<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>Sumario: I. Introducción. II. Asistencialismo o sistema retributivo de las normas de previsión. III. Resurgimiento de la asistencia social privada. IV. El rol del Estado según la Constitución Nacional. V. Conclusiones.</italic></bold> </intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> En el Congreso Nacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social celebrado en Bariloche en abril de 1999 dijimos, en coautoría con el Dr. Altamira Gigena: “El Estado... es garante del bien común. Necesitamos un Estado capaz de empujarnos gradualmente a la igualdad de oportunidades. El papel de los hombres de Estado y de los políticos es prioritario en la lucha por incluir a todos en el marco social del país. Ellos son los principales responsables de jerarquizar la misión tan noble que tienen por medio de actividades transparentes, privilegiando siempre la ética a través de políticas inteligentes y eficientes que busquen el bien común. Una de las tareas más urgentes de la dirigencia es redescubrir la misión del Estado que no puede ser un simple observador de una crisis social cada vez más aguda. Lamentablemente, la realidad nos muestra una dirigencia política más preocupada por satisfacer sus ansias de poder (personales o de grupo) que por el bien común y los pobres. En las proclamas electorales estos temas sólo “se enuncian”, no se brindan pautas o propuestas de solución. Sólo con espíritu de grandeza y magnanimidad nuestros dirigentes podrán cambiar esta actitud. Nadie crea que pensamos en el 'Estado benefactor' que empezó en el 30 y concluyó en el 80, porque el supuesto 'bienestar' se convirtió en 'malestar'. Por sus excesos conocimos y vivimos décadas perdidas...” (1). Creemos que estas reflexiones asumen hoy el carácter de imperativa exigencia pues la paulatina declinación de las responsabilidades que atañen al bien común ha provocado un grave malestar social exteriorizado por los ciudadanos de múltiples maneras. Reclaman una reasunción del protagonismo estatal en cuanto a la cobertura de las necesidades sociales básicas. En este cuadro de situación, hoy nos toca analizar jurídicamente algunos tópicos vinculados con el asistencialismo o sistema retributivo de la legislación previsional. <bold>II. Asistencialismo o sistema retributivo de las normas de previsión</bold> <bold>1. Aspecto conceptual</bold> No podemos desarrollar este subtema sin antes procurar demarcar con nitidez las líneas conceptuales de la seguridad social, pues esta rama del derecho se integra precisamente con estos dos grandes instrumentos que provienen de fuentes jurídicas y financieras diferentes: a) la previsión social y b) la asistencia social. Intentando trazar el deslinde entre ambas, diremos que la primera tiene carácter contributivo por cuanto los beneficios que otorga se financian con antelación por medio de cotizaciones (que pueden ser aportes personales o contribuciones patronales, o ambas simultáneamente), y son previas al otorgamiento de los beneficios ya que su obligación nace con la celebración de un contrato de trabajo, el comienzo de una relación de empleo público o el inicio de una actividad autónoma. Consecuentemente pertenecen a la previsión social los regímenes jubilatorios, obras sociales, sistemas de reparación de los riesgos de trabajo, asignaciones familiares y prestaciones por desempleo. En cambio, la asistencia social otorga beneficios no contributivos y su finalidad tuitiva ya se cifra en su denominación: “asistir al carenciado”. Por ello es que hemos definido el derecho de la seguridad social como «una disciplina jurídica autónoma que se instrumenta a través de un conjunto de medidas destinadas a proteger al hombre contra las necesidades derivadas de las contingencias sociales y otros requerimientos vitales mediante beneficios, prestaciones y servicios que pueden ser de carácter previsional (contributivos) o asistencial (no contributivos)(2). En base a lo expuesto iniciamos nuestro estudio con la asistencia social, fuente del asistencialismo estatal. <bold>2. La asistencia social. Antecedentes</bold> La asistencia al necesitado es un deber moral que se encuentra entre los postulados de las religiones primitivas, anteriores aun al advenimiento del cristianismo. Pero la doctrina cristiana sostiene que la virtud teologal de la caridad se debe expresar en acciones a favor de los que sufren necesidades; así pues, derivan de ella: solidaridad, misericordia, fraternidad, filantropía, beneficencia etc. Pero la puesta en práctica del acto de asistir al prójimo está en función del grado de compromiso del hombre que dice