<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro></intro><body><page><bold>I. El caso</bold> El menor D.A.V. llegó a juicio acusado como coautor de robo, delito que se le atribuía haber cometido en la niñez, es decir antes de cumplir los dieciocho años de edad. Realizado el debate, el acusador no mantuvo el “<italic>factum</italic>” íntegro ni la calificación legal original, por cuya razón y a resultas de la prueba, el tribunal declaró finalmente su responsabilidad penal como coautor de hurto simple y violación de domicilio en concurso real, en los términos de los arts. 162, 150 y 55 del Código Penal. La defensa técnica impugnó el fallo, lo que motivó la intervención del tribunal de casación. Sostuvo que cada uno de los hechos cometidos por D.A.V. estaba reprimido con pena privativa de libertad cuya respectiva escala no superaba los dos años de prisión y que, por ende, le cabía la excusa absolutoria que contempla el art. 1° de la ley nacional 22278 (texto según ley 22803), sin que ello encuentre óbice en el concurso material. <bold>II. La solución</bold> El tribunal de casación estimó que le cabía razón al planteo del defensor. Primeramente aclaró que, cuando de delito se trata, su relevancia en el derecho penal no deriva sólo de que se verifique la existencia de un hecho, típico, antijurídico y culpable, sino de que concurran asimismo los presupuestos legales para la procedencia de la pena. “Ello impone la necesidad de que el hecho sea perseguible penalmente (arts. 71 y ss. y 59 y ss.) y no esté excusada la responsabilidad del autor por circunstancias que sin afectar la tipicidad, antijuridicidad o culpabilidad y, en atención a razones de política criminal, eximan de pena al autor de determinados delitos”. Luego consideró que, al excluirse la circunstancia agravante de fuerza en las cosas y modificarse consecuentemente la calificación jurídica originaria con la que el hecho en cuestión había arribado a juzgamiento –asignándosele la de hurto con violación de domicilio en concurso real–, constituía un deber del defensor solicitar la absolución de su asistido por hallarse amparado en la excusa absolutoria que admite el art. 1° de la ley nacional 22278. A ese respecto, aseveró que la razón de política penal que lleva a excusar de responsabilidad penal a quienes cometen hechos delictuosos de menor entidad en su niñez, aunque ya con edad que los hace imputables, no podía ceder ante la multiplicidad fáctica, como resolvió el tribunal a quo en virtud del concurso material existente, sin vulnerar cuanto había llevado al legislador a desechar una respuesta punitiva. Concluyó casando parcialmente la sentencia dictada por el a quo, y absolviendo a D. A. V. de los delitos de violación de domicilio y hurto en concurso real (arts. 45, 150, 162 y 55, CP), en virtud de lo dispuesto por el art. 350 inc. 3, 4º sup., CPP. <bold>III. Sus implicancias</bold> Quizá bastaría al presente con decir que la solución en casación fue correcta, y que si la suma de grises no produce el negro, tampoco la acumulación de hechos no punibles puede rematar en responsabilidad penal sin caer en una metábasis inaceptable. No obstante, entendemos que la cuestión planteada y dirimida tiene ciertas implicancias de interés para destacar: <bold>a) El conflicto en lo penal.</bold> Sabemos que la temática concierne de manera principal a la filosofía, en lo jurídico y en lo político, pero no podemos rehuir consideraciones indispensables. El atropello contra un bien jurídico siempre encuentra en colisión dos intereses: el de quien ha actuado de modo antijurídico, y el de quien padece el agravio jurídico consecuente. Sin embargo, hay bienes jurídicos que una sociedad estima merecedores de la mayor tutela legal ante posibles embates que comprometan su misma existencia. Así ocurre que con la amenaza penal procura desalentar determinados actos que por su entidad tienen virtud intrínseca para disociar, para truncar el fin propio de la vida en común, desde el daño material intencional hasta el homicidio o los atentados contra la coexistencia en el Estado. Así, se desprende que en el conflicto ínsito a la previsión penal, subyace a la colisión de intereses entre quien embiste el bien jurídico y quien resulta directamente embestido, un tercer interés en juego: el de los demás como conjunto, que viven en la transgresión delictuosa una ofensa a lo que hace valiosa y deseable la vida en sociedad. Cualquier respuesta al hecho delictuoso debe tenerlo presente, a menos que la sinrazón prevalezca y la respuesta se reduzca a variantes de mera composición entre intereses particulares, conculcando el interés público comprometido. <bold>b) La intervención estatal.