<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><bold><italic>Sumario: I. Generalidades. II. Derechos Humanos y protección de la Administración Pública. III. Consideraciones. IV. Conclusión</italic></bold> </intro><body><page><bold>I. Generalidades</bold> En principio, estimamos necesario desentrañar el contenido y alcance que como objeto de protección tiene el concepto “administración pública” para el ordenamiento jurídico penal, y más tarde haremos referencia al origen y fenomenología que giran en torno del tipo descriptivo, sus relaciones y modalidades características en cuanto al sujeto pasivo, objeto del delito y sujeto activo. La expresión “administración pública” como bien jurídico protegido se refiere al poder público que tiene a su cargo la obligación de velar por los intereses generales, conservar el orden, proteger el derecho y facilitar el desenvolvimiento de las actividades lícitas. Sin embargo, esta noción no está utilizada en el ordenamiento penal en esa acepción técnica, más propia del Derecho Administrativo, sino que adquiere un sentido amplio comprensivo de los tres poderes del Estado. El término abarca la esfera de gobierno que se extiende a todas sus funciones, ejecutiva, legislativa y judicial, así como todas las actividades que el Estado capta con sustento en las más variadas razones, siempre que ellas sean en cumplimiento de finalidades públicas <header level="4">(1)</header>. Los límites de la noción que caracterizan a la Administración se determinan por la naturaleza del acto, con prescindencia del carácter del órgano que lo realiza<header level="4">(2)</header>; si se admite la existencia de un bien jurídico común a todos los delitos contra la Administración Pública, éste reside a nuestro criterio en la función pública como actividad de prestación a los administrados. El concepto de funcionario público es funcional; para determinarlo es necesario recurrir a lo dispuesto por la ley 24.759 que incorpora la Convención Interamericana de la OEA contra la corrupción, del 29 de marzo de 1996, que lo define como “funcionario público”, “oficial gubernamental” o “servidor público”, que será cualquier funcionario o empleado del Estado o de sus entidades, incluidos los que han sido seleccionados, designados o electos para desempeñar actividades o funciones en nombre del Estado o al servicio del Estado, en todos sus niveles jerárquicos. También es parte del concepto lo dispuesto en el art. 77 del Código Penal, que dispone que por los términos “funcionario público” y “empleado público”, usados en el mismo, se designa a todo el que participa accidental o permanentemente del ejercicio de funciones públicas, sea por elección popular o por nombramiento de autoridad competente. Se trata <italic>prima facie</italic> de un sujeto adscrito que cobra un sueldo y que ocupa un lugar dentro de la Administración Pública con un régimen jurídico administrativo propio <header level="4">(3)</header>, aunque hay que analizar en cada caso concreto si el sujeto, por su cercanía con el bien jurídico protegido en el tipo penal, tiene capacidad funcional para afectarlo. Es decir, si en su relación con el bien jurídico, la persona se encuentra obligada a su cuidado y, por ende, por esa relación directa, puede lesionarlo, afectarlo o violarlo. Lo importante es si por su posición y sus deberes el sujeto puede dañar o no directamente al bien jurídico protegido por las normas en estudio. Por eso estos delitos también pueden ser cometidos por particulares o por terceros que en circunstancias especiales asumen la calidad de funcionario público <italic>ministerio legis</italic>, por ejemplo en los casos de los art. 239, 240 y 263 del C. Penal. Finalmente, es imprescindible a los efectos de tratar este tema citar la Ley de Ética en la Función Pública Nro. 25.188, que define en el artículo 1º, segundo párrafo, a la función pública como toda actividad temporal o permanente, remunerada u honoraria, realizada por una persona en nombre del Estado o al servicio del Estado o de sus entidades, en cualquiera de sus niveles jerárquicos. La preservación de la función pública, entendida como la total actividad, temporal o permanente, remunerada u honoraria, realizada por la persona natural en nombre del Estado o al servicio del Estado o de sus entidades, en cualquiera de sus niveles jerárquicos (art. 1º, Convención Interamericana