<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>Palabras previas</bold> El interés por el tema que aborda este artículo surgió a partir de una de las muchas conversaciones que he tenido con Julio Maier acerca de distintas temáticas jurídicas, la cual, de hecho, ya ha dado un libro como fruto<header level="4">(1)</header>. Esas discusiones informales con el destinatario de este homenaje –todo un lujo para mí y que tanto me han enseñado– marcaron a fuego no sólo mi vocación académica sino también, y fundamentalmente, el modo de llevarla adelante, siempre pregonado por Maier: con la seriedad y la penetración que cabe a los mejores ámbitos académicos internacionales, sin perjuicio de las limitaciones propias y de las dificultades generales que deben afrontarse en el contexto de un país que, en los últimos decenios, no ha tomado en serio a la educación pública y al que no le ha interesado la inversión genuina en investigación científica. Ello ha traído como consecuencia que muchos trabajos tengan un interesante potencial pero que carezcan de suficiente profundización, precisamente por la imposibilidad de dedicación exclusiva a la que conduce la necesidad de ejercer simultáneamente distintas actividades para acceder a un estándar de vida razonable. Como sea, lo señalado en el párrafo anterior es, a mi juicio, una de las principales contribuciones de Julio Maier al ambiente académico nacional: gracias a él, toda una generación posterior encaró el estudio del derecho penal y procesal penal de una manera diferente a la tradicional, alcanzando no pocas veces un nivel ciertamente de excelencia, pese a las dificultades señaladas. Y es de esperar que, de ahora en más, esa generación inculque idénticos valores a las venideras, para bien de nuestras especialidades. Expreso entonces mi reconocimiento a Julio Maier por ese legado, mi cariño entrañable por él y mi gratitud infinita por haberme permitido que, a la distancia, lo haya adoptado desde el inicio mismo de mi carrera como auténtico padre intelectual. <bold>I. Introducción</bold> El presente trabajo se ocupa únicamente de la cuestión del conflicto entre libertad de información y derecho al honor; es decir, en él no se aborda el problema que surge cuando el conflicto es entre derecho al honor y libertad de expresión en sentido estricto (o libertad de opinión). Se analiza, en consecuencia, la emisión de informaciones descriptivas sobre hechos que, en tanto tales, pueden ser consideradas verdaderas o falsas, y no la emisión de juicios de valor. Si se estudia con atención la jurisprudencia actual de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en adelante CSJN o, simplemente, Corte) en lo que atañe al conflicto de orden constitucional entre el derecho al honor y el derecho a la libertad de información –ejercido especialmente por parte de la prensa– sobre cuestiones de interés público, se arriba a dos hallazgos peculiares, cuyo tratamiento constituye el objeto central de este artículo. El primero de ellos –tal como lo señalan el título y el subtítulo del presente trabajo– es una (grata) sorpresa: la doctrina “Campillay” ha devenido superflua frente al desarrollo alcanzado hoy por el estándar de la real malicia. Para demostrarlo se describirá con detalle la evolución de “Campillay” y se confrontará esa evolución con el tratamiento más reciente otorgado por la Corte a la doctrina de la real malicia<header level="4">(2)</header>. El segundo hallazgo es el siguiente: pese a los años transcurridos desde que la CSJN aplicara por primera vez<header level="4">(3)</header> la solución de “New York Times vs. Sullivan” (real malicia) a estos casos, aún continúa sin precisión suficiente una serie de conceptos centrales en el marco de dicho estándar. Así, por ejemplo, todavía no está del todo claro qué entiende la Corte por “notoriedad pública” de la persona afectada en su honor, ni qué parámetros son relevantes empíricamente para concluir que ha existido un “temerario desinterés por la verdad” (<italic>reckless disregard</italic>), entre otras imprecisiones. Desde estas