<?xml version="1.0"?><doctrina> <intro><italic><bold>Sumario: I. Introducción; II. El debate “Legali-dad–Oportunidad”; III. Conclusiones</bold></italic> </intro><body><page><bold>I. Introducción</bold> Los órganos judiciales del Estado tienen asignada una función pública y deben cumplirla conforme a los mandatos legales. Está a su cargo el ejercicio de los poderes sustanciales de realización penal, a cuyo fin la ley procesal los mune de atribuciones para dicha función pública, de cuyo cumplimiento no pueden sustraerse salvo en los casos expresamente previstos, debiendo satisfacer las formas, condiciones y requisitos establecidos<header level="4">(1)</header>. Una de las características básicas del sistema actual de administración de justicia penal reside, sin duda, en atribuir la persecución penal al Estado (art. 71 del CP). Ello significa –en comparación con el servicio de justicia regular que presta el Estado en otras materias del orden jurídico– una ampliación considerable de su campo de acción (tareas) en el área, por atribución de un interés al Estado en la realización del derecho penal, que, ordinariamente, excluye de la cuestión penal todo otro interés real en el conflicto social que conforma su base. Desde el punto de vista político, tal decisión significa atribuir formalmente al Estado, en gran medida, el poder penal, esto es, la herramienta más poderosa que posee para el control social de los habitantes sometidos a su soberanía<header level="4">(2)</header>. El principio de oportunidad autoriza a prescindir de la persecución, ya sea por la poca importancia del injusto, por razones de conveniencia general o particular, o por temor a las costas del proceso. De esta manera, dicho principio en el proceso penal es entendido como la discrecionalidad de los órganos promotores de justicia en el manejo de la acción penal pública. <bold>II. El debate “Legalidad–Oportunidad”</bold> El proceso penal (y por cierto, el derecho penal) se encuentra íntimamente relacionado con el modelo político en el que se exterioriza y con el sistema de valores que nutre a éste. Según sea el papel que una sociedad le asigne al Estado, el valor que reconozca al individuo y la regulación que haga de las relaciones entre ambos, será el concepto que desarrolle de delito (desobediencia a castigar: conflicto humano para ser solucionado o redefinido) y el tipo de proceso que se admita. En el decurso de la historia, la primacía de aquél dio lugar a un paradigma llamado “inquisitivo”; la del individuo, a otro denominado “acusatorio”. Y pensando en la conveniencia de lograr una síntesis entre las virtudes de ambos, se desarrolló el proceso penal llamado mixto o, con más precisión, “inquisitivo mitigado”<header level="4">(3)</header>. Como consecuencia de esta decisión política, el Estado debió crear los órganos competentes para la persecución penal <italic>ex officio</italic>. Teóricamente, a la Inquisición le bastaba un solo órgano, el inquisidor, para practicar la encuesta (investigación) que permitía decidir sobre la aplicación del poder estatal; él concentraba, en sí mismo, todas las funciones diversificadas en el procedimiento penal moderno (perseguir–decidir), e incluía allí la defensa del imputado, aunque sólo desde la óptica del interés del Estado. Precisamente, el ingreso al sistema del interés individual por no verse sometido al sistema penal estatal (defensa), reconocido como legítimo en los Estados republicanos o constitucionalmente modernos y amparado por la ley, provoca la escisión del modo monocrático de proceder: a pesar de que el Estado conserva todo el poder penal, divide formalmente su competencia, creando órganos dedicados a la persecución penal (ministerio público–policía) y otros cuya tarea es decidir (los tribunales de Justicia penal). El diferente valor que la ley procesal concede a sus dictámenes, los unos requirentes, los otros decisorios, completa la escisión<header level="4">(4)</header>. Hay normas mediante las cuales se puede (co–)definir la identidad de una sociedad, de un Estado o de una persona. Entre ellas se encuentran las normas centrales o nucleares del Código Penal, en la medida en que garantizan el derecho a la existencia de cada ciudadano y los principios del orden constitucional<header level="4">(5)</header>. El derecho a castigar se puede fundar en distintas concepciones políticas. El principio de Estado de Derecho impone el postulado de un sometimiento de la potestad punitiva al derecho, lo que dará lugar a los límites derivados del principio de legalidad<header level="4">(6)</header>. Por imperio de la realidad normativa argentina (el Código Penal), el delito cuya comisión no ha podido prevenirse (es decir evitarse), por regla general debe (salvo los