El fallo que se comenta versa sobre la jurisdicción y la delegación de funciones como práctica judicial.
En el caso concreto, el propio magistrado de la causa reconoció no haber estado presente en la declaración del imputado argumentando que “ningún juez de la Nación puede abocarse totalmente a las audiencias que se practican en forma simultánea en un juzgado”. La defensa planteó la nulidad de la declaración del imputado y de todo lo actuado en consecuencia, fundando su petición en la conculcación de garantías constitucionales al haberse violado los derechos del acusado, como el de ser oído por el juez de la causa, y afirmando que es el juez el único autorizado por la ley para oír en declaración a un imputado. La Cámara hizo lugar al relamo aduciendo, en síntesis, que “delegar funciones propias del magistrado en empleados que exclusivamente de él dependen, tal como es el caso de la recepción de la declaración indagatoria: primer acto de defensa del imputado durante la etapa de instrucción, en el que se le hará conocer en forma detallada y precisa cuál es el hecho que se le imputa y cuáles son los elementos de prueba que existen en su contra, es una práctica que atenta contra la buena administración de justicia”. Por lo tanto, de homologarse la decisión del juez de grado, implicaría convalidar actos contrarios al Estado de Derecho.
Dos son los enfoques –relacionados quizás entre sí– que motivan el presente comentario, según se trate del procedimiento nacional o provincial.
El procedimiento establecido por el CPPN establece la investigación a cargo del juez instructor
. Éste debe ser designado por la ley antes del hecho de la causa (art. 18, CN), de lo que deviene la necesaria competencia, independencia e imparcialidad establecida con anterioridad por la ley.
Al establecer que los individuos deben ser juzgados por jueces, se deja claramente establecido que sólo tienen “jurisdicción” para llevar adelante el juicio previo y aplicar el Código Penal, los tribunales federales o provinciales que integran el Poder Judicial
. Es lo que se conoce como principio o garantía de juez natural, que indica la normalidad del régimen de competencias, presconstituida por la ley al juicio, entendiendo por competencia “la medida de la jurisdicción” de que cada juez es titular. Señala Ferrajoli
que esto significa tres cosas distintas aunque relacionadas entre sí: la necesidad de que el juez sea preconstituido por la ley y no constituido
Superado actualmente el poder de comisión en el que se manifestaba históricamente la injerencia política en la administración de justicia, el problema del juez natural hoy guarda relación esencialmente con la problemática de la delegación funcional, que a lo largo de los años ha distorsionado las competencias y relaciones entre las personas que integran los distintos organismos judiciales.
Atento los conceptos vertidos, resulta incompatible con el principio del juez natural la delegación de funciones
, entendiéndola como el mecanismo por el cual un funcionario o empleado subalterno asume la ejecución de las tareas correspondientes a su superior –quien sí es competente según la ley que rige la función– y las realiza en lugar de éste y bajo su control (real o formal) o bajo el control de otro funcionario a quien le ha sido delegada esa supervisión
. Así, señala Cafferata Nores, es derivación propia del principio de “juez natural” que no exista delegación de cualquiera de las atribuciones propias del juez (vgr. recepción de prueba o preparación de resoluciones por funcionarios judiciales inferiores)
. Por su parte, Binder también cuestiona el procedimiento, derivando dicha incompatibilidad de la necesaria independencia del juzgador frente a la organización burocrática que lo rodea, señalando que mediante la delegación ya no son los magistrados los que se ocupan de los asuntos sino que son sus subalternos quienes toman las decisiones en el caso concreto y, por lo tanto, quienes deberían resolver pasan a depender de la maquinaria que los rodea
. A su vez, Maier señala que esta situación pone en crisis otra garantía: la imparcialidad del juzgador, pues “la función no se delega ni siquiera en una persona determinada sino de manera impersonal en alguien que, en la ocasión, asume el lugar del juez innominadamente y usurpa su función sin constancia alguna”
.