páginas se ofrecen, entonces, algunas propuestas en orden a llenar esos vacíos que, de hecho, afectan gravemente a la praxis. En tal sentido, es de esperar que sean de utilidad a jueces y abogados en el ejercicio de sus respectivas profesiones. <bold>II. Contenido y evolución de la doctrina “Campillay”</bold> Esta es la primera doctrina elaborada por la CSJN tras el retorno democrático de 1983 para los casos de conflicto entre los derechos constitucionales a la libertad de prensa y al honor. Su origen se remonta, precisamente, al fallo “Campillay”, dictado por la Corte el 15/5/1986 (Fallos, 308:789)(*), con voto mayoritario de los jueces Petracchi, Belluscio y Bacqué (disidencias de Caballero y Fayt). La doctrina se refiere a los casos en que los medios de prensa reproducen lo dicho por otro. No es completamente vernácula. En Estados Unidos y en España existen antecedentes muy similares, aunque sólo en el último de estos países tales antecedentes constituyen –como entre nosotros– una doctrina constitucional. En los Estados Unidos, el criterio del <italic>fair report privilege</italic> es una regla del common law, cuya estatura federal (constitucional) no ha sido reconocida hasta ahora por la Corte Suprema de Justicia norteamericana<header level="4">(4)</header>. Campillay era un ciudadano común que había sido afectado en su honor por la publicación de una noticia que, si bien reproducía el contenido de un comunicado policial que daba cuenta de ciertas acciones ilícitas por parte de aquél, no citaba la fuente ni empleaba el tiempo potencial en la redacción. Frente a esto, la CSJN estableció en este fallo lo siguiente: “...un enfoque adecuado a la seriedad que debe privar en la misión de difundir noticias que puedan rozar la reputación de las personas –admitida aun la imposibilidad práctica de verificar su exactitud– imponía propalar la información atribuyendo directamente su contenido a la fuente pertinente, utilizando un tiempo de verbo potencial o dejando en reserva la identidad de los implicados en el hecho ilícito...; el hecho de que tales publicaciones se hayan limitado a transcribir prácticamente el comunicado policial respectivo... no excusa la [responsabilidad <header level="4">(**)</header>] atribuible a los editores involucrados, toda vez que éstos hicieron ‘suyas’ las afirmaciones contenidas en aquel, dándolas por inexcusablemente ciertas” (consid. 7º)<header level="4">(5)</header>. Del propio fallo “Campillay” se deduce que, para que su doctrina opere, no es necesario que la noticia en cuestión afecte a una persona con dimensión pública o se refiera a un asunto de interés público. Sobre esto último, algún autor opina lo contrario<header level="4">(6)</header>, pero lo cierto es que ni el mismo precedente “Campillay” ni los fallos posteriores que fueron precisando su doctrina permiten extraer otra conclusión que la sostenida aquí: está claro que Campillay era un ciudadano común acusado de delitos comunes y que el conocimiento de tales hechos puede ser, ciertamente, de interés general, pero él no es equivalente a interés público<header level="4">(7)</header>. Después del precedente “Campillay” la Corte, como ya se dijo, iría precisando en sucesivos fallos el contenido y fundamento de la doctrina allí sentada. Así, por ejemplo, en la causa “Vago”, del 19/11/1991 (Fallos, 314:1519), se sostiene que la razón de ser de lo establecido en “Campillay” radica en que, muchas veces, dadas las características del periodismo moderno, resulta imposible constatar la veracidad de una noticia susceptible de afectar la honra o el crédito de terceros. Y esa imposibilidad de verificación es precisamente lo que impone “publicar la noticia señalando su fuente, o utilizando un tiempo de verbo potencial o manteniendo en reserva el nombre de los implicados” (Fallos, 314:1521). Se advierte, pues, que esta jurisprudencia brinda un fuerte marco de protección a la prensa, pues la exime de la obligación de controlar la veracidad de una noticia con la sola exigencia de que cite la fuente. Así lo dijo la Corte con toda claridad en la causa “Ramos”, del 27/12/1996 (LL 1998-B, 299): “Debe resaltarse el carácter fuertemente tutelar [para la prensa] de esta doctrina [se refiere a “Campillay”], según la cual se permite al que suministra una información desinteresarse de la verdad o falsedad de ella y eximirse de responsabilidad civil con la sola cita de la fuente” (consid. 