profesar la religión que la prohíja. No representa todavía un deber jurídico, pero en la historia de los pueblos han existido precedentes de ayuda a los necesitados aunque con distintas motivaciones por parte de quienes detentaban el poder. En un rápido examen histórico (pues de lo contrario excederíamos la finalidad de nuestro trabajo), nos permitimos citar un ejemplo que, inevitablemente, nos hace pensar -por su semejanza- en la dolorosa situación social que vivimos en nuestro país por estos días. En efecto, De Cesaris recuerda que “en la Roma de la decadencia, cuando la población indigente sobrepasaba el número de los satisfechos, los emperadores acudieron a medidas paliativas de repartos de alimentos y ropas como una estrategia tendiente a soslayar las rebeliones de los sumergidos que le pudieran hacer peligrar su egoísta estabilidad...” (3) Doctrinariamente se sostiene que la idea de asistencia social surge a partir de la obra de Juan Luis Vives <italic>“De subventione pauperum” </italic>publicada en 1526, que esboza un amplio plan de asistencia orgánica. Esta idea-fuerza tardó mucho tiempo en ser receptada pues recién en el siglo XIX se toma conciencia de que la asistencia a los carenciados debe asumir el carácter de un deber público permanente, dado que el Estado cuenta con recursos como para ser aplicados, en parte, a los habitantes carecientes, sin discriminaciones políticas, religiosas o raciales. De allí que la intervención facultativa del Estado concluye con los postulados de la Revolución Francesa que sostuvo el principio de que el Estado tiene el deber de asistir y el ser humano tiene el derecho de ser asistido. En el siglo XIX irrumpe el fenómeno del “maquinismo” generando una masa trabajadora nueva que vivía exclusivamente del jornal, un número importante de hombres que son reemplazados por la máquina y trabajadores impedidos de trabajar por enfermedad o por vejez. Nuevamente es requerido el asistencialismo, pero van concibiéndose nuevas formas de protección que culminan en los seguros sociales europeos que se complementan con la asistencia social. En el siglo XX encontramos un documento internacional de significativo valor: es el art. 25 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, aprobada en 1948 por las Naciones Unidas, que expresa: “...Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar y en especial, la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios; tiene derecho a la seguridad en caso de paro, de enfermedad, de invalidez, de viudez, de vejez o en los otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia a consecuencia de circunstancias independientes de su voluntad”. <bold>3. El desarrollo de la asistencia social en la Argentina</bold> Durante el Virreinato del Río de la Plata surgieron algunas pocas organizaciones asistenciales sostenidas por la iniciativa privada. En la órbita estatal, en cambio, desde el año 1785 comenzó a funcionar el Montepío de Buenos Aires cuya primera junta fue formada por el Virrey Loreto el 22 de enero de ese año (4). En su inicio tuvo similar objeto que en España: socorrer a las viudas y los huérfanos de los militares y funcionarios de la Corona, lo que demuestra la preocupación de España por quienes la representaban y defendían en los virreinatos. El Estatuto Provisional de 1815, aunque de efímera duración, se anticipa de algún modo al constitucionalismo social pues dedica dos capítulos de la sección primera a los deberes de todo hombre en el Estado y a los deberes del cuerpo social. Dentro de estos últimos figuran como tales: garantizar y afianzar los derechos del hombre; aliviar la miseria y la desgracia de los ciudadanos, proporcionándoles los medios de prosperar e instruirse...”. En ese estatuto se respetaron los derechos adquiridos por los herederos de los militares y funcionarios españoles que actuaron hasta 1810. Como hecho relevante para esta ponencia cabe destacar que los beneficios citados, que en un principio fueron de carácter graciable (asistenciales), con el tiempo se transformaron de un favor en un derecho puesto que el personal en actividad comenzó a tener la obligación de efectuar aportes, con lo cual, en una segunda etapa el Montepío, constituyó un incipiente instrumento previsional. Este modo de amparo de la Corona hacia sus militares y funcionarios no tuvo su correlato en los primeros gobiernos patrios, ya que varios de nuestros oficiales partícipes en la epopeya emancipadora americana terminaron sus días en la pobreza. No faltaron los que debieron vender sus medallas, ganadas con sangre en los campos de batalla, para darles de comer a sus hijos; hubo coroneles que trabajaron con sus propias manos en modestas chacras. El general Belgrano antes de morir pagó la asistencia médica con su reloj pues no tenía nada de valor. San Martín se retira del Perú con la copia de un decreto que le asignaba una pensión vitalicia, beneficio que se sumaba a los dispuestos por Chile y Argentina, pero durante mucho tiempo no se efectivizaron, poniéndolo así en serios aprietos económicos. En una carta recurre a O'Higgins: “Estoy persuadido de que empleará Ud. toda su actividad para remitirme un socorro lo más pronto posible...”