<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic><bold>Sumario: I. Introducción. II. La recepción legal del ideal “resocializador”. III. La dignidad humana en la ejecución penitenciaria. IV. Posibles interpretaciones del término “resocialización”. V. A modo de conclusión</bold></italic> </intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> No parece haber acuerdo ni tampoco un único criterio cuando se trata de establecer claramente qué se entiende por “ideal resocializador”, es decir, en qué consiste (y cuáles son sus límites) la finalidad legalmente consagrada como esencial para la ejecución de las penas privativas de libertad. Las consideraciones teóricas sobre la admisibilidad o no de este fin se entrecruzan con las imposibilidades que derivan de la realidad en este ámbito: la de una verdadera crisis carcelaria. El objetivo principal del presente escrito será, precisamente, acercarnos a establecer cuál es el alcance que debe darse al término “resocialización” como fin esencial de la ejecución de las penas privativas de libertad. Sin la pretensión de alcanzar conclusiones definitivas en relación con tal cuestión, procuraremos clarificar, en la medida de lo posible, el sentido de esta finalidad de la ejecución penitenciaria mediante el análisis del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (fracción 3º, art. 10), la Convención Americana sobre Derechos Humanos (fracción 6º, art. 5) y la ley 24660, de ejecución de la pena privativa de libertad (art.1). También relevaremos las principales características de las denominadas teorías “re” mencionando algunas de las críticas sobre ellas, con el fin de proponer un marco interpretativo de los textos legales mencionados que despeje la mayor cantidad posible de interrogantes sobre el alcance de este ideal resocializador y sea, a la vez, respetuoso de las garantías constitucionales. <bold>II. La recepción legal del ideal “resocializador”</bold> A partir de 1994 y por imperio del art. 75, inc. 22, de la Ley Suprema reformada dicho año, adquieren jerarquía constitucional diversos instrumentos internacionales sobre derechos humanos. Dos de estos conjuntos normativos se refieren particularmente al tema de la finalidad de la ejecución de penas privativas de libertad: el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (ONU, 1966 –en adelante, PIDCP–) y la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica (OEA, 1969 –en adelante, CADH–). En cuanto al PIDCP, éste, en la fracción 3ª., art. 10, dispone que el régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados; por su parte, la fracción 6ª., art. 5 de la CADH prescribe que las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados. Como puede advertirse, la primera de las reglas transcritas se refiere claramente a la finalidad de la ejecución penitenciaria o, más específicamente, al fin esencial del tratamiento dentro del régimen penitenciario. En cambio, una interpretación literal de la CADH llevaría a sostener que ésta se pronuncia sobre la finalidad de las penas y no de su ejecución. Esto plantearía una incongruencia, ya que sólo estaría contemplando el caso de la pena de prisión, con independencia del resto de las especies de penas. En este sentido, Zaffaroni expresa que “no es razonable que un texto se decida por una teoría de la pena respecto de la prisión y no lo haga respecto del resto de las penas, como si los fines de las mismas (y con ello su naturaleza) pudiesen escindirse arbitrariamente por decisión política nacional o internacional”<header level="4">(1)</header>. Es, por lo tanto, en virtud de una interpretación armónica de los textos citados, que puede afirmarse que ambos hablan de la finalidad de la ejecución de las penas privativas de libertad. Los términos “reforma” y “readaptación social”, que estos tratados emplean, ponen de manifiesto que ambos adscriben a las denominadas ideologías “re”. Las ideologías “re” son aquellas que, en términos generales, parten de la consideración del penado como una persona con una dificultad o déficit de algún tipo, enfatizando la posición o rol del individuo que delinquió y valorando como positiva, a la vez que necesaria, una intervención del Estado sobre éste, que tenga por fin subsanar tal deficiencia. Desde hace dos siglos aproximadamente la prisión es la principal pena aplicada prácticamente en todos los sistemas penales. Acompañando –y justificando– el proceso de consolidación de la prisión como la pena por excelencia, se han ido desarrollando diversos discursos que la explican y/o la legitiman. Pueden distinguirse, siguiendo a Zaffaroni, tres