8º). La liberación de todo deber de diligencia respecto de la veracidad de la noticia fue aclarada más adelante por la Corte, con toda precisión, en un considerando marginal del caso “Menem, Eduardo”, del 20/10/98 (LL 1998-F, 617), en el cual se dejó sentada una importante distinción entre la <italic>veracidad del contenido de la noticia y la veracidad de la existencia de la fuente</italic>: sólo esto último –según “Campillay”– debe ser acreditado por el periodista o medio de prensa que invoca una fuente para sustraerse de responsabilidad por el carácter injurioso o calumnioso de una noticia. Así lo dijo la Corte: al periodista o medio de prensa, “para obtener una liberación de responsabilidad civil o penal, [le basta] acreditar la veracidad del hecho de las declaraciones del tercero, pero no la veracidad del contenido de ellas. Por la falsedad del contenido de la noticia será responsable el tercero que la generó, pero no quien se limitó a reproducirla con sujeción estricta a los recaudos indicados [utilización del tiempo potencial o cita de la fuente, etc.)]. La veracidad que debe acreditar quien reproduce la noticia dada por otro se refiere únicamente al hecho de la declaración –no a lo declarado–” (“Menem, Eduardo”, consid. 15º)<header level="4">(8)</header>. Hasta aquí queda claro entonces que “Campillay” no impone a la prensa ningún deber de diligencia relacionado con la veracidad de la información (este deber es impuesto por el estándar de la real malicia, según se verá). No obstante, la evolución experimentada por la doctrina Campillay muestra que la Corte, en distintos fallos, ha ido estableciendo una serie de exigencias tanto en lo que se refiere a la fuente que se cita cuanto a la manera en que ella se reproduce. Veremos ello a continuación. En “Granada” (LL 1994-A, 239), por ejemplo, la Corte dejó en claro que se acepta que ha habido remisión a una fuente “aun cuando no se la cite en forma expresa... mas resulte <italic>acreditable</italic>” (consid. 11º del voto en disidencia parcial de los jueces Barra, Fayt y Levene; bastardilla agregada). La misma idea trasunta el voto de la mayoría en ese mismo fallo al avalar la fuente por el hecho de que ella “pudo –casi de inmediato– ser perfectamente identificada por cualquier habitante del país” (consid. 8º). Luego, con cita expresa de “Campillay” y “Granada”, la Corte, en el conocido caso “Triacca” (Fallos, 316:2416), precisó esto último al decir que “dicha doctrina exige que, para obtener la exención de responsabilidad del informador, éste atribuya <italic>directamente</italic> la noticia a una fuente <italic>identificable</italic> y que transcriba en forma sustancialmente fiel lo manifestado por aquella” (consid. 11º; bastardillas agregadas). Con la aclaración de que basta que la fuente sea simplemente identificable, la Corte acepta que aquella no esté indicada nominalmente (en tanto pueda ser luego fácilmente reconocible). Pero con la exigencia de que debe tratarse de una atribución directa a una fuente, el Alto Tribunal pone de manifiesto que ella debe ser efectivamente invocada. Y es más, la Corte exige que la invocación sea “sincera” (“Granada”, consid. 6º), a punto tal que obliga al propalador de la noticia a acreditar “judicialmente que ha invocado la fuente y que sus dichos coinciden sustancialmente con aquélla” (“Ramos”, consid. 8º)<header level="4">(9)</header>. Esta última cita de la Corte conduce a las ya anunciadas exigencias derivadas de la doctrina “Campillay” en orden a la <italic>manera</italic> en que debe ser reproducida la fuente invocada. Para que la afirmación que es objeto de crónica no sea “propia del medio” (“Granada”, consid. 