Aun así, y a los fines de precisar conceptos, resulta necesaria la siguiente distinción. Una cosa es la delegación funcional y otra la delegación operativa. La primera abarca los actos propios de la función, cuya ejecución por el juez resulta inconferible ya que refiere a la
, y comprende todo aquello atinente al poder de decisión y motivación. A la segunda concierne lo relativo a la ejecución o materialización de las resoluciones, directivas, dictámenes, en definitiva, la ejecución de lo ya resuelto.
Esta distinción permite arribar a la siguiente conclusión: no todo es indelegable, y sólo aquello atinente a la decisión o motivación efectuado por quien no es titular de la jurisdicción puede atentar contra el principio del juez natural. Esto puesto que nadie discute que, una vez adoptada una decisión y señaladas las razones que dieron lugar a ella, la materialización o concreción de dicho decisorio bien puede ser confiada a otra persona
.
Hecha esta distinción, es de destacar una realidad: lo cierto es que el Poder Judicial no está dotado del número necesario de jueces para atender la multiplicidad de casos que llegan a su conocimiento. Como producto del desarrollo económico y poblacional, la cantidad de trabajo sobrepasa las posibilidades materiales de cada magistrado para cumplir diariamente con su labor. Para poder abordar medianamente las funciones judiciales se comienza a articular un sistema basado en la falsedad. En efecto, por regla general, los jueces materialmente derivan su función a empleados. Estas actuaciones verificadas por los subalternos son firmadas por el juez como si hubiera estado presente en el interrogatorio, comparendo o diligencia de que se trata, cuando en realidad no lo ha estado. De aquí la caracterización de Binder
sobre el juez de Instrucción: “un señor que está en su despacho rodeado de montañas de expedientes que se ocupa de tramitar papeles de un lado para el otro y firmar”.
Esta situación ha sido certeramente descripta por Julio Cueto Rúa
, quien señala que “la realidad de nuestros tribunales, en esta materia, es deplorable. La prueba testimonial se recibe en condiciones inadecuadas. Un dactilógrafo suele ser el agente judicial encargado de redactar el acta del testimonio, encabezarla, interrogar sobre las generales de la ley y cumplir –o no cumplir– ciertas formalidades, como la del juramento. Como se sabe, el empleado no traduce fielmente todas y cada una de las palabras del testigo. Él efectúa una síntesis de esa declaración y al efectuarla puede favorecer, aun de modo inconsciente, a una de las partes. Los riesgos no desaparecen cuando media control de la prueba por los abogados de ambas partes. Suelen suscitarse diferencias entre éstos, que se debaten en primer término, en presencia del empleado encargado de levantar el acta. Si la divergencia subsiste, el empleado acostumbra a acudir al oficial primero de la Secretaría para superar la dificultad. Si ella se mantiene, se llega al secretario del tribunal. Ínterín, las discusiones y las argumentaciones han puesto al testigo bien al tanto de la importancia de su testimonio. De todos estos minuciosos incidentes, el juez nada encuentra en oportunidad de redactar su sentencia, porque el acta de la prueba testimonial producida trae la expresión sintética de las manifestaciones de los abogados y los testigos y de la decisión judicial, si la hubo”.
Incluso la jurisprudencia ha constatado dicha situación, llegándose a sostener que “La notoria delegación de facultades que es casi inevitable en la Justicia de Instrucción no significa que los jueces no tengan la obligación de dar instrucciones muy precisas a sus subordinados acerca de cómo deben conducir los interrogatorios”
. De esta manera se ha tratado de justificar una materialidad que no condice la forma con la ley, verificándose la imposibilidad del sistema de salir de su propia falacia, por la sencilla razón de que no se ha tomado en cuenta lo que se ha dado en llamar “el principio del realismo”.