etapas en la evolución de estos discursos: Un primer momento en el que se entremezclaron las nociones de “tratamiento” con consideraciones morales. Existía una asimilación del delito –o las conductas desviadas, aunque esta terminología no era aún utilizada– al “mal” o a la “enfermedad”, y éstos, a su vez, estaban causados por el desorden. De modo tal que el mentado tratamiento debía consistir en disciplinamiento y corrección. En un segundo estadio, el positivista, comienza a distinguirse entre el penado con inferioridad biológica que no lograría mejora alguna mediante un tratamiento y para quien la prisión sería eliminatoria y sustitutiva de la pena capital, y el penado con inferioridad biológica reversible mediante un tratamiento pseudocientífico. En este marco teórico se desarrolla la criminología clínica, privilegiante de un sistema biologista y psiquiátrico, que no cuestiona de fondo al sistema penal. Finalmente, en una tercera etapa de esta evolución del discurso sobre el tratamiento de la prisión, el penado es considerado como un “desviado” en el que ha fracasado el proceso de “socialización” primaria y se requiere, por lo tanto, la implementación de un mecanismo de “resocialización”. En otros términos, se “desbiologiza” el discurso de justificación del tratamiento de prisión y surge una serie de discursos de tipo sociológico, de contenido variable, pero cuyo punto en común reside en esta idea de suplir aquello de lo que el desviado carece, por un fallido o incompleto proceso de socialización. También puede mencionarse, con el fin de explicar las principales particularidades de estas doctrinas, el análisis que de ellas hace Ferrajoli. Debe aclararse, sin embargo, que este autor hace referencia a la finalidad de las penas en general sin efectuar distinción alguna entre ésta y el fin de su ejecución (en especial de las privativas de la libertad, tema que aquí nos concierne). No obstante ello, se incluye aquí este análisis porque, al referirse específicamente a las justificaciones utilitarias de la pena que propugnan el fin de prevención especial positiva, Ferrajoli sí introduce –aunque indirectamente– la distinción de la que hablábamos. En efecto, le objeta a este tipo de corrientes doctrinarias que, dado que solo la pena carcelaria tiene que ver con el fin reeducador, no pueden estas doctrinas ser asumidas como criterio teórico de justificación de la pena en general. Esto nos indica que, cuando menos, analiza y critica estas corrientes como justificativas tan solo de la pena de prisión. Ahora bien, subsiste la falta de distinción entre la pena de prisión (o, en general, carcelaria) y su ejecución. Pero tampoco esto obsta a la pertinencia de la cita, ya que lo que aquí –en definitiva– nos interesa, es el fenómeno del ideal resocializador como justificativo de ciertos tratamientos que se enmarcan en la ejecución de las penas, cuestión que es tratada y criticada desde esta posición. Por ello, aunque útil, no es central aquí determinar exhaustivamente los límites de la diferenciación dogmática entre pena y su ejecución, sino más bien las críticas e interpretaciones posibles que podemos dar al mentado fin resocializador. Aclarado esto, volvamos a la posición de Ferrajoli, quien plantea que son tres las tendencias doctrinales que, justificando la pena con orientación preventivo-especial, convergen en la idea antiliberal del delito como patología y de la pena como tratamiento: estas son las doctrinas moralistas pedagógicas de la enmienda, las positivistas y naturalistas de la defensa social y las teleológicas de la diferenciación de las penas (en el sentido de individualización). En “Derecho y Razón” nos dice al respecto que “las tres consideran los delitos como patología, poco importa que sea moral, natural o social, y las penas como terapia política a través de la curación o la amputación”. Critica este autor que son estas doctrinas “las más antiliberales y antigarantistas que históricamente hayan sido concebidas, y justifican modelos de derecho penal máximo y tendencialmente ilimitado”. Señala también que “el fin pedagógico o resocializador propugnado por todas estas diversas doctrinas no es realizable […], la cárcel, en particular, es un lugar criminógeno de educación e incitación al delito”<header level="4">(2)</header>. La cuestión de las ideologías “re” como discurso justificativo de la ejecución de las penas privativas de la libertad demanda, sin duda alguna, un análisis mucho más extenso del que permiten llevar a cabo las características de este trabajo. Sin embargo, nos pareció de singular importancia señalar, cuando