituido por el art. 42, CN, y la ley 24240; y ambos introducen una serie de principios tuitivos –a la sazón, las reglas de interpretación a favor del consumidor, <italic>favor debitoris o favor debilis</italic>–, que ofrecen el entorno idóneo para analizar una causa en concreto y las pautas que se han de aplicar en armonía con los objetivos que persigue dicho ordenamiento. La médula de este estatuto es clara: “Consagra la protección de los intereses económicos de consumidores y usuarios, otorgándoles derecho a una información adecuada y condiciones de trato equitativo y justo, con explícita base constitucional –art. 42, CN–, y con alcance operativo e inmediato principio de cumplimiento”<header level="4">(4)</header>. Y a los fines de velar por el cumplimiento de esas directivas, el legislador no ha dudado a la hora de calificarla como normativa de orden público –cfme. art. 65, LDC–, buscando conciliar relaciones jurídicas que son genéticamente desiguales. Por eso, reconociendo "la situación de inferioridad negocial del consumidor frente al empresario justifica la intervención del legislador, dirigida precisamente a evitar los abusos en que tal situación puede desembocar"<header level="4">(5)</header>, generando en consecuencia la imposibilidad de dispensa y de renuncia: atendiendo a ese carácter, la LDC predomina sobre la voluntad de las partes sin que éstas puedan alterar o modificar sus efectos<header level="4">(6)</header>. <bold>IV. El caso bajo examen</bold> En breve compendio, la cuestión que presentamos gira en torno a la responsabilidad que les cabe a los fabricantes y comerciantes por los perjuicios que padezca el consumidor por defectos de la cosa traditida. La causa a la que nos referimos examinó puntillosamente la calidad del hecho dañoso que denunciaba el actor-consumidor (adquirente de un vehículo) endilgando que el siniestro –vuelco del automotor– había sido producido por fallas de origen –en rigor, rotura del bulón externo de fijación de la rótula inferior de la suspensión delantera derecha–. Por ello, advirtió el juez de instancia inferior que resultaban de fundamental trascendencia las conclusiones a las que había arribado el perito mecánico oficial. En este cauce hizo hincapié en la opinión del experto, quien informó que: a) no existían indicios en el automóvil de una colisión y/o impacto anterior y ajeno al vuelco que pudiera haberlo provocado; b) al no detectarse una deformación del neumático o de la llanta, compatibles con el efecto de corte deducido, ni que el bulón estuviera flojo en su alojamiento, se trataría entonces de una falla del material constitutivo del bulón; c) aun cuando hubiera mediado un fuerte impacto en el neumático delantero derecho, el bulón no debiera haber colapsado tal como lo hizo, más aún por tratarse de un elemento de seguridad cuya falla inducirá un manifiesto descontrol conductivo. A mérito de las conclusiones del perito designado por el tribunal, el a quo admitió la demanda deducida por el adquirente del vehículo condenando de modo solidario a Renault Argentina SA y M. Tagle y Cía. Sacif. Llevada la causa por ante el <italic>ad quem</italic>, la Cámara confirmó el fallo de la anterior instancia reprochándole similares cuestionamientos al fabricante y a la concesionaria que vendió la unidad, de conformidad con los arts. 11, 12 y 13, LDC, “que imponen una responsabilidad de tipo objetivo y solidario respecto de los fabricantes, importadores y vendedores hacia los consumidores o usuarios.., cuando el daño se ocasione por el vicio o riesgo de la cosa o servicio”. <bold>V. Los puntos neurálgicos de conocimiento reservado al tribunal de alzada</bold> La intervención del tribunal de alzada fue excitada para conocer y decidir la suerte de las impugnaciones que tanto fabricante como concesionaria habían presentado, y que a los fines de este trabajo entendemos que resultan relevantes para apreciar las conclusiones del mérito. Concretamente, Renault Argentina SA pidió la revocatoria del fallo argumentando que: I) la responsabilidad objetiva no libera al actor de acreditar el hecho, el daño, el defecto y la relación de causalidad; en tal sentido, afirma que las probanzas