6º) sino de quien originariamente la emitiera, lo reproducido por la prensa –como se vio en los párrafos anteriores– debe coincidir <italic>sustancialmente</italic> con lo expresado por la fuente (“el deber esencial en ‘Campillay’ es la fidelidad a la fuente”, dice la Corte en “Triacca”, consid. 12º; o –en su caso– debe tratarse de una transcripción de la fuente “sustancialmente idéntica” (“Ramos”, consid. 8º). Ello quiere decir, fundamentalmente, que de “Campillay” no surge otro deber de diligencia que no sea esa fidelidad a la fuente. No es necesario, por ejemplo, “difundir todas las posibles repercusiones y desmentidas motivadas por aquella [por la fuente]” (“Triacca”, consid. 12º). Que se trate de una reproducción <italic>sustancialmente</italic> fiel a la fuente significa, por una parte, que no se exige al medio de prensa una reproducción absolutamente textual de la noticia deshonrante o desacreditante para que pueda sustraerse de responsabilidad civil o penal; pero también, por la otra, que esa responsabilidad surge si, en la reproducción de la fuente, se agregan opiniones <italic>propias del medio</italic>, que pueden manifestarse no sólo por el abandono del tiempo potencial en la crónica, sino también por la inclusión de comentarios, énfasis, títulos o epígrafes que, por su tono o características, de alguna manera agregan a la noticia un determinado nivel de subjetividad, propio del medio. Así lo ha expresado la CSJN en el caso “Rudaz Bisón”, del 2/4/1998, diciendo que genera responsabilidad “el agregado por parte del periódico de un título destacado –lo cual comportaba una participación subjetiva del medio de prensa en el contenido de la comunicación–” (consid. 7º; el voto del juez Vázquez en la misma causa especifica: “un título destacado de <italic>connotaciones agraviantes</italic> que le adicionó [a la fuente] la fuerza de convicción que emana de su propia opinión y responsabilidad” [consid. 11º; bastardilla agregada]). Lo mismo ocurre cuando los autores del artículo periodístico reproducen una fuente “utilizando un lenguaje impropio –en el que predomina un tono burlón y sarcástico–” que la fuente no poseía (“Díaz”, consid. 15 del voto del Dr. Boggiano). Sólo si se cumple con este deber de fidelidad a la fuente podrá la doctrina “Campillay” irradiar el beneficioso efecto –que en opinión de la Corte se identifica incluso con la ratio legis misma de su adopción– de que, atento la fidelidad a la fuente y su sencilla identificación, “se transparenta el origen de las informaciones y se permite a los lectores relacionarlas no con el medio a través del cual las han recibido, sino con la específica causa que las ha generado. [Así], también los propios aludidos resultan beneficiados, en la medida en que sus eventuales reclamos... podrán ser dirigidos contra aquellos de quienes las noticias realmente emanaron y no contra los que sólo fueron sus canales de difusión” (“Granada”, consid. 6º, entre otros fallos). Con lo dicho hasta aquí creemos que es suficiente para sintetizar el núcleo de la doctrina “Campillay”: <bold>Los medios de prensa, al publicar una noticia potencialmente agraviante para el honor de una persona respecto de la cual no les resulta sencillo constatar su veracidad, quedarán exentos de toda responsabilidad en tanto atribuyan la noticia a una fuente identificable o aludan a la noticia empleando el tiempo potencial o mantengan reservada la identidad de los posibles afectados, sea que la noticia se refiera a un suceso de interés público o de simple interés general o incluso particular, no siendo tampoco relevante si el afectado es una persona con dimensión pública o un ciudadano común. En caso de que el medio de prensa opte por la cita de la fuente, es necesario que su invocación sea expresa, directa y veraz. Esta exigencia de veracidad se limita a la existencia de la fuente y no abarca a la veracidad del contenido de la información emanada de aquella. La reproducción de la fuente debe ser fiel, es decir, lo publicado debe ser sustancialmente idéntico a lo receptado. Deja de serlo si se agregan comentarios o se le da un marco a la noticia de características tales que importe la inclusión de opiniones propias del medio de prensa o de sus propias aserciones.