menos, sus principales aspectos y algunas de las críticas que se les han formulado. Uno de los principales cuestionamientos a esta corriente señala que ésta –como derivación del funcionalismo<header level="4">(3)</header>– parte de una concepción “sobreconsensuada” de la sociedad y, por lo tanto, no logra explicar las desigualdades entre –y dentro de– los estratos sociales ni los procesos de cambio que no “quedan absorbidos” por el sistema social. Aunque esta crítica es de mayor complejidad, podemos resumirla diciendo que, debido a que la sociedad se encuentra estructurada de forma desigual, los diversos grupos sociales tendrán intereses distintos que, frecuentemente, entran en conflicto. Llevado al tema que nos ocupa, esto se traduce en una cuestión que las teorías “re” no llegan a explicar acabadamente: en primer lugar, esta estructuración desigual de la sociedad abre la posibilidad de que las conductas delictivas se deban a motivos que no sean la “enfermedad” o la “desviación” sino, por ejemplo, la diversidad de “intereses” o valores entre distintos grupos sociales. Por supuesto que esto implicaría reconocer que existe cierto grado de autonomía en la toma de decisiones de los individuos y que, por lo tanto, no correspondería “resocializar” o ayudar a comprender o “reeducar” porque se trataría, al menos en parte, de un asunto volitivo. En otras palabras, si las normas sociales –entre ellas los delitos– no son producto de una voluntad homogénea, su vulneración probablemente tampoco se deba a una única causa: la desviación, enfermedad, desinserción, desadaptación, cualquiera sea la denominación que se utilice. Otro de los puntos criticados, derivación del anterior, es que estas teorías estarían propugnando la intervención del Estado en un ámbito muy íntimo de la persona, sin justificar esto en un acto específico sino en una característica de la misma. Es decir, la contracara de la resocialización no parece ser la comisión del delito, ni siquiera de ciertos actos particularizados que vulneran alguna norma, sino el hecho de que el penado no está socializado. No importa tanto el hecho delictivo como el delincuente en sí mismo. Desde esta crítica se entiende el punto de vista de Ferrajoli –expuesto más arriba– que asimila en sus resultados las doctrinas pedagógicas de la enmienda y las positivistas a las que propugnan la individualización de las penas y los tratamientos resocializadores: todas ellas terminan enfatizando al penado, como sujeto que adolece de una patología y de cuyo tratamiento (correctivo, terapéutico o resocializador) debe hacerse cargo el Estado por medio de la ejecución penitenciaria. A similar conclusión, desde un análisis de tipo sociológico, llega Matza cuando, al criticar las teorías subculturales (que se enmarcan en un paradigma funcionalista), señala que estas comparten con la criminología positivista uno de sus pilares básicos: que el delincuente es un ser distinto del ciudadano convencional<header level="4">(4)</header>. En definitiva, además de la vaguedad del término “resocialización” en sí mismo –que dificulta de por sí su interpretación–, nos encontramos ante una intervención del Estado –“a puertas cerradas”– basada en la persona, no en los hechos. Esta pareciera ser una de las cuestiones que más violentamente entra en colisión con los principios y lineamientos básicos de nuestro ordenamiento jurídico, cuestión que se tratará más adelante. Por último, nos señala Zaffaroni en cuanto a la repercusión del uso de los discursos “re” en el segmento penitenciario, que éste hace a sus operadores vulnerables a las críticas efectuadas a dichos discursos –porque aparecen como discursos anticuados, por la distancia que existe entre ellos y la realidad, porque se convierten en blanco de críticas de intereses comprometidos con la “privatización” de la justicia– y, por otra parte, la convicción de que este discurso es impracticable genera una grave situación de anomia profesional<header level="4">(5)</header>. No obstante las variantes dentro de estas teorías –que distinguen entre readaptación, reinserción, reeducación, entre otros términos–, nos referiremos en este trabajo a la finalidad de resocialización o al ideal resocializador, como comprensivo de lo que consideramos son características esenciales de las ideologías “re”. El ideal resocializador, por otra parte, no sólo se encuentra presente en los dos pactos ya mencionados. En el ámbito de la legislación infraconstitucional, la Ley de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad 24660, en su art. 1, 1º párr., consagra el mismo principio al