mínimas no se llevaron a cabo con el rigor que debe exigirse para la procedencia de una demanda como la que se discute en autos; II) la <italic>a quo</italic> erróneamente invierte la carga probatoria, colocando a la automotriz en la difícil sino imposible tarea de probar los eximentes de responsabilidad, colocándola en un estado de indefensión, máxime si se tiene en cuenta que el hecho que se invoca se produjo en circunstancias poco claras. Agregó que no existen elementos que acrediten las circunstancias en las que se materializó el accidente, la velocidad a la que circulaba el actor, la existencia o no de obstáculos, las condiciones de la ruta, siendo que el accionante se hallaba en mejor posición para acreditar tales extremos; III) no resulta ajustado a derecho hacer lugar a una demanda que reclama un daño por el vicio de una cosa, cuando la cosa supuestamente viciada (bulón) no se encuentra a disposición de los especialistas para su análisis y estudio. Culminó el tópico subrayando que el perito oficial no ha analizado acabadamente los indicios y elementos que revelan lo sucedido al momento del accionante, como sí lo ha hecho el experto de parte, a cuyas conclusiones se remite; IV) la sentenciante no ha valorado que resulta imposible pensar que conduciéndose a sesenta kilómetros por hora el bloqueo de una rueda genere la vuelta de campana que denuncia el actor; por eso, destaca que resulta más acorde con las constancias de autos concluir en que ha sido el actor, al conducir imprudentemente a elevada velocidad por un camino de tierra, quien generó el siniestro al perder el control del vehículo y golpearlo tal como grafica el perito de control, todo lo cual concuerda con los dichos de los testigos; V) adujo, a título subsidiario, que no se había probado la entidad del daño y su cuantía, teniendo en cuenta además que el presupuesto sobre el que se asienta el fallo resultaba parcial por haber sido confeccionado por quien será el encargado de reparar el vehículo. En otro orden, puntualizó que para reparar la pérdida del valor venal, el daño debe ser cierto y no meramente hipotético, por lo que entendía que este rubro no puede prosperar, “en tanto que de no consumarse el perjuicio al momento de la reventa del automotor, el actor se habría enriquecido sin causa”. Por su parte, la codemandada M. Tagle (h) y Cía. Sacif, por medio de su apoderado, se quejó de la resolución de primera instancia por cuanto: a) se tuvo por probada la existencia del hecho tal y como lo postula el actor, sin que se dé mérito a todas las pruebas que resultan dirimentes, como la falta del bulón supuestamente defectuoso, los dichos del experto de control que refiere a la existencia de un golpe frontal sobre la rueda previo al desenlace del siniestro, ni tampoco valora las testimoniales vertidas en la causa. Dentro de este capítulo, destacó puntualmente que era responsabilidad del actor acreditar el hecho dañoso, esto es, la rotura del bulón y la falla de éste, para luego sí transferir la obligación a las demandadas de probar que el vicio no existió; b) se condenó a su representada solidariamente con el fabricante, cuando está acreditado que la supuesta causa del daño le es ajena, configurándose la eximente de responsabilidad que la propia ley establece a su favor; c) se admitió la cuantificación del daño tal como lo propone el demandante, sin que existieran pruebas contundentes respecto del daño material ni del rubro pérdida de valor venal, conceptos diferentes y que necesariamente deben probarse de modo distinto. Como se puede advertir, salvo en el capítulo sobre la solidaridad ante la condena, el resto de los agravios expuestos por el fabricante y la concesionaria resultaban coincidentes. <bold>VI. Los fundamentos de la condena solidaria</bold> Como se destacó antes de ahora, el tribunal de mérito confirmó <italic>in totum </italic>las apreciaciones que el <italic>a quo</italic> había utilizado de soporte para admitir el reclamo del actor Albaretto. Y lo hizo dando cuenta de que surgía “claramente la responsabilidad por los daños ocasionados, tal como lo dispuso el sentenciante, por falta de calidad, no teniendo el producto la performance