. A la espera de este socorro debió soportar dos años (5). En el siglo XX la asistencia privada desarrolla una labor trascendente, destacándose entre las primeras entidades de esa índole la Sociedad de Beneficencia. En la órbita pública, en 1932 el Poder Ejecutivo Nacional crea un Fondo de Asistencia Social destinado al otorgamiento de subsidios. Con el tiempo ha ido cambiando no sólo de nombre sino también de modalidades en la protección social y dependencia funcional (Dirección de Protección Social de la Secretaría de Seguridad Social). Posteriormente se sanciona la ley 13.337 (BO 19/10/48) que, con sucesivas modificaciones, ha seguido vigente. Pero en realidad a partir de 1946 el Estado comienza a declinar su función asistencial, dando paso a una iniciativa privada inédita en varios aspectos: se aprueban los estatutos de la Fundación Eva Perón que concentró la asistencia social privada y alguna parte de la pública en todo el territorio nacional. El financiamiento tuvo carácter coercitivo pues se nutrió principalmente de aportes “voluntarios” que se les descontaban compulsivamente a empleados y funcionarios de la administración pública nacional; de “donaciones” no espontáneas de empresarios, etc. Acotan además algunos historiadores: “...hasta la Sociedad de Beneficencia quedó absorbida y destruida” (6). Pese a la ilegalidad de su financiamiento, cabe reconocer que hasta 1955, año en que se disolvió esta entidad, desplegó una labor asistencial intensa en toda la república, más allá de las motivaciones que la puedan haber inspirado (7). En cuanto a las pensiones no contributivas, surge un régimen asistencial merced a la ley 13,478, art. 9 (8) para cubrir contingencias de invalidez, vejez y muerte. Arribando a la mitad del siglo XX, podríamos resumir la asistencia social pública de este modo: a) Prestaciones en dinero a personas carecientes de avanzada edad, viudas, incapacitados y no videntes. b) Asistencia médica y odontológica por medio del hospital público (nacional, provincial y municipal). c) Asistencia a niños y ancianos, destinando para ellos hospicios, hogares escuelas y asilos. En cuanto a la asistenta social privada, van surgiendo instituciones sin fines de lucro que se ocupan de discapacidades o patologías determinadas: ALPI, Cottolengo Don Orione y más adelante Caritas, que ha desplegado una labor muy importante en favor de los desposeídos en todo el territorio del país, asistiendo con medicamentos, ropa, alimentos y refugios nocturnos. Hacia fines de la década del cincuenta comienzan a crearse, por vía de las convenciones colectivas de trabajo, entidades nuevas de base previsional destinadas a cubrir contingencias vinculadas a la atención de la salud: las obras sociales sindicales, que amparaban a quienes estaban comprendidos en la asociación profesional respectiva. El financiamiento se efectuó a través de aportes obligatorios de trabajadores y empleadores. Aquí es conveniente puntualizar que con la puesta en funcionamiento de las obras sociales (que se extendieron luego a la órbita estatal) se produce una traslación de la asistencia social pública a un sistema de tipo previsional basado en la solidaridad. En efecto, trabajadores de bajos ingresos que antes buscaban la atención médica y odontológica en el hospital público, concurren a una institución “propia” que les brinda ese servicio aunque con diferente calidad. Cabe destacar que el crecimiento de estos entes no fue armónico ni equitativo pues no todas eran prestadoras eficientes (con el tiempo llegaron a constituirse aproximadamente 380), evidenciando los siguientes aspectos negativos: 1)insuficiencia de la infraestructura sanitaria (excepto las que aglutinaban gran cantidad de afiliados lo que les permitió contar con policlínicos propios, v.gr: ferroviarios, bancarios, etc); además se ubicaron en zonas de gran densidad de población “generando superposición de prestaciones, mientras que en otras zonas del país existían notorias carencias; 3) el exceso de organismos administradores; 4) “la politización de las asociaciones gremiales implicaba riesgos al poner los ingentes