disponer que: “La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad”. Tanto del término “reinserción” como de la expresión “lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley”, se desprende claramente la afirmación precedente. En relación con esta norma en particular, algunos autores destacan la importancia de la diferencia entre el término readaptación, utilizado por la derogada ley penitenciaria –y también por los tratados– y la reinserción a la que alude la ley 24660. De acuerdo con esta lectura, para la readaptación bastaría con un cambio en la actitud del “desadaptado” –es decir, del penado, en nuestro caso–: consistiría en “hacer” social a un sujeto que no lo es –ya sea por características propias que son de su “esencia” o por el resultado de un proceso de rotulación social–. Por el contrario, para la “reinserción” sería necesario combinar actitudes del excluido con la participación de la sociedad <header level="4">(6)</header>. Esto último parece verse reflejado en el art. 1º de la citada ley, que directamente se refiere a la promoción de la comprensión y del apoyo de la sociedad para cumplir con la finalidad de reinserción. Sin embargo, si bien es cierto que ambos términos no expresan una idéntica idea y que la inclusión de la participación de la sociedad como aspecto necesario de la resocialización ampliaría en parte el espectro de posibles “responsables” de llevar a cabo este proceso, la misma mantiene su acento en la categorización del penado como poseedor de un déficit, y una expresión tan vaga como “promover la comprensión y el apoyo de la sociedad” no parece contrarrestar ese énfasis de manera suficiente. Prever la necesidad de la participación de la sociedad solo para el momento en que ya ha actuado el sistema penal implica una concepción de participación social algo parcializada. Partiendo de la idea de que la respuesta penal es o debería ser, en un Estado de Derecho, la última y más excepcional respuesta ante el acaecimiento de un hecho que genere conflicto social –y aceptando, inclusive, que solo puede solucionar ciertos conflictos sociales–, la participación social que se dé en el marco de su aplicación será también limitada. En tal sentido, si lo que se busca es la aplicación de políticas criminales que den lugar a una participación comunitaria verdaderamente activa, relevante para solucionar conflictos –incluido el del problema que presenta la imposición legal de resocializar– y con alguna permanencia, su implementación solo en la etapa de ejecución de la pena es absolutamente insuficiente, además de quedar aislada. Estos tipos de participación social –los previstos como complementarios de tratamientos penitenciarios– serían tal vez más viables y efectivos si se enmarcaran en una política que contemple la mentada participación en otras instancias de resolución de conflictos. En definitiva, los textos legales que regulan la ejecución de las penas privativas de la libertad en nuestro país, en lo referente a su finalidad esencial, consagran un ideal resocializador. Ante esto, una de las dificultades que se presentan es la de una interpretación que, por un lado, sea medianamente realizable, pero que, además, lo sea dentro de un marco respetuoso de las garantías constitucionales. <bold>III. La dignidad humana en la ejecución penitenciaria</bold> El cumplimiento de una condena, en un Estado de Derecho, no debe dar lugar a la vulneración del derecho a la dignidad humana. Éste se encuentra consagrado –con jerarquía constitucional– en el art. 11.1, Convención Americana sobre Derechos Humanos (“Toda persona tiene derecho […] al reconocimiento de su dignidad”); artículo 10.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (“Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”); en el art. 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (“Todos los seres humanos nacen libres en dignidad y derechos…”); en el art. 37.c. de la Convención sobre los Derechos del Niño (”Los Estados Partes velarán por que […] todo niño privado de libertad será [sea] tratado con la humanidad y el respeto que merece la dignidad inherente a la persona humana…”); y en el art. 33, CN, como derecho no enumerado<header level="4">(7)</header>. La dignidad humana ha sido definida como el reconocimiento a cada ser humano de “...una capacidad personal que le permite adoptar –libremente, sin ninguna injerencia estatal– sus propias decisiones sobre sí mismo, sobre su conciencia y sobre la configuración del mundo que lo rodea”<header level="4">(8)</header>. Los propios términos de su formulación legal y la definición transcripta