que de él se espera”. Ello así, puntualizó el tribunal –según voto del Dr. Javier Daroqui, al que adhirieron los restantes integrantes de la Cámara–, a la luz de las “permanentes y trascendentes solicitaciones físicas a que está sometido un bulón como el seccionado y que debió soportarlas, lo que no ocurrió por una falla del material constitutivo del mismo”. Al margen de las consideraciones fácticas e ingresando de pleno en lo relativo al <italic>plafond</italic> jurídico de la causa, el fallo de segunda instancia apuntó que “si los daños se sufren en razón de vicios o defectos de fabricación, no se investigará si hubo culpa del fabricante en la elaboración del producto, sino que se atribuirá una responsabilidad objetiva fundada en el deber de garantía que implícitamente toma a su cargo al lanzar el producto al mercado ... el productor o quien ofrece la mercancía que produce el daño al consumidor”. Se ingresa así al universo de la responsabilidad objetiva, experimentada ésta en el deber de garantía que asumen quienes intervienen en la cadena de producción y comercialización de la cosa frente al consumidor, garantizando precisamente que este último no sufra daños por la utilización o consumo del producto. <bold>VII. La percepción de la cuestión fáctica al abrigo de los principios tuitivos de la ley 24240</bold> En supuestos como el que fue examinado por la Excma. C7a. CC Cba., el trazo que divide aguas es sumamente delgado, exigiendo del órgano jurisdiccional un análisis exhaustivo de los elementos que se han incorporado a la causa a los fines de ponderar adecuadamente la existencia del evento dañoso, el perjuicio sufrido, el nexo causal entre uno y otro, como asimismo el factor de atribución por el que se atribuye responsabilidad. Y estando en juego los principios que informan la ley 24240, si al momento de realizar el mérito de la controversia aparecieran signos propios de la falta de certeza, cobra envergadura la naturaleza tuitiva de la legislación consumerista. Es que como efecto propio de una norma de orden público que tiene en miras la protección del sujeto más débil de la ecuación sinalagmática, se han creado pautas interpretativas rigurosas en base al adagio “<italic>in dubio contra stipulatorem”</italic>, paradigma previsto como contrapeso de la posición dominante que ocupa el proveedor y que se manifiesta en el fenómeno de la contratación uniforme. Este “dogma legal”, que concuerda con la regla del estatuto mercantil del art. 218 inc. 7, CCom., se halla incorporado a la ley 24240 como principio general, por lo que, “en caso de duda, se estará siempre a la interpretación más favorable para el consumidor” (arts. 3, 2º. párr. y 37, LDC). Sin buscar agotar los tópicos abiertos definidos en párrafos precedentes, si como hipótesis de trabajo consideramos que la ley 24240 constituye un microsistema legal protectorio, aun emplazado dentro del derecho privado, tal designación autoriza a dirimir cualquier conflicto de normas en pro de su aplicación en consonancia con el fin benéfico que propugna. En esta inteligencia han de resaltarse algunos aspectos centrales del ordenamiento bajo anatema. <bold>VII.1. Responsabilidad objetiva</bold> La ley 24240 se asienta en materia de responsabilidad sobre un sistema de índole objetivo, por lo que aquélla nace, ya no por culpa presumida, sino por el riesgo o el vicio del vehículo que causara daños al consumidor/usuario. Así surge del art. 40, LDC, al prever que “Si el daño al consumidor resulta del vicio o riesgo de la cosa...”. La responsabilidad objetiva queda circunscripta a la noción del riesgo, que evoca la idea de un hecho con consecuencias que deben ser indemnizables con independencia de la culpa. Queda justificada, entonces, por la utilización que hace el responsable de cosas peligrosas o que presentan un vicio del cual derivan los daños. Es cierto, como bien apuntó en su momento el tribunal de primera instancia en la causa bajo examen, que este sistema contempla algunas excepciones, por ejemplo, si se prueba la culpa de la víctima o de algún tercero por quien no se deba responder, o la incidencia del caso fortuito en la producción del acontecimiento. <bold>VII.2. A