contra la Corrupción), se convierte así en el bien jurídico protegido en el Título XI del Código Penal <header level="4">(4)</header>. <bold>II. Derechos humanos y protección de la Administración Pública</bold> Para arribar a una conclusión certera respecto a la influencia de la evolución de los derechos humanos en la legislación nacional referida a la represión de los delitos contra la Administración Pública, nos interesa hacer una somera aunque importante reseña histórica. Ya en el antiguo Imperio Romano y hacia el Período de los Reyes, una tradición referida a una ley del rey Rómulo hacía alusión primitivamente a cierta naturaleza de delitos cuya modalidad radicaba en orden al objeto de Roma, considerándosela así como sujeto de derecho. Estas antiguas versiones delictuales, que en principio se denominaron <italic>crimina perduellionis y crimina maiestatis imminutae,</italic> se observaban en difusa generalización, conductas lesivas puntuales, reprochables y disvaliosas para con la institución del Estado Romano <header level="4">(5)</header>. Se buscaba la protección y amparo jurídico del Estado Romano como institución. Igual ocurría cuando la modalidad afectaba al sujeto pasivo ya que era necesario que la víctima que se pretendía tutelar fuera un funcionario romano de cualquier orden. Respecto al sujeto activo y su responsabilidad subjetiva de reprochabilidad o de mérito, advertimos que existían ciertos delitos propios de funcionarios públicos en los que el tipo estaba determinado en orden a cierta “especialidad” creada por el sujeto activo, que necesariamente debía ser un funcionario romano. También aparecen delitos de pluralidad de sujetos activos organizados en asociaciones perversas, como las primeras sociedades criminales conocidas que aventaron al viejo Imperio Romano, con reminiscencias eclesiásticas denominadas <italic>conventiculum </italic><header level="4">(6)</header>, hasta las actuales asociaciones reunidas en corporaciones que la doctrina actual denomina “política criminal de empresas” <header level="4">(7)</header>. Los centros de imputación de sus objetos societarios han ido modificándose con el transcurso del tiempo, como así también lo han hecho dentro de la filosofía los valores característicos de cada época histórica: en la Edad Media el “valor religiosidad o santidad”; en la actualidad el “valor utilidad”. En concordancia con ello, fueron variando las motivaciones societarias y, junto con eso, sus conductas ilícitas hasta desembocar en sofisticados delitos contra la Administración Pública y el Estado. Seguramente es esta estructura delictiva la que con más urgencia requiera investigación doctrinaria, ya que en el accionar de las sociedades comerciales con objetos sociales velados se encubren las conductas más perversas que puede sufrir la Nación, las provincias, los municipios y la comunidad en general. A lo largo del avance de la cultura occidental, se dice que la creación de tipos penales concretos en torno a la Administración Pública reconoce como antecedente histórico el Código de Toscana de 1813. Resulta interesante observar la influencia que ha venido ejerciendo el reconocimiento de los derechos humanos como generadores de normas de contención contra la corrupción del Estado en general y su Administración Pública en particular. En especial, los novedosos derechos denominados de cuarta o última generación, debido a que la sensibilidad de la sociedad contemporánea se ha agudizado hacia nuevos centros de imputación que jurídicamente eran desapercibidos o impunes, por el hecho de que pasaban socialmente casi inadvertidos y ajenos al reproche de la comunidad. Aquí es necesario rescatar lo que previamente aportaron los llamados Derechos de Primera Generación a finales del siglo XVIII. Se trata de derechos individuales. El Estado debía proteger al ciudadano y es así como nació el individualismo con el propio Estado de Derecho sustentado en los principios de legalidad y libertad. Antes sólo existía el Derecho Privado. Con la Revolución Francesa nacen además el Derecho Público y Administrativo. La teoría de la división del poder estatal o por lo menos de sus órganos sirve de base al Estado moderno creado bajo la impronta de Hobbes y la idea de soberanía del Estado. En la lucha por la limitación de ese poder es que tanto ha gravitado la teoría en cuestión y ha contribuido dentro del