</bold> <bold>III. Breve síntesis del contenido de la doctrina de la real malicia</bold> Ha quedado claro que la doctrina “Campillay” no exige un deber de diligencia respecto a la veracidad del contenido de la noticia, sino que, supuesta la dificultad o imposibilidad de constatar esa veracidad, le tiende un “puente de plata” a la prensa –en tanto ésta cumpla con los recaudos señalados– cuando la noticia en cuestión no proviene de información propia sino de fuentes aportadas por terceros. Claro que esto no significa que no exista, para la prensa, siquiera un deber mínimo de diligencia relativo al contenido de la noticia, más concretamente: a la veracidad de su contenido. Sobre ese deber de diligencia trata, precisamente, la doctrina de la real malicia. Con la síntesis que aquí corresponde, cabe decir que dicho estándar jurisprudencial nace en el conocido fallo “New York Times vs. Sullivan”, dictado por la Corte Suprema de Justicia norteamericana el 9 de marzo de 1964, cuya doctrina fue, textualmente, la siguiente(10): <bold>“Las garantías constitucionales requieren -creemos- una regla federal que prohíba a un funcionario público obtener una indemnización por daños y perjuicios por una falsedad difamatoria relativa a su conducta oficial, a menos que pruebe que la declaración ha sido realizada con ‘actual malice’, esto es, con conocimiento de que era falsa o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no”.</bold> Dicho estándar, con todo, iría evolucionando ulteriormente en la jurisprudencia de los Estados Unidos, precisándose su alcance hasta lograrse su contenido actual, que es el siguiente: <bold>Cuando se vulnera el honor de un funcionario público o de una figura pública a través de una información de interés público, sólo podrá atribuirse a su autor responsabilidad por injurias o calumnias si el afectado en su honor prueba que la información es falsa y que quien informó lo hizo con conocimiento de la falsedad de la información o con temerario desinterés acerca de si era falsa o no</bold><header level="4">(11)</header>. Téngase entonces bien presente lo siguiente: real malicia no significa –como puede llegar a creer el lego o incluso el jurista no compenetrado en el tema– algo así como “obrar con auténtica (real) intención de ofender el honor”, es decir, no alude a una suerte de “<italic>real animus injuriandi</italic>”. “Real malicia”, en este contexto, es un giro proveniente de la (inadecuada) traducción literal del modo en que la jurisprudencia de los Estados Unidos hace referencia o bien a la <italic>posición cognitiva</italic> o bien a la <italic>actitud</italic> del autor frente a la verdad de una información. Obrar con real malicia en este marco es, pues, actuar con conocimiento de la falsedad de la información o con temerario desinterés respecto a esta circunstancia, <italic>no otra cosa</italic><header level="4">(12)</header>. Es de este contenido, así precisado, de donde se infiere el principio general del cual se nutre esta doctrina: de aquello que es veraz, está referido a personas públicas y versa sobre cuestiones de interés público no cabe derivar responsabilidad jurídica alguna, entendiéndose por veraz no sólo lo estrictamente verdadero sino también todo aquello que <italic>ex ante</italic> resulta verosímil, esto es, se presenta <italic>como verdadero o como posiblemente verdadero</italic> (aunque ex post no lo sea) a una persona diligente. En lo que hace a nuestro país –y en materia penal que es lo que aquí nos interesa–, la doctrina de la real malicia puede decirse que es sostenida por la Corte a partir del caso “Morales Solá”<header level="4">(13)</header>. Hay, sin embargo, antecedentes que, si bien referidos a causas civiles, permiten ir perfilando la doctrina de nuestra Corte Suprema, que es prácticamente idéntica a la norteamericana, salvo en un punto, respecto del cual la CSJN establece una distinción propia. En efecto, en la causa “Costa” (Fallos, 310:508), del año 1987, la Corte deja