propósito de la responsabilidad solidaria: la llamada imputabilidad concurrente</bold> En la necesidad de reparar integralmente los daños que ha sufrido el consumidor, el artículo bajo comentario impone lo que se ha dado en llamar “imputabilidad concurrente”<header level="4">(7)</header>, por lo que aquél puede actuar contra todos o cualquiera de los sindicados como responsables y que integran la cadena de distribución de la cosa: el productor, el fabricante, el importador, el distribuidor, el proveedor, el vendedor y quien haya puesto su marca en la cosa o servicio. <bold>VII.3. Acciones de repetición</bold> Como reflejo de la responsabilidad solidaria –<italic>rectius, in solidum</italic>– que propone la ley 24240 como sistema rector, deja a salvo las acciones de repetición que correspondan, por lo tanto “...el consumidor puede demandar a todos los intervinientes, sin que éstos puedan oponerle la falta de legitimación o excusarse frente al demandante probando la absoluta imposibilidad de detectar el vicio”<header level="4">(8)</header>. <bold>VII.4. La valoración</bold> Entendemos que tanto el resolutorio de primera instancia, en su época, como el confirmatorio del <italic>ad quem</italic>, se sustentaron en prueba de entidad suficiente para tener por cierto la mecánica del siniestro que produjo el resultado disvalioso que el accionante pretendía corregir. Las constancias de la causa son ilustrativas de que, pese a la enjundiosa reprobación de los apelantes, el informe pericial practicado por el experto de oficio resultaba suficiente para predicar, como causa eficiente del evento perjudicial, la existencia de una falla del material constitutivo del bulón. Y si se analizara la causa desde un enfoque más favorable para el fabricante y concesionario, arribaríamos a idéntica conclusión por cuanto, ante la puja de proposiciones (una a favor de la acreditación del accidente y otra en sentido adverso), cobrarían efectividad las máximas de la ley 24240, a través de las cuales el legislador ha dotado a este régimen normativo de una regla interpretativa que no puede ser desoída por los tribunales. En buen romance, no puede el juzgador eludir las pautas de interpretación que el propio Congreso ha diseñado, ya que, de hacerlo, se perjudicaría todo el sistema de la ley 24240, la que hunde sus raíces en la defensa, tutela y protección del consumidor/usuario, siendo aquella regla uno de sus vértices más sobresalientes. Si ello es así, por imposición del propio parlamentario, va de suyo que no podemos dejar de conciliar con las apreciaciones fácticas y jurídicas que expone el tribunal de alzada. Es dentro de esta geografía normativa de neto corte tutelar y garantista del sujeto más débil del sinalagma de consumo, que empieza a perder envergadura la pretensión del fabricante y del concesionario para eludir la condena resaltando que no se acreditó fehacientemente que el accidente hubiera sido causado por fallas del bulón y que se debió a la imprudencia del propio actor. Esta última interpretación, apreciada de consuno con las conclusiones del experto mecánico, luce bastante forzada, perdiendo en definitiva rigor probatorio. De última, la situación aparece cuanto menos confusa por lo que nuevamente debía acudirse –y así lo experimentaron el <italic>a quo</italic> y la Cámara– a las pautas que fluyen del ordenamiento consumerista, pronunciándose por aquella solución más ventajosa para el sujeto protegido. No resulta difícil comprender entonces el camino que debía seguirse: entender que el acontecimiento dañoso fue motivado por defectos de fabricación del bulón antes que por imprudencia en el manejo del vehículo por parte del conductor. A mayor abundamiento, no puede prescindirse de las enseñanzas de la buena doctrina, en el sentido de que “el hecho de la víctima no puede tenerse en cuenta sino a condición de que tenga un vínculo de causalidad con el perjuicio. Nada importa la intervención, ni aun culpable de la víctima, cuando nada ha tenido que ver en la realización del perjuicio”<header level="4">(9)</header>. Concretamente, en la contienda bajo anatema el hecho que los demandados endilgaban a la víctima –v.gr. conducción a una velocidad tal que le impidió mantener el dominio del vehículo–, no sólo que no había logrado ser acreditado, sino que tampoco se había conseguido adjetivarlo como elemento causal en la mecánica del siniestro. El peso del accidente cayó exclusivamente en la falla de fabricación de una pieza trascendental para evitar que el automóvil volcara sobre la carretera. En esta zona gris, poco clara diríamos, adquieren notoriedad los dichos del perito oficial, de los que se hace eco el tribunal para concluir que la responsabilidad es de las codemandadas, sea en el carácter de fabricante (Renault Argentina SA), sea como proveedor (concesionaria M. Tagle (h) y Cía. Sacif) de la cosa defectuosa. No cabe duda alguna que los condenados solidariamente se esforzaron por encontrar la insuficiencia motivacional del fallo; sin embargo, por noble que sea tal inquietud, no puede convalidarse la postura que pregonan si para ello se deben inobservar las pautas de interpretación que conforman la estructura medular de la ley 24240. <bold>VIII. La responsabilidad del fabricante y del concesionario: vicio o riesgo de la cosa y deber de garantía</bold> Determinada entonces la causa eficiente que produjo el suceso dañoso, correspondía pronunciarse acerca de la responsabilidad de las codemandadas, concluyendo el tribunal de mérito que cabía enrostrarles esa responsabilidad a título solidario. Como anunciábamos precedentemente, dentro del marco de una legislación protectora del sujeto débil de la relación –que no es otro que el consumidor y/o usuario–, no sorprende la presencia de preceptos que estatuyen un dispositivo particular en materia de responsabilidad, sin desterrar al régimen general. En efecto, en el Capítulo Décimo del Título Primero (“Normas de protección y defensa de los consumidores”) el legislador insertó el art. 40, regulando la responsabilidad por daños, precepto que establece la responsabilidad solidaria entre todos los intervinientes en la cadena de comercialización de la cosa. Como se desprende de la norma, cuando se causare algún daño al consumidor, resultante del vicio o riesgo de la cosa o directamente de la prestación del servicio, todo el que haya intervenido en los términos indicados por el precepto asumen la responsabilidad del hecho perjudicial y, por ende, deben satisfacer la íntegra reparación del agravio causado. En buen romance, el consumidor damnificado puede actuar contra todos o cualquiera de los que integran la cadena de comercialización, en virtud de diversas causas de responsabilidad. La distinción pasa por el presupuesto a considerar a los fines de extender el reproche: a) respecto de la responsabilidad que se endilga al fabricante, ésta se asienta objetivamente en el riesgo o vicio de la cosa adquirida por el consumidor; b) en tanto que el ordenamiento consumerista genera en contra del vendedor no fabricante ni elaborador una responsabilidad de tipo contractual, cuyo fundamento se encuentra en la obligación de seguridad o garantía que asume el enajenante, y que concuerda con las pautas que el propio ordenamiento de fondo establece en materia de responsabilidad. <bold>VIII.1. El riesgo o vicio de la cosa</bold> En el marco de la relación de consumo, desde que un producto egresa de la fábrica y a través de la cadena de comercialización llega a su destinatario final, se pueden generar plurales relaciones jurídicas que involucran al consumidor. Una de esas situaciones comprende el vínculo que liga al fabricante con el consumidor que no es el adquirente directo del bien. Se trata del supuesto en el que no media vínculo obligacional previo entre el elaborador y el consumidor, lo que plantea el interrogante sobre cómo enmarcar la responsabilidad civil de aquél –contractual o extracontractual–<header level="4">(10)</header>. Debate fértil por cierto que no está en nuestras intenciones primarias cobijar en estas líneas –con acotadas expectativas en cuanto a su diseño–; no obstante, sí resulta de interés anotar que al calor de enjundiosos parlamentos por una y otra tesis, lo cierto es que la segunda ha recibido respaldo mayoritario, desde las gradas autoriles como desde los pronunciamientos