de dignidad personal resaltan una cuestión particular: la consideración de la dignidad humana como inherente al ser humano, “personal” o existente “desde que nacen” los seres humanos. Sin embargo, no resulta claro, a partir aquellos o de ésta, cuál es el verdadero alcance de este derecho. En otras palabras, aunque resulta inconcuso que nuestro ordenamiento jurídico ha receptado el derecho al respeto a la dignidad humana –que constituye una verdadera condición inherente al ser humano– surge el interrogante sobre si es –además– un derecho en particular que protege un bien jurídico distinto a los tutelados por otros derechos. No pretendemos con esto arribar a una diferenciación tajante y definitiva entre este y los demás derechos humanos –ya que estos deben interpretarse como una unidad–, sino tan sólo mencionar algunos de los posibles criterios de delimitación del contenido del derecho a la dignidad humana. Ello no parece superfluo si se tiene en cuenta que de su vaguedad podrían derivar interpretaciones incorrectas y aun distantes de su finalidad, esto es, de la finalidad de los preceptos que lo consagran normativamente. Clarificar esto es –considero– un paso más que imprescindible para detectar los casos en que este derecho es vulnerado. Y la finalidad esencial de resocialización en la ejecución de las penas privativas de la libertad pareciera, en principio, hacer peligrar o, al menos, limitar la capacidad de autodeterminarse que implica la dignidad humana. El reconocimiento de la dignidad humana como una condición propia de la persona, que consiste en esta capacidad de autodeterminarse, no es discutible en el marco de un Estado de Derecho. En este sentido, parece innegable que todos los derechos –al menos todos los derechos fundamentales– tendrán su fuente en el reconocimiento de esta básica condición humana. Esta podría ser una acepción “amplia” o más abarcativa de la dignidad humana. No obstante, como decíamos, cabría preguntarse si la dignidad humana, además de ser una condición imprescindible para ejercer otros derechos, protege un singular aspecto del ser humano. Y, en tal caso, si es un derecho con un contenido específico positivo o bien “residual”, refiriéndonos con este término a una regla de clausura <header level="4">(9)</header>. Con relación al tema que nos ocupa, se presentan tres posibles alternativas –no excluyentes entre sí–: • que a través de esta resocialización se vulnere la dignidad humana porque se violan otros derechos, lo que, indirectamente, limita esta condición inherente del hombre a autodeterminarse; • que, con alguna medida en particular, se limite directamente la autodeterminación del individuo; esto podría llegar a darse al establecerse “castigos” indirectos para aquellos reclusos que no se sometan a las actividades voluntarias del tratamiento<header level="4">(10)</header> –afectando, por ejemplo, la progresividad del régimen–; • por último, es posible considerar el derecho a la dignidad como una regla de clausura sin que esto implique, de ningún modo, negar las demás interpretaciones propuestas. Son reglas de clausura o de cerramiento aquellas que permiten la interdefinibilidad entre la acción prohibida y la permitida: prohibir una acción es lo mismo que no permitirla y viceversa <header level="4">(11)</header>. En este sentido, las disposiciones que positivizan la dignidad humana serían similares a la del art. 19, CN, o más bien, una manifestación de este: aquellas intervenciones del Estado en la vida y la toma de decisiones de las personas, que no están permitidas, están prohibidas por el principio de reserva y porque afectan la dignidad humana. Si este último es el único tipo de reglas relevante para el derecho penal, también debe serlo en materia de derecho de ejecución. Esta afirmación responde a que la ejecución penal, al deber ser –como mínimo– controlada por autoridad jurisdiccional viene a ampliar el contenido del derecho procesal penal; y éste es parte del derecho penal –tomando el término en sentido amplio, para designar una unidad político-jurídica con fines comunes<header level="4">(12)</header>–. Otro tanto puede decirse del principio de legalidad y, correlativamente, el de reserva –arts. 18 y 19, CN, y art. 2, ley 24660–, con plena vigencia para quienes se encuentran cumpliendo una condena como consecuencia de una sentencia judicial firme, y también para quienes están en condiciones de encierro en cumplimiento de medidas cautelares<header level="4">(13)</header>. Sin embargo, pese a este reconocimiento legislativo de la dignidad humana, del principio de legalidad y de la titularidad de los derechos que derivan de su consagración, es, precisamente, la falta de límites precisos a este ideal resocializador lo que ha facilitado, de alguna manera, la justificación a la violación de derechos y garantías de los internos. En palabras de Salt: “La falta de una definición clara del principio de resocialización como fin de la ejecución de las penas contribuyó, de manera determinante, a aumentar la inseguridad jurídica en la etapa de ejecución penal, dotando a la administración penitenciaria de un ámbito de arbitrariedad que se manifestó, principalmente, en los límites impuestos al ejercicio de los derechos de las personas privadas de libertad...”