</bold> El atropello a un bien jurídico muy estimable vulnera la confianza mutua en que se asienta lo social e inmediatamente genera una reacción tanto en el directamente afectado como en los que indirectamente lo padecen, individualmente como potenciales víctimas si se repite, y a la vez como miembros de una sociedad que se ve vulnerada en su misma razón de ser. La venganza –ajena a la vida animal– aflora desde el mismo sentimiento de ofensa, aun antes de que haya sido sometida al juicio de la razón. Pertenece al orden del desquite del ser –enseña J. Maritain en Lecciones Fundamentales de Filosofía Moral– en cuanto expresa la exigencia –y aun la urgencia– de que quien se ha dispensado una determinada gratificación a costa de otro u otros sin derecho, restablezca el equilibrio devolviendo, esto es, despojándose de la fruición ilegítima mediante un mal recíproco que la compense. El móvil de venganza –como manifestación original de justicia en lo penal– sobrepasa al directamente ofendido y alcanza a familiares, allegados y demás pertenecientes al círculo social en que impacta. Y dos peligros se ciernen entonces: que la retribución se vuelva desproporcionada, y que alcance a otros más allá del ofensor. Así como el talión surgió para aventar el primer peligro, la potestad estatal en lo penal advino para dar razonabilidad a la respuesta vindicativa, en su medida y en su destinatario. Desde el momento en que el Estado se irroga esa potestad, su intervención se legitima si la retribución –esencial a la pena– cobra razonabilidad respecto a la transgresión en sí, y si resulta suficiente con relación a los intereses en juego. En esa dirección, la legitimidad proviene de leyes, tribunales y órganos de ejecución que procuren: a) preservar al transgresor de la venganza privada; b) estimularlo en la observancia de la ley y el respeto a los demás; c) desalentar nuevas transgresiones de su parte y de parte de terceros; y d) restablecer la confianza mutua indispensable para la convivencia que la ofensa ha quebrantado. En definitiva, y como lo hace notar con énfasis L. Ferrajoli en "Derecho y razón", la punición estatal debe cumplirse con una consigna legitimante: obtener con un mínimo esfuerzo, que recae en el penado, un máximo beneficio para él y para los demás. <bold>c) La excusa absolutoria.</bold> A partir de allí, las alternativas de despenalización que la legislación estatal incorpore deben ser las que la prudencia aconseje para evitar la respuesta penal, cuando y donde se estime innecesaria, sustituyéndosela por otras que se propongan los mismos fines sin retribución. Ni la mediación como vía de composición, ni concepciones de derecho penal mínimo o de justicia restaurativa, muy en boga en nuestros días, pueden desatenderlo sin impulsar, tarde o temprano, el renacimiento de la justicia por mano propia como opción antisocial o el endurecimiento de la respuesta penal como salida inadecuada y carente de equidad. Tampoco puede desatenderlo un régimen legal que mire a la sola corrección, que renuncie a la retribución penal cuando el niño incurre en hechos típicos de escasa entidad –los que tienen pena privativa de libertad no mayor de dos años– y lo someta únicamente a educación correctiva. Y no basta para eso que deje abierta la posibilidad de una sanción penal <italic>in extremis</italic> para quien en definitiva no se corrige, a la manera en que lo hace la ley nacional 22278, sino que ha menester que prevea las medidas correctivas aplicables, en especie y medida, y provea las herramientas judiciales y administrativas que las hagan efectivas, como para que la razonabilidad y la suficiencia les den un crédito social bastante y disuadan de discursos y prácticas penalizantes. El vacío que nuestra legislación tiene sobre el particular deja librada la determinación de las medidas a la sola discreción judicial. Y esto, que contraviene las garantías fundamentales que reconoce la conciencia jurídica contemporánea y plasma la Convención sobre los Derechos del Niño, conduce a una insalvable contradicción que se resuelve –por lo general– en la lenidad estatal, o en una tímida corrección con medidas pretorianas siempre expuestas a impugnación cuando acarrean restricción o privación de libertad. No extraña, por consiguiente, que el interés público en juego induzca, a quien lo representa en el proceso penal por hechos delictuosos en la niñez, a planteos que eludan las dificultades que la pura corrección entraña y encaminen la reacción estatal a lo penal. Es lo que puede haber llevado al desenlace en el caso que nos ocupa y que mereció la casación ulterior, más allá de alguna confusión ante las reglas del concurso material, que resultaban inaplicables a cuasidelitos, a hechos típicos, antijurídicos y culpables pero no punibles por excusa fundada en la niñez. Si el niño es un educando, tal cual lo considera la susodicha Convención, y el interés en su desarrollo integral es algo prevaleciente (art. 3), entendemos que el conflicto no puede superarse en su detrimento y desplazando la respuesta al ámbito penal. Mas tampoco puede quedar en la esfera de la corrección aparente, que aumenta la delincuencia y sirve a la inseguridad y a un discurso punitivo dominante, motivando propuestas legislativas de corte represivo que pretenden acallar el clamor público que la inconsecuencia estatal suscita. <bold>d) Conclusión.</bold> La disyuntiva que se presenta es de hierro: o la legislación avanza en su propio régimen, instrumentando la corrección en términos razonables, suficientes y respetuosos de las garantías fundamentales, o bien se desvía hacia la retribución penal como medio para alcanzar la enmienda en el sujeto y la confianza de los demás (art. 1º, LN 24660). Vale admitir –aunque lo lamentemos– que esta última opción es la que va imponiéndose en los proyectos legislativos, con reducción de la edad de imputabilidad penal y la implementación de un régimen con medidas punitivas acordes a la edad y que pretenden impulsar una mayor responsabilidad social &#9632;</page></body></doctrina>