recursos de las obras sociales bajo su administración...” (9). Los resultados prácticos de esta atomización demandaban imperiosamente una coordinación con esclarecido enfoque realista y técnico. Con esta tesitura se dictó la ley 18.610 (BO 26/2/70) cuyo texto propendía a la coordinación, control y promoción de las obras sociales, a fin de que los trabajadores y sus familiares a cargo recibieran el servicio de salud como un derecho subjetivo derivado de que el trabajador revestía la condición de afiliado aportante a una institución inserta en el marco jurídico de la seguridad social, dado su carácter previsional. Sin embargo, el INOS (Instituto Nacional de Obras Sociales) no pudo cumplir con el loable cometido que le asignaba la ley 18.610, derogada por la ley 22.269. Esta última norma sancionada en 1980 tendía a una utilización integral y más efectiva de los recursos, transfiriendo servicios e infraestructuras a nuevos entes que serían los recaudadores de los aportes y contribuciones supervisados por el INOS. Martínez Vivot sintetizó en estos párrafos el fracaso del nuevo intento de aplicar al sistema de salud los principios de integralidad y eficiencia: “...El panorama en esta materia se presenta sumamente confuso. Si bien la ley 18.610 quedaba derogada por la 22.269, se fijó un plazo de tres años para la efectivización del cambio previsto en la gestión, que importaba pasar infraestructuras y servicios a nuevos entes de administración sanitaria, que a su vez serían los perceptores de los aportes y contribuciones, los que realizarían su tarea como agentes financiadores de servicios bajo la supervisión del INOS que además tendría la función de distribuir los fondos recaudados. Sin embargo, puede decirse que nada de esto ocurrió sino que de hecho continúa vigente la ley anterior -sólo por presión sindical- con la aplicación de algunas disposiciones de la que pretendió reemplazarla. Sustancialmente la resistencia del sindicalismo a perder esta función o estos ingresos, así como algunas críticas al nuevo régimen establecido, fue suficiente para que a los tres años, precisamente, cuando el gobierno democrático asumió sus funciones, pudiera decirse que nada había cambiado” (10). En 1989 se deroga la ley anteriormente citada poniéndose en vigencia la ley 23.660 cuyas cláusulas no hicieron sino reeditar los viejos esquemas de la ley 18.610, otorgándoles a los sindicatos la administración de los servicios médico-asistenciales y el agrupamiento de índole profesional, generando las críticas y prejuicios de antaño. Debemos destacar que en el año 1993 se inicia un proceso desregulatorio, aunque limitado a la posibilidad de que el trabajador opte por otra entidad prestadora de servicios, a condición de que el pase sea a una obra social sindical o de administración mixta (decretos 9/93, 446/00 y 1305/00); en consecuencia, quedan excluidas las entidades de medicina “prepagas” que surgieron en la década del 80. Sin embargo, Gastón opina que “... cabe vaticinar que el proceso de desregulación continuará adelante, conforme las pautas elaboradas por la anterior Administración y la actual. Ello responde, sin duda, a recomendaciones de los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Interamericano de Desarrollo, Banco Mundial)...” (11). Pero lo novedoso estuvo cifrado en la ley 23.661 mediante la cual se creaba el Sistema Nacional del Seguro de Salud que sería administrado por Anssal, compitiéndole la difícil tarea de homogeneizar las prestaciones que brindaban las obras sociales, los prestadores privados y las entidades sanitarias públicas, a fin de lograr la utilización plena de la capacidad instalada por parte de cada uno de los subsectores mencionados. En la praxis institucional, este sistema integrador de toda la población argentina quedó como otro enunciado incumplido más. Pretéritas ya las normas que rápidamente hemos intentado sintetizar a lo largo de estas tres últimas décadas, resultan actuales las reflexiones que hiciéramos con motivo de las Terceras Jornadas Argentinas de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social del Centro del País. Entonces apuntamos: “...otro aspecto que ha caracterizado el funcionamiento de las obras sociales es la falta casi absoluta de coordinación y colaboración entre las mismas, no demostrando la dependencia a un sistema de seguridad social...” (12). Pese a que se incrementó del 5% al 6% la contribución patronal y que se eximió de impuestos a los productos medicinales importados, las obras sociales sindicales registran a la fecha una deuda con los prestadores de dos mil millones de pesos y pretenderían que el Estado se haga cargo