<header level="4">(14)</header>. <bold>IV. Posibles interpretaciones del término resocialización</bold> Lo dicho hasta aquí nos permite afirmar que la cuestión del alcance y de los límites del ideal resocializador no está, en modo alguno, resuelta. Existen, al respecto, distintas interpretaciones que repasaremos brevemente. Una de las posibles interpretaciones es la propiciada por Zaffaroni, para quien la única forma de revalorar el segmento penitenciario y, al mismo tiempo, reformular los discursos “re” con sentido realizable y compatible con la Constitución, es partiendo de tres conceptos clave de las disposiciones constitucionales: “reforma de los penados”, “readaptación social de los penados” y “finalidad esencial del régimen penitenciario”. En cuanto a los dos primeros, opta por dotarlos de un sentido distinto al de las ideologías “re”. Parte, en su análisis, de la afirmación de que la prisionización “...no es el resultado automático de la comisión de delitos sino consecuencia de la vulnerabilidad de esas personas a la acción selectiva del sistema penal en razón de que responden a estereotipos criminales”<header level="4">(15)</header>. Y rechazando la interpretación del término reforma –empleado en los tratados– como inutilización de la persona, tanto como la intervención conductista, por contrarias ambas a los derechos humanos, este jurista plantea que la única lectura posible de estas disposiciones constitucionales, fuera de las ideologías “re”, consiste en entender la reforma y la readaptación como remoción de las causas de la prisionización, es decir, como una disminución de los niveles de vulnerabilidad frente al poder selectivo del sistema penal. En otras palabras, se trata de que el penado pueda concientizarse del papel que le asigna el poder punitivo y no se someta a la selección criminalizante del sistema penal. Ahora, en cuanto a la expresión “finalidad esencial del régimen penitenciario” se plantea, desde esta postura, que cumple una doble función: por un lado entiende “esencial” como “no único”, en el sentido de que la “posibilidad de reducción del nivel de vulnerabilidad debe ser un ofrecimiento al preso y en ningún caso una imposición de “reforma”<header level="4">(16)</header>. Pero, además, es esta la finalidad “esencial” porque no podrá aplicarse a la totalidad de la población carcelaria. En otros términos, podrá resocializarse –en el sentido de reducción del grado de vulnerabilidad– a la población mayoritaria (la criminalizada por delitos contra la propiedad, en general), pero no a aquellos individuos que cometieron delitos de mayor gravedad, en los que el sistema penitenciario tan solo podrá –y deberá– deparar un trato humano. José Daniel Cesano, por su parte, propone otro análisis del término resocialización. Para este autor existe una doble alternativa interpretativa del concepto readaptación social: o se la define en función del respeto a la legalidad –lo que se efectúa a través de programas de readaptación social mínimos–, o bien se exige, además de una actitud exterior de respeto a la ley, la adaptación a una “determinada concepción de la vida social que el Estado debe imponer a través de la ejecución de la pena –programas de readaptación social máximos–”<header level="4">(17)</header>. Según la concepción de este penalista, la interpretación que se impone al analizar los instrumentos internacionales pertinentes –con jerarquía constitucional desde 1994– y la primera parte de la Constitución Nacional es la que coincide con un programa de readaptación social mínimo. Apoya esta afirmación, primordialmente, sobre dos argumentaciones: una de tipo normativo –análisis del texto constitucional–, y la otra de corte sociológico/moral. En cuanto a esta última, siguiendo a Muñoz Conde, expresa que, partiendo de la base de que en toda sociedad coexisten diferentes sistemas de valores y diversas concepciones del mundo, puede fallar el presupuesto