sentado el conocido principio de la <italic>protección débil del funcionario público frente a la protección fuerte del ciudadano común</italic> en materia de derecho al honor, extraído directamente de “New York Times vs. Sullivan”. Pero lo interesante de este fallo es que formula una precisión (que no aparece en “N.Y. Times vs. Sullivan”) respecto del <italic>grado de notoriedad</italic> que debe poseer un funcionario público para que tenga aplicación la doctrina de la real malicia, dejando en claro que, por ejemplo, no es lo mismo un ministro de gobierno que un anónimo empleado de una repartición estatal. Esta distinción se funda en la razón que da base al mencionado principio de protección débil del funcionario público en lo que atañe a su honor, la cual, según la Corte Suprema de los Estados Unidos (seguida en ello textualmente por nuestra CSJN) radica en que los funcionarios públicos “tienen un mayor acceso a los medios periodísticos para replicar las imputaciones” y, además, “se han expuesto voluntariamente a un mayor riesgo de sufrir perjuicio por noticias difamatorias”<header level="4">(14)</header>. Frente a estos fundamentos –razona acertadamente nuestra Corte– un anónimo funcionario público de baja categoría se encuentra en la misma situación que un simple particular. Para resumir, entonces, cabe destacar que las reglas subjetivas del estándar de la real malicia son aplicables en tanto se den tres presupuestos objetivos: a) que exista una <italic>información imputativa</italic> y objetivamente falsa, esto es, la atribución descriptiva y objetivamente no verdadera de un hecho a una persona, sin importar que la información provenga o no de un medio de prensa<header level="4">(15)</header>; b) que dicha información sea de <italic>interés público</italic>; y c) que aquel a quien se atribuye el hecho descrito en la información sea una persona o un funcionario con <italic>notoriedad pública</italic>. Si en un caso falta alguno de estos presupuestos, entonces no será de aplicación la doctrina analizada. <bold>IV. ¿“Campillay” o real malicia? La evolución de la jurisprudencia más reciente de la CSJN</bold> Hasta aquí se ha expuesto, por separado, el contenido y desarrollo de las dos principales doctrinas que ha elaborado o receptado la CSJN para resolver el conflicto entre libertad de prensa y derecho al honor. Resulta imprescindible, sin embargo, relacionarlas entre sí, para precisar el ámbito de aplicación de cada una de ellas. Al respecto, el análisis de la jurisprudencia más reciente de la Corte arroja –como se ha adelantado– resultados sorprendentes. El más importante de ellos es que, en verdad, la doctrina “Campillay” ha devenido superflua en la jurisprudencia de la CSJN y que, por consiguiente, en la actualidad el Alto Tribunal resuelve todos los casos exclusivamente de la mano de la doctrina de la real malicia. Esta tesis será demostrada en los párrafos que siguen. Creemos que la exposición precedente de ambos estándares constitucionales ha sido suficientemente clara en un punto importante: la doctrina que establece un determinado deber de diligencia acerca de la veracidad de la <italic>información</italic> o del <italic>contenido</italic> de la noticia es la de la real malicia, <italic>y no “Campillay”</italic>, que establece un deber de diligencia respecto de la <italic>fuente</italic>. De hecho, el estándar de la real malicia es aplicable a supuestos en los que “Campillay” no puede ser aplicada en absoluto, a saber: cuando la información publicada no proviene de una “fuente” sino del propio medio de prensa (a raíz, por ejemplo, de una investigación a cargo de un periodista del medio); o –para ser más precisos–: cuando la fuente no es un tercero ajeno al medio de prensa sino el propio medio de prensa. ¿Pero puede haber casos en que baste (i.e.: sea necesaria y <italic>suficiente</italic>) la sola aplicación de “Campillay” para resolverlos? La respuesta es negativa. Pues lo cierto es que el Alto Tribunal no llega nunca al extremo de admitir que la prensa se desinterese <italic>por completo</italic> de