de ella, lo que evidencia el fracaso de estas entidades que, si bien en los últimos tiempos sufrieron una mengua en el total de afiliados (cuya causa fueron los despidos que generaron desempleo), se les ha imputado mala administración y en algunos casos corrupción entre sus dirigentes, factor éste que lamentablemente subyace en las instituciones que manejan fondos importantes y que tanto mal hace a su funcionamiento. Hecha esta digresión, concluimos que el Estado debe asumir un rol protagónico e implementar un seguro de salud para toda la población. Acaso sea menester recrear el esquema jurídico de la ley 23.661, o bien estudiar la adaptación a la realidad argentina de alguno de los sistemas europeos eficaces. <bold>III. Resurgimiento de la asistencia social privada</bold> En la década del 90 comienza un deterioro social que va en vertiginoso aumento con el correr de los años sin que el Estado prevea las consecuencias de medidas que inevitablemente generaban desocupación. En varios sectores del país la pobreza pasa a ser miseria; se detectan numerosos casos de desnutrición infantil; a raíz de la subalimentación reaparecen patologías que parecían erradicadas como la tuberculosis; proliferan las villas de emergencia, etc. Ante la indolencia del Estado se produce un fenómeno social espontáneo: la reaparición de la asistencia social privada, pero con técnicas, diagnósticos y tratamientos modernos. Como un caso emblemático queremos mencionar la Fundación Conin (Cooperadora para la Nutrición Infantil), cuyo objetivo es quebrar la desnutrición de los niños comenzando por Mendoza, donde tuvo nacimiento en setiembre de 1993. La idea central es que de nada sirve alimentar a un niño si se lo devuelve al ambiente de miseria extrema del que proviene. Allí se implementan distintos programas, entre ellos: estimulación de la lactancia materna, asistencia alimentaria complementaria, educación nutricional, educación para la salud, alfabetización para adultos, ropero familiar, jardín maternal e infantil, estimulación temprana, taller de artes y oficios para padres, minoridad y familia y documentación y legalización de la familia, planificación familiar natural y escuela de capacitación agraria. En este centro se da asistencia a niños de 0 a 5 años y sus respectivas familias (alrededor de 1.000 personas). Otro centro de similares características funciona en el Departamento Rivadavia (Mendoza). Simultáneamente se fueron dando los primeros pasos para concretar la construcción del Primer Centro de Recuperación de Lactantes Desnutridos de la República Argentina. Hoy, gracias a la solidaridad de cientos de particulares y empresas, Mendoza cuenta con un edificio de más de 600 metros cuadrados, con capacidad de 45 cunas para el tratamiento de lactantes (0 a 2 años) que padezcan desnutrición primaria o secundaria, o niños en riesgo de desnutrirse (prematuros, malformados, etc). En la misma temática, en Buenos Aires funciona el Cesni (Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil); en la lucha contra este gravísimo problema, el Cesni actúa con las asociaciones intermedias como los jardines maternales y los comedores infantiles, donde, por ejemplo, se elaboran dietas adecuadas a las necesidades nutricionales de los niños más vulnerables. Hemos querido desarrollar este aspecto puesto que en los primeros meses de vida de un niño “va a definirse su futuro. Debe prestarse especial atención a los menores de tres años pues es la edad de crecimiento más acelerado y cuando se requieren más nutrientes, dejando marcas irreversibles porque el retraso en la talla y sus consecuencias no se recuperan más” (13). Pero las acciones solidarias institucionalizadas en nuestro país cubren un espectro muy amplio: desde el recién nacido, como acabamos de considerar, hasta refugios nocturnos para ancianos donde además se les sirve una comida. Hasta el mes de abril de 2002 se habían presentado ante la Inspección General de Justicia solicitando su personería jurídica 118 asociaciones civiles y 24 fundaciones con fines solidarios. Indudablemente ello denota una inversión de los roles: ante la pálida acción del Estado, la asistencia social privada, inspirada en virtudes y valores éticos, asume un papel que es propio del Estado: trabajar por el bien común dando prioridad a los más necesitados. <bold>IV. El rol del Estado según la Constitución Nacional</bold> La realidad social descripta precedentemente revela una reacción espontánea de la ciudadanía pues cada vez es mayor el número de personas que intervienen en ONG o en grupos anónimos de ayuda al prójimo. Pero en contraposición a este fenómeno loable y auspicioso, cabe