casos de acción privada) ser perseguido, juzgado imparcialmente y, si corresponde, penado en las condiciones que establece el sistema constitucional y que reglamentan los Códigos Procesales Penales. Desde que el Estado prohibió la “justicia por mano propia” y asumió la obligación de “administrar justicia”, se fue apropiando de la realización de casi todas aquellas tareas, generando así un sistema de respuestas que se presenta como de dominio casi exclusivo de funcionarios públicos, con poca cabida para el control o la participación ciudadana, salvo los limitados casos de ejercicio exclusivo (acción privada) o conjunto (acción pública) de la persecución penal por parte del ofendido, o la casi nula –hasta ahora– intervención de particulares en los tribunales (jurados)<header level="4">(7)</header>. Ahora bien, frente a la hipótesis de la comisión de un delito, el Estado impulsa su investigación en procura de verificar la existencia de la <italic>infracción</italic> que se presume cometida y lograr el eventual examen sobre su punibilidad (actividad acusatoria o de persecución penal)<header level="4">(8)</header>. La acción penal representa, de tal manera, según los conceptos del Código Penal, no un derecho puramente formal de solicitar justicia ante los tribunales requiriendo la actuación de la ley penal, sino la potestad de castigar en sí misma, como derecho sustancial constitutivo de uno de los presupuestos de la imputación penal. Es un derecho–deber del Estado de aplicar la pena <header level="4">(9)</header>. El art. 71 del Código Penal establece que “deberán iniciarse de oficio todas las acciones penales, con excepción de las siguientes: 1º) las que dependieren de instancia privada; 2º) las acciones privadas”; se trata de una clasificación sustancial. Se dividen las acciones penales, por su disposición, en públicas y privadas; y las públicas, por su promoción, se subdividen en promovibles de oficio y promovibles a instancia privada. Desde luego, la regla general está constituida por las acciones públicas promovibles de oficio<header level="4">(10)</header>. Un sistema penal asentado sobre una teoría absoluta de la pena debe perseguir todos los delitos que se descubran pues toda culpabilidad debe ser retribuida. En un sistema tal, los órganos encargados de la promoción de la acción penal están sujetos a perseguir obligatoriamente todo delito de acción pública. Este deber se expresa bajo el principio procesal de legalidad. Un sistema penal orientado hacia la obtención de ciertos fines, es decir, que reposa en una concepción preventiva o mixta de la pena, no debe perseguir necesariamente todo delito, sino en la medida en que ello sea necesario o útil para alcanzar esos fines. En un sistema tal los órganos encargados de la promoción penal tienen cierta discrecionalidad para decidir cuáles hechos habrán de perseguir. Esta discrecionalidad se expresa bajo el principio procesal de oportunidad. La discusión sobre la conveniencia de adherir a uno u otro principio encubre en gran medida la discusión acerca del sentido de la pena estatal<header level="4">(11)</header>. De esta manera, la regla de la legalidad del proceso penal significa establecer la prohibición para los órganos del Estado que actúan el derecho penal integrador, de toda discrecionalidad en cuanto a decidir sobre la conveniencia o inconveniencia del ejercicio de la función asignada para el caso concreto. Por eso también se lo suele expresar como regla de la no discrecionalidad. Por lo tanto, excluye todo criterio de oportunidad, y esto hace que el proceso penal sea inevitable en su inicio y en su total desarrollo<header level="4">(12)</header>. El principio de legalidad, conforme puede advertirse en orden al Derecho de fondo o sustantivo -por una parte- y al Derecho Procesal Penal -por otra- traduce la exigencia ineludible de señalar en relación a ambos extremos, que respecto a su vinculación con la Ley sustantiva -según se lo define y comprende en el Código Penal- abarca el contenido estricto y desarrollado del mentado principio en los Enjuiciamientos Penales, lo que permite afirmar que nace de una existencia independiente, incluyendo materias distintas <header level="4">(13)</header> Así, se puede afirmar que el principio de legalidad se concibe como la automática e inevitable reacción del Estado frente a la posible comisión de un delito, concentrada a través de una acción penal que lleva la hipótesis delictiva ante los jueces, requiriendo su investigación, juzgamiento y castigo del ilícito que resultara haberse cometido. El principio influye en los dos momentos de la acción penal: en el inicial de su promoción y en el posterior de su ejercicio: a) el primero se traduce, por regla, en la inevitabilidad