Relacionado con el principio del juez natural, pero no como específica derivación de éste sino del derecho de defensa y el principio de inmediación, encontramos la necesaria presencia del juez de la causa en la declaración del imputado, puesto que se trata del principal acto de defensa material con el que cuenta todo sindicado en la participación de un hecho delictivo. Su recepción es impuesta por la ley al tribunal como consecuencia de la necesidad de proveer a su defensa material. Sustancialmente, consiste en una exposición voluntaria del imputado que responde a la imputación dirigida en su contra. Tal como lo sostiene la Cámara con votos de Donna y Bruzone –siempre con relación al procedimiento nacional– “su recepción es acto privativo del juez –pues es de esencia jurisdiccional– e importa la exteriorización del derecho de audiencia, uno de los pilares de la inviolabilidad de la defensa en juicio, en tanto configura la vertiente a través de la cual el procesado deslizará, eventualmente, la oportunidad de replicar la imputación y proporcionar los elementos convictivos que hagan a su justificación. Su naturaleza está conformada prioritariamente por esta función sustancial”
.
El valor de la declaración del imputado como medio de defensa justifica que sea rodeada de todas las garantías, la presencia de un abogado en el acto, el conocimiento –antes de declarar– del hecho que se investiga y de las pruebas que existen en su contra, y la real comprensión por parte del procesado que la negativa a declarar no implica presunción alguna de culpabilidad.
En un sentido más práctico, la indelegabilidad de la función del juez en la declaración del imputado se deriva en sustancia de la premisa siguiente: el interrogatorio no puede redactarse de antemano, ya que de las respuestas del indagado al instructor pueden surgir otras nuevas preguntas, circunstancia que requiere de éste un completo conocimiento del sumario y un grado de apreciación sobre la utilidad y necesidad de cada pregunta. De aquí el papel personal y por lo tanto intransferible del juez en la etapa instructora. El criterio rector para considerar indelegable el acto debe ser el de conectar el acto de la declaración indagatoria con la actividad de defensa. Ello porque en la indagatoria se ejercita la defensa material del imputado, razón por la cual la ley procesal reviste al acto de formalidades tan estrictas.
El problema de la delegación se profundiza cuando los actos de la instrucción tienen importancia sobre el juicio. Cuando –tal el caso del procedimiento nacional– la investigación llevada a cabo por un juez instructor es desarrollada con fuertes restricciones al contradictorio, cuyos logros probatorios quedan registrados en actas que, si bien teóricamente, sólo debieran ser útiles para dar fundamento a la acusación, su eficacia conceptual y procesal excede en mucho ese límite y avanza sobre la etapa del juicio, desplazándolo muchas veces en importancia
. Por ello la tendencia es que la investigación pase a manos de los fiscales, complementándolo con su desburocratización.
En realidad, los principios fundamentales del derecho procesal como la inmediación, celeridad, concentración, publicidad, etc., tienen muy poca aplicación en la etapa de instrucción del juez, y ésta, en lugar de ser una vía breve y rápida donde se reúnen todas la evidencias, se transformó en algo solemne y definitivo. Es raro que en el plenario se adicionen nuevos elementos de prueba. En consecuencia, todas las funciones dentro del proceso van desnaturalizándose; el juez de sentencia no valora las pruebas aportadas ante él, sino que ejerce el control y mérito de las pruebas recogidas por el juez del sumario convirtiéndose éste en el inquisidor por naturaleza. La reforma del proceso penal incorporando un juicio oral pero manteniendo la etapa de investigación escrita no significa ningún cambio que desburocratice de manera importante el sistema.
Es necesario modificar el proceso penal actual creando un nuevo régimen que se adecue a las necesidades del medio donde habrá de servir abarcando la diversidad de posibilidades, de manera de satisfacer todos los requerimientos.
Uno de lo primeros pasos es poner la investigación penal preparatoria a cargo del Ministerio Público. Así lo sostiene Cafferata Nores, para quien el paradigma de un modelo acusatorio de proceso penal –con la incorporación a la CN de los más importantes instrumentos y tratados supranacionales sobre derechos humanos– se ha convertido en texto expreso, indiscutible, inalterable y obligatorio par la legislación procesal (16). Pero la práctica demuestra que si este cambio no se complementa con otros más profundos, simplemente se logrará una transformación formal, que el “juez de instrucción se disfrace de fiscal”
.