preguntarse si el Estado cumple su rol según los mandatos constitucionales. La Constitución de 1853 tiene un marcado rasgo de liberalismo político. No obstante, se caracteriza por un espíritu amplio que posibilitó la sanción de leyes con profundo sentido social, aun antes del advenimiento del denominado “constitucionalismo social”. Basta un solo párrafo del Preámbulo para corroborar este aserto, pues en él se proclama que la Constitución se dicta para “promover el bienestar general”. El profesor Romero apunta al respecto: “La promoción del bienestar general -el bien común de la filosofía- constituye otra de las valoraciones supremas... por eso la propia Constitución, en norma de filiación alberdiana (art.67 inc.16) confiere al Congreso un importante equipo de facultades dirigidas a proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias (14). Muchos años después los derechos sociales alcanzaron el rango de preceptos constitucionales mediante la reforma de 1949, cuyo capítulo III enunciaba “los derechos del trabajador, de la familia, de la ancianidad, de la educación y de la cultura”. La Constitución de 1949 fue derogada y en la reforma del año 1957 se añade el artículo 14 bis cuyo texto ha sido comentado por los constitucionalistas y por el erudito análisis del Dr. Chirinos en su obra “La seguridad social y la Argentina” (15). La norma que consagra los derechos sociales y económicos está contenida en el artículo 14 bis, cuya última parte alude a la seguridad social. Dicho párrafo comienza expresando que “el Estado otorgará los beneficios de la Seguridad Social que tendrá el carácter de integral e irrenunciable...”. De acuerdo con el marco conceptual que esbozamos al comienzo de este trabajo, nuestra Carta Magna contiene el imperativo mandato de cubrir las contingencias sociales y otras necesidades vitales, sean de carácter previsional o de índole asistencial, no debiendo confundirse pues lo “previsional” como sinónimo de “régimen jubilatorio”, ya que éste es sólo una parte o “subsistema” de la seguridad social. Apunta con acierto Sagüés : “La Constitución proclamó que era el Estado el que debía otorgar los beneficios de la seguridad social; pero del debate no se sigue que necesariamente hubiera de asumir él solo tal empresa, sino que tenía que programar el régimen adecuado para que ella se cumplimentara...” (16). Esto se ha verificado en la asistencia social, como ya lo señalamos, pero también en el régimen previsional: primero, con el sistema jubilatorio, pues la ley 24.241 integra un régimen de reparto estatal con otro de capitalización, administrado por entes no estatales: las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (AFJP). Sería ocioso el análisis crítico de este sistema mixto. Ya lo hicimos en ocasión del XII Congreso Nacional de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, donde se debatió intensamente el tema (17). Otro tanto ocurrió con la ley de Riesgos del Trabajo 24.557, que da lugar a la creación de las Aseguradoras de Riesgos del Trabajo. ¿Cabe concluir entonces que el Estado declinó su mandato constitucional trasladando la cobertura de estas contingencias y riesgos? Creemos que no por las siguientes razones: 1º) Encuadramos la índole jurídica de estas entidades como “personas jurídicas públicas no estatales” de acuerdo con la clasificación que esboza Chirinos (18). 2º) El Estado conserva su potestad de regulación a través de la Superintendencia de Fondos de Jubilaciones y Pensiones (SAFJP) que posee amplias atribuciones tales como: a) Autorizar el funcionamiento de administradoras; fiscalizar su actividad y decidir su liquidación; b) ejercen el poder de imponer sanciones; c) dictar resoluciones vinculadas con diversos temas; d) fiscalizar aspectos tales como la imputación de aportes y contribuciones, colocación de fondos, rentabilidad de las AFJP, las comisiones, los encajes y fondos de fluctuación, etc. También las Aseguradoras de Riesgos del Trajo son supervisadas por la Superintendencia de Riesgos del Trabajo con base en lo estatuido por el art. 36 de la ley respectiva. Aunque no lo expresa glosando este párrafo sino el principio de participación, creemos oportuno transcribir lo que opina Chirinos: “...la participación de las entidades semipúblicas y privadas conviene que sea estimulada porque, de una parte, disminuirá las contribuciones obligatorias, de directo impacto en el coste de la producción y, de otra, aumentará la participación responsable de quienes constituyen la comunidad nacional. Todos estamos ya de acuerdo en que la Seguridad Social es hoy la suma del Seguro Social y de los Servicios Sociales, y también estamos de acuerdo en que, en la realidad, existen multitud de entidades semipúblicas y privadas que hoy actúan en el campo de los Servicios Sociales. Así pues, lo que hace falta es que el Estado estimule y oriente mejor esta participación para que, en lugar de ‘piezas sueltas’ que marchan sin rumbo, se integren en la disciplina de un sistema de forma que sus recursos y sus acciones produzcan los máximos efectos y eviten duplicidades en los esfuerzo y en los costos...” (19). Continúa el precepto en estudio estableciendo que “en especial la ley establecerá el seguro social obligatorio...”