la cuestión de la veracidad de la noticia: <italic>toda</italic> información de interés público que afecte el honor de una persona pública o de un funcionario público con notoriedad pública, provenga o no del propio medio de prensa, debe ser controlada en función del cumplimiento del deber de diligencia respecto a la veracidad del contenido de aquella, y la doctrina que establece tal deber de diligencia es, precisamente, la de la real malicia. Esta es la posición de la Corte<header level="4">(16)</header>. En efecto, si media interés público y el afectado por la información es una persona con notoriedad pública, la CSJN no libera de responsabilidad al periodista o medio de prensa que ha actuado, respecto del contenido de la noticia, con conocimiento de su falsedad(17) o con temerario desinterés respecto a si ella es falsa o no lo es, <italic>aunque aquel haya atribuido la información a una fuente y haya citado a ésta correctamente</italic>. En tales casos, acreditado que el periodista o el medio <italic>cumplió</italic> con “Campillay” (esto es: citó correctamente la fuente o empleó el tiempo potencial, etc.) no corresponde eximirlo automáticamente de responsabilidad, sino que debe todavía determinarse cuál fue su actitud respecto a la veracidad del contenido de la noticia proporcionada por esa fuente. Y sólo la conclusión a la que se llegue en función de este último control –que es un control derivado del estándar de la real malicia– es lo que determinará si corresponde responsabilizar o no al emisor de la información falsa<header level="4">(18)</header>. ¿Qué función le queda entonces a la doctrina “Campillay” en el contexto de la responsabilidad de la prensa por noticias de interés público agraviantes del honor de personas con notoriedad pública? Ya se dijo que si en tales casos quien informa cumple con los recaudos establecidos por aquella doctrina, no obstante no queda exento todavía de responsabilidad hasta que se compruebe que tampoco actuó con real malicia. Ello podría hacer creer que el cumplimiento de “Campillay” es, <italic>ceteris paribus</italic>, condición necesaria pero no suficiente para la exención de responsabilidad de los medios de prensa cuando reproducen noticias provenientes de fuentes ajenas a ellos. Pero la Corte, en el caso “Ramos”, dejó en claro “que el <italic>incumplimiento</italic> de la regla de ‘Campillay’ no constituye condición suficiente para generar responsabilidad, salvo <italic>real malicia</italic> del que informa”<header level="4">(19)</header>. Es decir, si el medio o el periodista no acata “Campillay” pero sí el estándar de la real malicia, no incurre en responsabilidad alguna (ejemplo: reproduce una noticia objetivamente falsa, de interés público y proveniente de un tercero que afecta a una persona con notoriedad pública, sin citar adecuadamente la fuente pero habiéndose preocupado suficientemente por comprobar la veracidad de la información recogida). Pareciera, pues, que, en este ámbito vinculado con cuestiones de interés público y personas con notoriedad pública, la doctrina “Campillay”, en virtud de la precisión que ha ido adquiriendo últimamente el estándar de la real malicia en la jurisprudencia de la Corte, ha devenido en efecto superflua. En caso de noticias de esa clase provenientes de fuentes ajenas al medio de prensa, lo único decisivo, en definitiva, es determinar cuál ha sido la posición cognitiva del que emite la información respecto de su falsedad o, en su caso, la actitud del periodista respecto al deber de diligencia relativo a la veracidad del contenido de la información proveniente de esa fuente, y esto es algo que atañe al estándar de la real malicia, no a “Campillay”. Para comprobar la corrección de la tesis sostenida en el párrafo anterior, es conveniente repasar con cuidado lo que ha sostenido la CSJN en el caso “Menem, Eduardo”, ya citado. En efecto, hasta ese fallo, la Corte había perfilado los contornos de la doctrina de la real malicia en función de casos en los cuales no entraba en consideración el problema de la cita de fuentes ajenas al