jurisdiccionales, destacando que la ausencia de relación convencional preexistente entre el consumidor y el fabricante no vendedor enclava la cuestión en el marco aquiliano, postura que presenta, a su vez, dos andariveles distintos: a) la responsabilidad con fundamento en la culpa subjetiva –art. 1109, CC–; b) la responsabilidad derivada del riesgo o vicio de la cosa o servicio –art. 1113, 2º. párr., in fine, CC–. Una intensa literatura abordó el estudio de cada uno de los presupuestos, decantando una tesis mayoritaria que abona la segunda de las alternativas, al considerar que el elaborador que lanza sus productos al mercado lucra con la comercialización de las cosas que produce, se sirve de ellas y se beneficia económicamente<header level="4">(11)</header>, liberándose exclusivamente si tiene éxito al probar la ruptura del nexo causal. No queda margen a duda alguna al sostener que el presupuesto objetivo expande el universo de legitimados pasivos, incluyendo en consecuencia no sólo al dueño o guardián de la cosa, sino también al fabricante, que sin ser el enajenante directo del bien, se sirve del mismo en su propio beneficio o provecho económico. Precisamente ésta es la base normativa de la que ha partido la ley 24240 para proyectar el régimen de responsabilidad objetiva, tal como puede leerse a tenor del texto pertinente –art. 6, LDC–: “Las cosas y servicios, incluidos los servicios públicos domiciliarios, cuya utilización pueda suponer un riesgo para la salud o la integridad física de los consumidores o usuarios, deben comercializarse observando los mecanismos, instrucciones y normas establecidas o razonables para garantizar la seguridad de los mismos...”. Parece clara la referencia que el ordenamiento consumerista hace a los principios de la responsabilidad aquiliana, centrando su imputación en un presupuesto objetivo como es el vicio o riesgo de la cosa. De todos modos, que la expuesta anteriormente sea la visión mayoritaria no empece a que algunos tribunales han condenado al fabricante no vendedor acudiendo a la culpa subjetiva del art. 1109, CC, en base a la cual se responsabilizó al fabricante no vendedor de un automóvil nuevo con vicios que lo tornaban impropio para su utilización<header level="4">(12)</header>. <bold>VIII.2. La obligación de seguridad</bold> La obligación de seguridad está consagrada en el art. 5, ley 24240; es decir, al estar frente a una relación de consumo, aquel deber se halla indudablemente incorporado a su contenido en protección del consumidor/usuario, careciendo de interés, por lo tanto, acudir a la legislación de fondo –vgr. art. 1198, CC–. Conlleva esta visión las pautas propias de una legislación garantista, que prioriza, a más de la vida de las personas, la seguridad de ellas en cuanto significa estar a cubierto de riesgos no queridos, de sobresaltos, de situaciones que sorprenden negativamente, en cuya defensa no pueden admitirse limitaciones ni cortapisas ni contravalores preponderantes<header level="4">(13)</header>. La responsabilidad se deriva entonces del incumplimiento de un deber secundario de conducta, el de seguridad, desde que la cosa entregada no debe presentar peligro alguno para el consumidor o su entorno, surgiendo en contra del vendedor de la cosa una presunción de adecuación causal que sólo puede ser desvirtuada mediante la prueba de la fractura del nexo de causalidad. Es cierto que no está conteste la doctrina acerca de la interpretación que debe darse a los arts. 5 y 6, ley 24240; así, mientras que para algunos autores dichas normas consagrarían sólo una suerte de "tutela preventiva" del consumidor, otro sector del pensamiento jurídico nacional ve en ellas la consagración expresa de una verdadera obligación de seguridad cuyo incumplimiento traerá aparejada la responsabilidad objetiva del prestador del servicio. Por nuestra parte, abrevamos en esta última fuente, admitiendo que el art. 5 establece claramente y en forma expresa una obligación de seguridad, en función de la cual los sujetos enumerados en el art. 2 garantizan al consumidor o usuario, al que se hallan ligados contractualmente, que durante el desarrollo efectivo de la prestación planificada no