. Cabe preguntarse con rigorismo técnico a cuál seguro social se alude, habida cuenta que, como en seguida veremos, se reconoce como instrumento que ampara la invalidez, vejez y muerte al régimen jubilatorio. El debate de los convencionales constituyentes no aclara debidamente este aspecto. Pero la cláusula posibilita instaurar con raigambre constitucional el seguro de salud como un imperativo de protección social para los tiempos venideros. En efecto, con la debida actualización y correcciones cabría implementar un seguro de salud semejante al que propició la ley 23.661. Jurídicamente es posible; sólo requiere humildad y seriedad de quienes pretenden aferrarse a un sistema de salud disperso y obsoleto como el que lastimosamente tiene hoy nuestro país: tanto el hospital público como las obras sociales. Los fondos que el Estado gasta en salud; los aportes que recaudan las obras sociales y los importes que los particulares abonan a las entidades de medicina prepaga deben armonizarse y destinarse a las prestaciones médico- asistenciales donde los “gastos administrativos” no superen el cinco por ciento del total. Todo ello fiscalizado por un ente específico de la Superintendencia de Servicios de Salud. En cuanto al desempleo, tuvo un lento proceso: el “fondo de desempleo” creado por ley 22.250 para los trabajadores de la construcción, que en verdad tiene las características de un salario diferido “y que no guarda relación con el tiempo futuro de desempleo posterior (por ejemplo, se trata de una misma cifra así el trabajador de la construcción consiga trabajo al día siguiente o después de un año...” (20). La ley 22.752 otorgó un subsidio por desempleo que se concedía por un plazo máximo de seis meses. En 1991 se sancionó la Ley de Empleo Nº 24.013 que instituye un seguro de desempleo a fin de que quien se encuentre en esa situación (por las causales y requisitos estipulados en el art. 113) reciba en dinero un importe que sustituya la falta de salarios; además, el pago de asignaciones familiares y el mantenimiento de los servicios médico-asistenciales a cargo de la obra social a la cual estaba afiliado. Finalmente, el decreto 565/2002 ha implementado un plan asistencial. Aunque su finalidad fue establecer un subsidio para jefes y jefas de hogar desempleados a fin de que éstos se capacitaran o realizaran una contraprestación laboral a cambio del pago de $ 150 mensuales, el Ministerio de Trabajo de la Nación ha podido establecer que, de 1.600.000 personas que perciben este beneficio asistencial, sólo 102.300 efectúan tareas comunitarias o intervienen en los programas de participación, lo que representa un porcentaje que no llega al siete por ciento del total. De todos modos, aquí podemos percibir realmente la existencia de otro subsidio que viene a complementar e1 seguro de desempleo. De allí que no sea válida la dicotomía entre asistencialismo o normas previsionales. En determinadas áreas (v.gr: desempleo, salud) es necesario y conveniente una integración entre ambas. Pasamos a considerar otro aspecto: el que estipula jubilaciones y pensiones móviles. El fundamento de esta movilidad se encuentra en el principio de que el monto del haber jubilatorio debe seguir proporcionalmente a la remuneración del cargo, oficio o función que desempeñaba el titular del beneficio. En momentos de sancionarse la reforma constitucional de 1957 y hasta la vigencia de la ley de convertibilidad, nuestro país sufrió inflación e hiperinflación, pese a lo cual, en la mayoría de los casos no se aplicó el mandato constitucional. Por el contrario: frente a la incapacidad financiera del sistema, la autoridad administrativa optó en forma recurrente por el recorte de los haberes al nivel compatible con los recursos disponibles, lo que implicó en los hechos dejar de cumplir con las normas vigentes. Por esa causa, los jubilados y pensionados veían deteriorarse sus ingresos por incumplimiento de la movilidad jubilatoria, razón que los llevó a plantear innumerables reclamos administrativos que, al ser denegados, se convirtieron en una