Estado constitucional a la defensa de los derechos fundamentales del individuo. Así se define el principio político de subsidiariedad, que indica que lo que el hombre y la sociedad pueden hacer, lo harán, mas recién cuando no puedan hacer nada, será el Estado el encargado de su realización. Obviamente, no se trataba aún de un Estado benefactor. Posteriormente se desarrollan los denominados Derechos de Segunda Generación. A partir del siglo XX, con la Constitución de Weimar de 1919 nace, junto con la expansión de una vigorosa sociedad, el Estado benefactor tal como lo conocemos. Son derechos que ya no pertenecen a un solo hombre; comprende los derechos de los trabajadores, de huelga, de reunión y comienza a perfilarse una necesidad de resguardar al conjunto de la sociedad de las arbitrariedades del Estado y de sus funcionarios deshonestos. Más tarde aparecen abruptamente los denominados Derechos de Tercera Generación, a partir de la segunda mitad del siglo XX y en especial durante la Segunda Guerra Mundial, oportunidad en que se internacionalizan los Derechos Humanos. Nacen así los “derechos de todos y no los de unos pocos o de grupos”. Son derechos que marchan hacia la universalidad y como tales, requieren el absoluto reconocimiento y control de los demás. Son los derechos a la solidaridad, a la paz, al medio ambiente, permitiendo que el actual concepto de transparencia comience a influir en la opinión pública general. No se puede dejar de advertir la tendencia a la globalización del Derecho Penal y de los criterios de transparencia administrativa que ello trae aparejado, ya que es esencia de estos derechos agotar su eficacia como instrumento de referencia en el ámbito de un lenguaje común de la humanidad. Se definen como “la norma última de cualquier política”. Con el presente debilitamiento del “Estado de Bienestar”, a mérito de las actuales demandas económico-financieras, surge la necesidad de controlar la corrupción evitando el gasto ineficiente del Estado. Nace así la necesidad de la comunidad de preservarse tanto de sus propios administradores como de las corporaciones ilegales supranacionales en las que participan inescrupulosamente los funcionarios corruptos. Cada uno de los Estados miembros de la comunidad internacional debe establecer claramente sanciones contra funcionarios de gobierno que incurrieren en delitos de corrupción administrativa, como también de quienes las pagan. Podemos referir la existencia de los que se denominan derechos de Cuarta Generación, donde resultan de vital importancia los conceptos de transparencia, seguridad, protección a usuarios y consumidores. Entre los documentos internacionales más importantes que se han expedido sobre el tema en cuestión, encontramos el Octavo Congreso de las Naciones Unidas sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, Resolución Séptima de diciembre de 1990, que aprobó un conjunto de recomendaciones a los Estados miembros para ayudar a eliminar el flagelo de la corrupción pública. Posteriormente se da la Convención Interamericana contra la Corrupción de 1996, que caracteriza los actos de corrupción que los Estados se comprometen a tipificar como delitos en su legislación interna. <bold>III. Consideraciones</bold> Estos nuevos preceptos a los que hacemos referencia se encuentran interpretados en el capítulo segundo de la Constitución Nacional como “Nuevos derechos y garantías”. El artículo 36, CN, refiere específicamente al “enriquecimiento ilícito” equiparando la corrupción como delito de atentado contra el sistema democrático. Es la propia Carta Magna la que decidió darle protección penal a la Administración Pública por lo cual se dice que estamos frente a un “delito constitucional” destinado a preservar la ética pública y combatir un fenómeno que afecta el equilibrio y la legitimidad de nuestro régimen político: la corrupción. Consideramos que la elevación a rango constitucional de una cuestión de tanta trascendencia y actualidad resulta un signo positivo en nuestro ordenamiento jurídico. Es destacable que la norma otorgue al delito doloso contra el Estado el carácter de acto atentatorio del sistema democrático, dado que la corrupción dentro de los regímenes constitucionales afecta su legitimidad y otorga argumentos sobre los cuales el autoritarismo ejerce su seducción. En general, tanto el Derecho Constitucional comparado como el