del inicio de la acción penal: frente a la comisión de un delito, necesariamente se debe promover la acción sin que pueda evitarse por ningún motivo; b) en el segundo momento, el principio de legalidad se exterioriza a través de la irretractabilidad del ejercicio de la acción penal, prohibiéndose, por regla, su suspensión, interrupción o cese, lo que importa su mantenimiento hasta el dictado de una sentencia definitiva y el agotamiento de la ejecución penal<header level="4">(14)</header>. Es decir, que por imperio de la ley penal sustantiva, la persecución penal responde al llamado principio de oficialidad, una de cuyas características más tradicionales ha sido la proscripción de cualquier criterio de oportunidad a su respecto. Al ministerio público, órgano requirente por antonomasia, no le es dado atenerse a factores de conveniencia para resolver, frente a la <italic>notitia criminis</italic>, si ha de ejercitar o no la denominada acción pública, pues ésta debe ser impulsada de oficio en todos los casos, salvo las excepciones que marque la propia legislación. El principio de oportunidad, por el contrario, autoriza a prescindir de la persecución por la poca trascendencia del injusto o por razones de conveniencia general o particular o por temor a las costas del proceso<header level="4">(15)</header>. De esta manera, por principio de oportunidad en el proceso penal debe entenderse la discrecionalidad de los órganos promotores de justicia en el manejo de la acción penal pública. Por principio de legalidad, en cambio, la obligatoriedad de llevar hasta una declaración jurisdiccional la promoción y el ejercicio de la vindicta pública<header level="4">(16)</header>. Tanto el principio de legalidad como el de oportunidad presentan factores de peso que no pueden ser ignorados. Quienes se encuentran a favor del principio de legalidad sostienen que: 1) posee características igualitarias, ya que la aplicación selectiva y oportunista de las leyes las debilita; 2) del principio de oportunidad se trasunta una idea de desigualdad; 3) el principio de oportunidad se aplica en el etapa de la instrucción, por lo que dichos criterios no llegan a ser conocidos por el público, lo que obviamente deja a la oportunidad fuera del ámbito de ese control. Quienes están en contra de este principio sostienen que: 1) el principio de legalidad surge a partir de una concepción idealista de la realidad. Los índices de criminalidad son la demostración de que el derecho penal no se aplica de manera igual (v.gr.: procesos de selección no controlados que impiden la actuación de la ley penal); 2) en la práctica, las normas propias del derecho penal material no operan de manera automática; existen determinadas secuencias del procedimiento que dependen de un criterio de oportunidad no formalizado en las reglas procesales (v.gr.: la discrecionalidad del juez en lo referido al concepto de sospecha para someter a proceso a una persona); 3) en el proceso penal no se está obligado a la indagación de la “verdad material”, sino más bien a la indagación de la verdad por “vías jurídico–formales” que acotan la actuación del derecho penal como las prohibiciones probatorias y la regla de la exclusión; 4) los recursos personales y materiales del órgano judicial resultan escasos en la mayoría de los casos y el principio de legalidad no puede evitar que se desarrolle esta actividad en forma selectiva, acorde con criterios de oportunidad no institucionalizados y exentos de control público y/o privado. Los quebrantamientos al principio de la legalidad, algunas veces considerados justificables, significan dar paso al principio de la oportunidad, y ello ha ocurrido en Alemania para permitir a los fiscales y a los jueces la posibilidad de descargarse de un poco de la excesiva tarea, omitiendo la tramitación de aquellas causas penales de escasa trascendencia o referentes a casos en los cuales no esté en juego un interés atendible desde el punto de vista de la sentencia penal. Si esto puede ser en cierto modo justificable desde un punto de vista práctico, no jurídico, distinto es lo que ocurre cuando el criterio de oportunidad o discrecionalidad se funda en circunstancias políticas como acontece en Rusia socialista, donde los intereses del partido gobernante prevalecen sobre el interés de la Justicia penal<header level="4">(17)</header>. El criterio de oportunidad significa la posibilidad de que los órganos públicos, a quienes se les encomienda la persecución penal, prescindan de ella en presencia de la noticia de un hecho punible o, incluso, frente a la prueba más o menos completa de su perpetración, formal o informalmente, temporal o definitivamente, condicionada o incondicionadamente, por motivos de utilidad social o razones