básico de toda resocialización, esto es, que el individuo a resocializar y el encargado de llevar a cabo tal tarea adopten el mismo fundamento moral que la norma social de referencia. Sin este presupuesto, esta posición considera que sería más correcto hablar de “dominio” e “imposición” que de “resocialización”. Refiriéndose concretamente a nuestro sistema constitucional, Cesano considera que no es admisible, en virtud de la normativa que integra tal sistema, que el Estado, a través de la ejecución de la pena, trate de imponer creencias y convicciones. A modo de ejemplo de un tipo de programa de readaptación social máximo cabe citar el Reglamento Penitenciario chileno, que en su art. 71 dispone: “El tratamiento de reinserción social consiste en el conjunto de actividades directamente dirigidas al condenado que cumple su pena en un establecimiento penitenciario, para orientar su reingreso al medio libre a través de la capacitación y de inculcarle valores morales en general para que una vez liberado quiera respetar la ley y proveer a sus necesidades”<header level="4">(18)</header>. En este texto legal queda explícita la intención del legislador de imponer o inculcar valores morales como medio idóneo para que el penado, ulteriormente y una vez en libertad, quiera actuar de acuerdo con los cánones de vida que correspondan a esos valores queridos por la política estatal. Puédese resaltar, incluso, cierta contradicción en la idea de pretender transmitir ciertos y determinados valores, con una finalidad clara y direccional, y luego atribuir las conductas, queridas o no, a la volición del autor de ellas. Aun suponiendo que todas las medidas tendientes a la denominada resocialización del recluso cumplieran exitosamente con esta finalidad, debería ser una obviedad aceptar que ese resultado “exitoso” no fue consecuencia simplemente de lo que el sujeto en cuestión quiere, a secas, sino del proceso de resocialización mismo. <bold>V. A modo de conclusión</bold> No quedan dudas sobre que en lo referente a finalidad de la ejecución de las penas privativas de la libertad, los textos constitucionales e infraconstitucionales adoptan la terminología propia de las ideologías “re”. Éstas, partiendo de un modelo estructural-funcionalista de sociedad, adscriben al penado un déficit o inferioridad que mediante el tratamiento resocializador podría subsanarse. Sin embargo, subsiste la problemática de armonizar este ideal resocializador –su interpretación y actuación– con los derechos y garantías que la Constitución nacional consagra en resguardo de la libertad de la persona, de su dignidad y de su derecho a autodeterminarse libremente. Repasando brevemente las distintas propuestas interpretativas de este ideal resocializador se encuentran, desde uno de los enfoques abordados, razones para postular que la resocialización debe ser entendida como reducción del nivel de vulnerabilidad a la acción selectiva del sistema penal, no imponible obligatoriamente, ni realizable en la totalidad de los casos (aunque sí en la mayoría). Debe anotarse que si bien esta posición reconoce la existencia de un factor “externo” al penado –la selectividad del sistema penal–, ella le adscribe una característica que lo diferencia del resto de las personas que cometen delitos, poniendo el acento de la interpretación del término resocialización, precisamente, en dotar al sujeto de herramientas que lo ayuden a aminorar esa diferencia, que no deja de ser, por decirlo de algún modo, “propia”. Es cierto que en todas las sociedades existen diversos modos de autoagresión y que uno de ellos es “la insistencia en colocarse en situación de alto riesgo de vulnerabilidad penal”<header level="4">(19)</header>. Y, en tal sentido, es coherente proponer que un tratamiento resocializador realizable y legal consista en proporcionar, con la voluntad del penado y en los casos en que sea posible, las herramientas necesarias para disminuir esa vulnerabilidad. Sin embargo, esta postura pareciera quitar relevancia a uno de los presupuestos del que partió: la selectividad de la acción criminalizante del Estado. Por supuesto que es inevitable referirnos al sujeto penado porque lo que aquí se analiza es la ejecución de la pena privativa de la libertad. Pero, ¿es verdaderamente realizable esta reducción del nivel de vulnerabilidad sin criticar y modificar la selectividad que lo genera –o que con él interactúa en una relación de interdependencia–? Aun tomando como presupuesto que cierto grado de selectividad es inevitable y hace a una característica estructural de todo sistema penal, cabría preguntarse