medio de prensa, por lo que no resultaba necesario analizar el problema de la <italic>confiabilidad de la fuente</italic> como elemento relevante respecto al deber de diligencia en orden a la veracidad del contenido de la información. Por otra parte, hasta ese precedente, los casos de interés público y referidos a personas de notoriedad pública a los que la Corte había aplicado “Campillay” no presentaban problemas respecto a la fiabilidad de la fuente (i.e., respecto a la veracidad del contenido de la información proporcionada por la fuente), por lo que, en rigor, había sido sólo esta casualidad empírica la que le había permitido al Alto Tribunal emplear la doctrina “Campillay” en forma autónoma en este ámbito. ¿Pero qué sucede cuando, en un caso de interés público y vinculado a personas con notoriedad pública, la fuente de donde proviene la noticia no es objetivamente fiable en cuanto a su veracidad, y el informador no obstante la reproduce, cumpliendo todos los recaudos de “Campillay” pero sin preocuparse en absoluto por esa falta de fiabilidad, conocida <italic>ex ante</italic> por él o fácilmente cognoscible por su notoria evidencia? Este es precisamente el problema que planteó en “Menem, Eduardo”. En este caso, la Corte reafirma su posición respecto a que, para supuestos en los que se reproducen informes fácticos de terceros, debe aplicarse la doctrina “Campillay” (consid. 14º), destacando expresamente lo ya dicho en “Granada” en el sentido de que “la atribución de la noticia a una fuente debe ser <italic>sincera</italic>” (consid. 14º, bastardilla agregada). Pero más adelante aclara que “la protección del denominado ‘reportaje neutral’, es decir, aquel en que el informador meramente transcribe o reproduce lo expresado por otro con sustancial fidelidad, sólo se da frente a ‘...la ausencia de indicios racionales de falsedad evidente de los datos transmitidos, para evitar que el reportaje neutro sirva indebidamente de cobertura para meras suposiciones o rumores absolutamente injustificados para cualquier sujeto mínimamente atento...’ (conf. Tribunal Constitucional de España, Sala primera, sentencia Nº 41/1994)” (consid. 16º); (los puntos suspensivos, el entrecomillado, la cita del tribunal español y el paréntesis son del original]. Y a continuación sienta la Corte su propia doctrina, en los siguientes términos: <bold>“Dicho con otras palabras, si quien se dispone a reproducir la información dada por otro cuenta con indicios racionales de que lo que va a difundir es falso, la mera cita de la fuente de información o la utilización del modo potencial de los verbos no alcanzan para descartar una conducta antijurídica. Por el contrario, la divulgación de noticias que conciernen a episodios sobre los cuales pesa un indicio vehemente de inexactitud o falsedad, obliga al informador a actuar equilibradamente, lo que en los hechos significa, ni más ni menos, que asumir el deber de reproducir la noticia con las aclaraciones necesarias relativas a la sospecha de inexactitud que pesa sobre ella, o bien abstenerse de difundir lo que, en las condiciones expuestas, no serían más que rumores o suposiciones.” (consid. 16º).</bold> Y continúa: <bold>“Por cierto, no se trata de exigir que se difundan todas las posibles repercusiones o desmentidas que pudieran existir sobre la materia informada, pues no es tal un deber que quepa ser inferido de la doctrina fijada en el caso “Campillay”, conforme lo destacó esta Corte en Fallos: 316: 2416, consid. 12. Pero sí se trata propiamente de responsabilizar al informador que, contando con indicios sobre la falsedad de lo que se dispone a reproducir, obra con abstracción de ello, no indaga por sí mismo la veracidad de la información o se despreocupa de si es cierta o no” (consid. 16º).</bold> Se trata, en definitiva, de evitar que la mera cita de la fuente, cuando existan indicios serios de su falta de veracidad, sirva “en realidad a los responsables del artículo... de mero trampolín o excusa para el agravio injurioso” (consid. 18º). Ahora bien, el “equilibrio” que en este fallo exige la C