Es aquí donde arribamos al procedimiento establecido en el CPP de la Pcia. de Cba., que distingue y diferencia las funciones de acusar y juzgar
, a cargo de partes distintas estableciendo la investigación preparatoria (la cual también se impone en vías de simplificación, acotación de plazos y fases
) a cargo del Ministerio Público Fiscal. En este sistema, los conceptos anteriores vertidos con relación a la prohibición de delegación de funciones por parte del juez no tienen la misma significancia, puesto que no rige el principio del juez natural, ya que el Ministerio Público –como órgano acusatorio por naturaleza– no ejerce la jurisdicción, siendo sólo los jueces del Poder Judicial (oficiales o ciudadanos) quienes pueden ejercitar la potestad jurisdiccional y tienen su monopolio (art. 152, CPcial.)
. No obstante, corresponde señalar que en el actual sistema procesal provincial existen dos tipos de actos que el fiscal realiza “cuasi jurisdiccionalmente”, por lo que valen las siguientes aclaraciones. Por un lado, la atribución fiscal de ordenar la prisión preventiva excede el marco de facultades del Ministerio Público Fiscal, dentro de un sistema acusatorio, en el cual le cabe el rol de órgano de averiguación de la verdad acerca de los hechos delictivos e individualización de los culpables, con el objeto de dar base a la acusación o determinar el sobreseimiento. En este contexto, la decisión sobre una medida de coerción que se prolongue en el tiempo hasta el propio juicio resulta una extralimitación de funciones
. Por otro lado, encontramos la declaración del imputado, sobre la cual se ha discutido la constitucionalidad de su recepción por el representante del Ministerio Público
. Como se señala
. No obstante, en principio no existiría inconveniente para que, en el marco de una investigación fiscal, esta declaración sea receptada por el fiscal instructor. Más aún, se ve con buenos ojos la posibilidad de proveer en forma escrita a la defensa, ya que “el poner al imputado cara a cara con el órgano judicial que recibe la declaración es más un gesto de sometimiento a la autoridad que le resta tranquilidad para declarar”
. Sin embargo, sería conveniente incorporar la posibilidad de declarar ante el juez, tal como lo hace el Código de rito de la Provincia de Buenos Aires
. Al respecto, se han considerado “suficientemente garantizados los derechos que hacen a la defensa en juicio mediante la posibilidad que otorga la norma al imputado a que solicite motivadamente declarar en el juez de garantías”
.
Aun así, el problema que centra el presente comentario sigue vigente. Nadie escapa a la realidad actual en la cual los fiscales de Instrucción son secundados por distintos empleados y las causas se distribuyen entre el personal de la Fiscalía, designándose un “instructor” según la complejidad, capacidad, antigüedad y cargo del personal.
Retornando con la idea del realismo, dicha materialidad podría legalizarse con una reforma legal. Para ello podría tomarse como eje la figura del “ayudante fiscal”, funcionario de carrera judicial que actúa en las sedes de las distintas unidades judiciales con facultades propias y delegadas, encargado del encausamiento de la investigación en sus primerísimos pasos, con potestades varias entre las que se destaca, por su trascendencia, la de receptar testimonios, incluso con la posibilidad –expresamente legislada– de su incorporación al juicio por simple lectura para casos de excepción. A partir de esta figura vanguardista, es posible ir aún más allá con la creación de la figura de “asistente o ayudante” del titular del Ministerio Público, con atribuciones derivadas en cuanto a la posibilidad de tomar testimonios, concurrir a los actos procesales, escuchar al acusado, constituirse en el lugar del hecho, “empaparse” de los elementos reunidos y los por recabar, concretando su actuación mediante actas informales (ya sea grabaciones o certificaciones sin rigorismos o demasiadas exigencias formales), dirigiendo personalmente la investigación siempre bajo supervisión y directivas del titular de la Fiscalía
.
