Por Jennifer Huddleston * (para Acton Institute, Estados Unidos)
Todos conocemos a esa persona que siempre parece tener el último gadget de Apple. En muchos sentidos, los productos de Apple se han convertido en un símbolo de estatus. Aunque hay un grupo de fieles seguidores de Apple que creen que no hay otras opciones y quienes ven estos productos como una señal externa al mundo de que son superiores, la mayoría de nosotros tenemos en cuenta toda una serie de factores a la hora de decidir qué productos comprar o qué servicio de streaming elegir. Apple es sin duda una marca líder, pero ¿es un monopolio?
El 21 de marzo de 2024, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos (DoJ) y los fiscales generales de 16 estados anunciaron un caso antimonopolio contra Apple por presunto monopolio del mercado de smartphones. Esta es sólo la última de una serie de acciones antimonopolio contra las principales empresas tecnológicas de éxito de EEEUU, que han sido retratadas como villanas tanto por los formuladores de políticas públicas progresistas como por los conservadores en los últimos años. Pero este último caso ilustra hasta qué punto se equivocan los reguladores en sus erróneos intentos de “acabar con las grandes tecnológicas”.
Si estas acciones antimonopolio tienen éxito, no sólo podrían cambiar la forma en que experimentamos la innovación y tecnologías como las redes sociales y los teléfonos inteligentes, sino que también podrían sentar precedentes para una mayor intervención gubernamental en muchos mercados competitivos y desviar la atención de lo que los consumidores -a quienes las agencias gubernamentales dicen proteger- realmente quieren.
Un gran problema del caso del DoJ es que para que Apple parezca un monopolio, debe crear una definición de un mercado que en realidad no existe. Apple tiene menos del 30% del mercado mundial de teléfonos inteligentes y algo más del 60% del mercado en Estados Unidos. Para tratar de demostrar un mayor dominio, ha definido el mercado como el de los teléfonos inteligentes de “lujo”, pero es poco probable que los consumidores hagan tales distinciones.
En nombre de la protección de los consumidores se ha montado un caso antimonopolio contra el gigante tecnológico. Pero la verdadera víctima puede ser la innovación. Los motivos por los que la gente elige un smartphone concreto varían y las personas otorgan distintos valores a diferentes características. Algunos buscan características específicas de seguridad o privacidad. A otros les importa la calidad de la cámara o la disponibilidad de determinadas aplicaciones. Algunos buscan determinadas funciones de procesamiento o tipos de carga. Un problema clave de la argumentación gubernamental es que presupone que todos los consumidores valoran las mismas características de la misma manera.
El ejemplo más notable de esto es la afirmación del gobierno de que los productos de Apple crean un estigma social para las burbujas verdes. La idea de que el “estigma social” del tipo de mensaje enviado es un fallo del mercado que requiere la intervención del gobierno parece absurda a primera vista, pero resulta aún más ridícula si se examina más a fondo. Por ejemplo, para quienes busquen enviar mensajes de texto en grupo con una mezcla de dispositivos Android y Apple, existe una gama de otras aplicaciones de mensajería populares, como WhatsApp y Telegram.
Esto nos lleva a preguntarnos qué pasaría si el gobierno se saliera con la suya. Muchas de las características que hacen únicos a los productos de Apple dejarían de ser aceptables, incluida la seguridad de un ecosistema cerrado que la marca ha utilizado para distinguirse y generar confianza en el consumidor. Lo más probable es que un iPhone fuera menos fácil de usar nada más sacarlo de la caja y que todos los smartphones se parecieran aún más, con menos potencial de innovación o distinción. El gobierno, y no los innovadores ni los consumidores, decidiría cuáles deberían ser las compensaciones entre características.
Esto ilustra una vez más por qué la norma del bienestar del consumidor es de vital importancia en la defensa de la competencia. Proporciona un análisis objetivo y económico que se centra en aquello para lo que se diseñó la legislación antimonopolio: garantizar que los consumidores se beneficien de una competencia adecuada en el mercado libre. La competencia siempre perjudicará a los competidores rivales, que pueden hacer elecciones diferentes o descubrir que los consumidores no prefieren sus productos. Del mismo modo, las empresas suelen tener disputas entre sí cuando interactúan, y lo mismo ocurre en el espacio online y de los smartphones que en los espacios offline más tradicionales. Aceptaríamos que Walmart y Target establecieran las normas de lo que venden y cómo lo venden, y si a un proveedor no le gustara eso, habría una negociación o elegirían otra tienda en la que vender. También nos puede parecer frustrante o incluso desagradable la cantidad que un centro comercial puede cobrar a una determinada tienda por el alquiler, pero no pensaríamos que eso requiriera la poderosa intervención antimonopolio del gobierno. En muchos casos, cuestiones como el precio adecuado y la selección de aplicaciones en la App Store de Apple son similares. Hay mejores herramientas para tratar los problemas entre empresas, como el derecho contractual.
Cuando se trata de defensa de la competencia, la verdadera cuestión debería ser si una empresa tiene éxito porque ofrece un producto que los consumidores desean o porque utiliza prácticas anticompetitivas que manipulan un mercado y perjudican a los consumidores. Deberíamos aplaudir a las firmas que crean productos innovadores al servicio de los consumidores, aunque durante un tiempo se las considere “monopolios”.
A menudo estos “monopolios” duran poco porque los rivales encuentran formas de ofrecer productos y servicios similares o incluso mejores. Hace apenas dos décadas, las preocupaciones antimonopolio en el espacio tecnológico se centraban en empresas como MySpace, Yahoo y AOL. Al final, sin embargo, la innovación resultó ser la mejor política de competencia, no la intervención gubernamental.
Por desgracia, los reguladores de hoy parecen haber vuelto a una mentalidad de “lo grande es malo” que podría perjudicar a los consumidores al cambiar fundamentalmente los productos que disfrutan. El caso de Apple no es más que uno de una creciente lista de ejemplos de esta mentalidad.
Los consumidores eligen los productos de Apple no porque no tengan más remedio, sino por diversas razones. Al igual que los bebedores de Coca-Cola, los seguidores de Apple suelen pensar que sus productos son superiores y los elegirán aunque ello signifique sacrificar otras características que algunos -como los bebedores de Pepsi- puedan preferir. Pero, como ocurre con los smartphones, lo que elegimos a menudo se reduce al valor subjetivo que percibe el consumidor. En un mercado competitivo, que el gobierno dicte esas opciones mediante medidas antimonopolio tendría como resultado menos competencia e innovación, no más.
(*) Investigadora de la intersección de las tecnologías emergentes y el Derecho, con foco en las interacciones entre la tecnología y el estado administrativo.