político–criminales<header level="4">(18)</header>. Mediante el principio de oportunidad se tiende a facultar al órgano de la persecución penal o a la víctima a que, por su voluntad unilateral, decidan la subsistencia de la acción penal o su abandono. Este principio tiene que conectarse necesariamente con la idea de subsidiariedad del derecho penal, es decir, que éste es la última ratio del ordenamiento jurídico, y que sólo es lícito recurrir a él cuando otras sanciones jurídicas menos incisivas aparezcan insuficientes para mantener la confianza en el derecho y la paz social. Esta idea privilegia la solución de conflictos por medios no penales, fomentando procesos compositivos que favorezcan la reconciliación con la víctima y con la sociedad, en especial tomándola en cuenta y fomentando la prevención–integración. Estas tendencias a formalizar el principio de oportunidad favorecen sin duda la capacidad operativa del sistema penal, en la medida que permite a los órganos encargados de promover el enjuiciamiento prescindir de su promoción o continuación en los casos en los que los criterios de oportunidad así lo indican. En ese sentido, el principio de oportunidad institucionaliza la selectividad que bajo el principio de legalidad se practica <italic>de ipso</italic><header level="4">(19)</header>. <bold>III. Conclusiones</bold> La adopción del principio de oportunidad debe llevarse a cabo de manera formalizada; esto significa que esos criterios deben estar claramente fijados en la ley. El órgano facultado para determinar la oportunidad debe poseer una inserción institucional adecuada que lo resguarde de los intereses políticos ajenos a los de la política criminal. Asimismo, debe estar sometido al control público, ello para que las decisiones sobre la oportunidad no se apliquen “bajo la mesa” del sistema penal. Lo más relevante es que la adopción de criterios de oportunidad depende, en gran medida, de la moral de las autoridades y de los tribunales, del control público y de la confianza que la ciudadanía deposita en una correcta administración de justicia, en especial de la Justicia penal. • <html><hr /></html> <header level="3">1) Clariá Olmedo, Jorge A., “Tratado de Derecho Procesal Penal”, tomo I, Ediar SA Editores, Bs.As., 1960, pág. 471.</header> <header level="3">2) Maier, Julio B., “Derecho Procesal Penal Argentino”, Ed. Del Puerto, Bs.As., 1996, pág. 825.</header> <header level="3">3) Cafferata Nores, José Ignacio, “Proceso penal “mixto” y sistema constitucional – Reflexiones a partir del art. 75, inc. 22, de la Constitución Nacional Argentina”, pág. 73.</header> <header level="3">4) Maier, Julio B., opus cit., pág. 826.</header> <header level="3">5) Jakobs, Günter, “Derecho Penal – Parte General” , Marcial Pons, Ediciones Jurídicas SA, Madrid, 1997, pág 63.</header> <header level="3">6) Mir Puig, Santiago, “Derecho Penal – Parte General”, Ed. Reppetor, Barcelona, 2002, pág. 109.</header> <header level="3">7) Cafferata Nores, José Ignacio, “Derecho Procesal Penal – consensos y nuevas ideas”, UNC, pág. 16.</header> <header level="3">8) Cafferata Nores, José Ignacio, opus cit., pág. 16.</header> <header level="3">9) Suárez, María de las Mercedes, “Capítulos de Derecho Penal – Parte General”, Tomo II, Ed. Horacio Elías – Editora Córdoba, pág. 133.</header> <header level="3">10) Vélez Mariconde, Alfredo, “Derecho Procesal Penal”, Tomo I, 3ª edición, Ed. Marcos Lerner, Cba., 1986, pág. 277/278.</header> <header level="3">11) García, Luis M., “¿Basta con el derecho procesal para alcanzar en algún cabello al delincuente de cuello blanco? (selectividad normativa y fáctica en la persecución y punibilidad de los delitos económicos)”, L.L. 1991–D, 773.</header> <header level="3">12) Clariá Olmedo, Jorge A., opus cit., pág. 473.</header> <header level="3">13) Torres Bas, Raúl Eduardo, “Las legislaciones procesales penales anglosajonas, de sistemática acusatoria sustancial e integral, con predominio de ideologías socialistas, no pueden tener vigencia en al República Argentina”, Tomo I, Ed. Corintios 13, Cba. 2001, pág 45.</header> <header level="3">14) Cafferata Nores, José Ignacio, “Legalidad y oportunidad – criterios y formas de selección”, pág. 22.</header> <header level="3">15) Almeyra, Miguel A., “¿Hacia el fin de la legalidad procesal?”, L.L. 1997–E, 357.</header> <header level="3">16) Adler, Daniel E., “El principio de oportunidad y el inicio del proceso penal a través del Ministerio Público”, L.L. 1993–A, 900.</header> <header level="3">17) Clariá Olmedo, Jorge A., opus cit., pág. 473.</header> <header level="3">18) Maier, Julio B., opus cit., pág. 826.</header> <header level="3">19) García, Luis M., opus cit.,, L.L. 1991–D, 773.</header> </page></body></doctrina>