La propuesta podría cristalizarse de la siguiente manera: el fiscal de Instrucción, según la complejidad y exigencia del caso, evaluaría la forma de tramitarse la causa, si estará a cargo de un asistente o incluso –cuando las circunstancias así lo demanden– se podrá designar un grupo de asistentes para la investigación y –en los casos que se merite– será directamente el titular de la Fiscalía quien instruya el sumario. Los mencionados asistentes deberían tener facultades propias pero subordinadas a las del FI y actuarían siempre bajo su supervisión y asistencia. Luego, evaluando el mérito suficiente, serían ellos los encargados de formular la acusación a los fines del paso de la causa al estadio del juicio. Bajo estos conceptos, a fin de salvaguardar los derechos de confrontación e interrogación, los actos de la instrucción no podrán ser incorporados al debate por su lectura, salvo participación efectiva del defensor
.
En honor a la unidad de la línea persecutoria, un sistema coherente debería estatuir que todos los funcionarios a cargo de la actividad acusatoria intervengan desde el principio hasta el final de un proceso
. En este sentido, el hecho de que la actividad persecutoria esté en manos de distintos funcionarios del Ministerio Público evidencia un fraccionamiento de la actuación de éstos ante los tribunales, de manera tal que en un solo proceso es posible que actúen sucesivamente tres, cuatro o cinco involucrados en la acusación, la mayoría de las veces sin un conocimiento previo profundo del caso o sin coincidencia y tácticas predeterminadas. Es absurdo que sean funcionarios distintos los que se encarguen de preparar, formular y sostener la acusación, comenzando cada uno a conocer el caso desde cero y desentendiéndose el que cumplió la tarea previa
.
La unidad de la línea persecutoria implica mayor economía tanto de tiempo como de esfuerzo, evaluado en el valor del trabajo humano que implica reiterar la misma actividad por distintos funcionarios, para llegar a un resultado quizás más pobre, con la consiguiente pérdida de inmediatez, lo que redunda en una menor eficacia, incluso por la pérdida de información. Del mismo modo impediría la elusión de responsabilidades al comprometer a cada funcionario con el éxito de la acusación, de manera tal que se impida la justificación de un fracaso en el error del inferior o superior, ya que será el mismo representante del Ministerio Público (o sus asistentes en la causa) los que sostendrán la acusación que dará base al juicio. Ello simplificaría el proceso, descomprimiría la tarea de los fiscales de Instrucción y evitaría las incoherencias que se constatan diariamente; incluso solucionaría la gran parte de los llamados “conflictos de criterio”.
Semejante modelo sería asimismo beneficioso para la organización y estructura de las oficinas, ya que coexistiría trabajando en tareas diferenciadas personal con funciones judiciales (a los que según capacidad y experiencia se les asignaría competencia como “asistentes del fiscal”) y personal administrativo a cargo de todo el trámite burocrático de la oficina (en este aspecto es de destacar el desperdicio de recurso humano calificado abocado únicamente a dar entrada a expedientes, contestar exhortos, encarpetar entrega de cadáveres, etc.).
Por otro lado, la oralización de las oposiciones e incidentes ante el juez de control, en la medida que la naturaleza del asunto lo posibilite, solucionaría el problema de la delegación en las instancias de control (vgr. oposición a la prisión preventiva) y en la etapa intermedia. De esta manera, los conflictos podrían ser resueltos (generalmente) por el órgano jurisdiccional previa audiencia en la cual los interesados depongan sus argumentos.
División de tareas y roles, responsabilidad en las funciones, inmediación, supervisión permanente del representante del Ministerio Público, son todos conceptos que deben gobernar esta estructura, cuya puesta en funcionamiento no demandaría una compleja reforma(31) y cuyos beneficios serían ampliamente provechosos para el sistema en aras de la cristalización de una situación que acaece en la práctica.
Como colofón del presente trabajo y sintetizando los conceptos expuestos podría decirse que:
La delegación de funciones en la actividad jurisdiccional viola el sistema de garantías constitucionales, más precisamente, el principio de juez natural y el de independencia funcional.
Una investigación preparatoria simplificada a cargo del Ministerio Público Fiscal desburocratizada y sin incidencias decisivas sobre el juicio que esté a cargo del Ministerio Público es una solución para el problema de la inconstitucionalidad de la delegación de los actos funcionales ■
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