le será causado daño sobre otros bienes diferentes de aquel que ha sido específicamente concebido como objeto del contrato<header level="4">(14)</header>. Destacada doctrina abocada al tema en cuestión señala que esta situación no representa en sí una innovación respecto de la situación anterior a la sanción de la ley, desde que la obligación de seguridad se halla implícita en todo tipo de contratos (pudiendo también surgir expresamente de la ley o de lo pactado por las partes) en virtud de lo preceptuado por el art. 1198, CC. Y aun desde el punto de vista de la doctrina mayoritaria, para la cual sólo en cierta clase de contratos puede hablarse de la existencia de este especial deber calificado, los contratos de consumo eran precisamente una de las categorías en las cuales se presentaba dicha obligación de seguridad, aun cuando el tema se enfocó principalmente respecto de la responsabilidad del vendedor de un producto elaborado<header level="4">(15)</header>. El autor, cuya línea seguimos en este capítulo, destaca que la referencia que se hace a la utilización del producto o servicio en "condiciones previsibles o normales de uso" no significa, como parecen inferirlo algunos autores, que se prevea "un parámetro normal de diligencia" (con lo cual se entraría en la órbita de los factores subjetivos de atribución), sino que se vincula más bien con el aspecto causal del fenómeno resarcitorio: el daño será indemnizable siempre que resulte de un uso previsible o normal del producto, y no lo será en cambio si es consecuencia del hecho de la víctima, que le ha dado un uso imprevisible o anormal. No existe duda de que Albaretto le había dado al vehículo un destino “previsible o normal”; empero, no obstante ese uso se produjo el siniestro que causó el daño que reclama, motivo más que suficiente para condenar a la concesionaria teniendo como parámetro la garantía de seguridad. No ingresaremos en esta oportunidad a analizar si la obligación de que da cuenta el art. 5, LDC, integra a todos los daños que sufra el consumidor o usuario o sólo la circunscribe a los que perjudican directamente "la salud o la integridad física de los consumidores o usuarios". Dejando este tópico de lado, en lo que concierne al trabajo de marras la jurisprudencia se ha pronunciado decididamente por entender que la norma del art. 5, ley 24240, incorpora el deber de seguridad en los contratos de consumo, sin hacer distinción respecto de las características de peligrosidad que pueda presentar la prestación principal, buscando evitar la obtención de productos que, utilizados en condiciones previsibles o normales de uso, presenten peligro para la salud o la integridad física<header level="4">(16)</header>. <bold>VIII.3. Síntesis</bold> Lo concreto es, entonces, que tanto fabricante como concesionaria resultan responsables por los daños sufridos por el adquirente del vehículo, ora por el defecto de fábrica de la cosa, ora por el deber de garantía que se hallaba en cabeza del transmitente. Frente al consumidor, como se subrayó en líneas anteriores, ninguno de los responsables puede “oponerle la falta de legitimación o excusarse probando la absoluta imposibilidad de detectar el vicio (por ej., el vendedor de mercadería herméticamente envasada que alegue y pruebe que el responsable es el fabricante o elaborador)”(17). Satisfecho el reclamo del consumidor, la determinación concreta de la responsabilidad se definirá ulteriormente pero involucrando únicamente a los demandados, a los fines de las acciones de regreso que pudieren corresponder, cuestión que, aunque sea obvio decirlo por la estructura de la ley 24240, resulta totalmente ajena al consumidor; será, a su tiempo y en la medida que correspondiere, motivo de análisis reservado a la determinación de la efectiva responsabilidad entre fabricante y proveedor de la cosa viciosa. Como ya lo adelantáramos en el texto, no nos resulta dudoso el hecho de que la responsabilidad que impone el texto legal es de corte objetivo, siendo la referencia a la utilización del servicio en "condiciones previsibles o normales de uso" una mera reiteración de principios generales atinentes a la esfera de la relación de caus