privado han dado señales claras de preocupación por solucionar no sólo los conflictos suscitados entre los beneficios económicos contrapuestos, sino por velar por el bienestar protegiendo los intereses tanto de consumidores como de usuarios, fundamentalmente, de sus administradores deshonestos. El control resulta fundamental para determinar la responsabilidad de los actos de gobierno y sancionar las infracciones a la legalidad, como también para sancionar los excesos de poder y otorgar al administrado una defensa idónea frente a tal fenómeno. Las atribuciones conferidas alcanzan a la actividad de todas las autoridades administrativas, funcionarios y cualquier persona que actúe en el ámbito de la Administración Pública. Del art. 36, párrafo quinto de la Constitución Nacional surge un mandato expreso de sanción de una ley de ética pública para el ejercicio de la función, una directriz político-criminal hacia la legislación interna de endurecimiento en la respuesta penal que, en palabras de la Dra. Aída Tarditti, es verificable en cuanto se repare en las modificaciones introducidas al Código Penal por la ley 25.188, que han implicado: a) La penalización de conductas antes impunes como la penalización de la omisión de las declaraciones juradas (art. 268, 3, del C. Penal); b) La ampliación o ensanche de los tipos existentes, como por ejemplo en orden al tiempo y la forma en que puede ocurrir el enriquecimiento ilícito (art. 268, 2, del C. Penal); y c) El aumento de las penas, en particular a través de la inhabilitación especial perpetua como pena conjunta con la privativa de libertad (así en el cohecho del art. 256 del C. Penal), o bien, en la conminación conjunta de penas privativas de la libertad, multa e inhabilitación (enriquecimiento ilícito, art. 268, 2, del C.Penal <header level="4">(8)</header>. <bold>IV. Conclusión</bold> En la Argentina de comienzos del tercer milenio constituye una de las grandes preocupaciones de la dirigencia y de la ciudadanía en general, el rol del Estado en sus distintos niveles, en general, y en particular, la eficiencia y transparencia en la gestión de los gobernantes. Sobre este fenómeno, que si bien no es ni novedoso ni de exclusivo patrimonio de esta parte del mundo, ya Juan Pablo II en sus encíclicas <italic>Centesimus Annus</italic> (parágrafo 48) y <italic>Veritatis Splendor</italic> (parágrafo 101) había advertido que “la falta de seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación de fuentes impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles basados en actividades ilegales o puramente especulativas, son uno de los obstáculos principales para el desarrollo y para el orden económico” ... “en el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados, la transparencia en la administración pública, la imparcialidad en el servicio de la cosa pública... el uso justo y honesto del dinero público” han alcanzado en los últimos años niveles inéditos, lo que ha impactado fuertemente en la comunidad en su conjunto. • <html><hr /></html> <header level="3">1) Donna Edgardo A., “Delitos contra la Administración Pública”, Colección Autores del Derecho Penal, página 11, Rubinzal Culzoni Editores, Santa Fe, junio de 2000.</header> <header level="3">(2) Creus Carlos, “Delitos contra la Administración Pública”, página 3, Ed. Astrea, Buenos Aires, 1981. </header> <header level="3">(3) Polaino Navarrete, “Delitos contra la Administración Pública”, en Curso de Derecho Penal español, Tomo II, página 274, Marcial Pons, 1997.</header> <header level="3">(4) Buompadre Jorge E., “Delitos contra la Administración Pública”, página 39, Mario A. Viera Editor, Buenos Aires, noviembre de 2001.</header> <header level="3">(5) Mikkelsen Loth, Jorge Federico “El delito de asociación ilícita”, Suplemento de doctrina y jurisprudencia, La Ley, Bs. Aires, 19/9/1996.</header> <header level="3">(6) Jiménez de Asúa, Luis, “Tratado de Derecho Penal”, Tomo VII, página 371, Editorial Losada, Buenos Aires, 1970.</header> <header level="3">(7) Cornejo Abel, “Asociación ilícita”, Editorial Ad Hoc, Buenos Aires, 1992.</header> <header level="3">(8) Tarditti Aída, “Endurecimiento de la respuesta penal en la lucha contra la corrupción”, Revista de Derecho Penal Integrado “Pensamiento penal y criminológico”, Año I, Nro. 1, página 99 y ss., Ed. Mediterránea, Córdoba, 2000. </header></page></body></doctrina>