Por Carlos R. Nayi. Abogado
Toda actividad comportamental de cada individuo, al tiempo de violar la norma preestablecida se erige como el elemento sustantivo del ilícito penal.
Desde esta perspectiva, el Derecho Penal de autor importa una abierta violación a la dignidad humana, afectando irremediablemente expresas garantías constitucionales, desde que la intervención del Estado siempre debe sobrevenir como consecuencia de presupuestos previstos en la norma pero -además- a partir de conductas que por acción u omisión la violenten.
La persecución penal jamás puede habilitarse a partir de la personalidad del agente, sus condiciones individuales o su temperamento, escenario peligroso que dibuja los contornos de una concepción de claro sesgo autoritario en conflicto abierto con los postulados que inspiran un Derecho Penal del hecho, una corriente que exhibe prepotencia y déficit de objetividad a la hora de diseñar políticas de persecución penal, las que no se inspiran ni orientan en la búsqueda de la responsabilidad por episodios concretos, efectivamente demostrados sino que su basamento se nutre en la clasificación de los delincuentes por su condición de tales, independientemente de su intervención en la comisión del delito, lo que constituye un atentado al principio de legalidad, erosionando inevitablemente la seguridad jurídica.
Toda responsabilidad penal es por hechos o por actos y no por un estado o situación, pilar fundamental en el que se inspira todo procedimiento judicial.
En esta línea argumental, resulta imperioso excluir toda pretensión de legitimidad respecto de lo que se conoce como el Derecho Penal de Autor, doctrina que vincula la sanción punitiva con la personalidad del autor del injusto cometido. Como bien dijo el maestro Antón Oneca, “el concepto de acción es central en la teoría del delito: el hombre no delinque en cuanto es, sino en cuanto obra”.
El derecho penal contemporáneo desde su raíz misma se inspira en el principio de legalidad nullum crimen, nulla poena, sine lege praevia, consagrado con jerarquía constitucional en el art. 9 Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH), y en los arts. 18 y 19 de la Carta Magna, esto es el principio de culpabilidad, por lo que la viabilidad de todo reproche legal, sólo será admitido en la medida en que el agente opte por transgredir la norma, alejando su comportamiento del orden jurídico preestablecido.
Doctrinariamente la posición dominante aparece inconmovible desde que se castiga la acción desplegada conforme la tipificación del hecho punible, independientemente del grado de peligrosidad del autor y de sus características personales.
Resulta inadmisible castigar determinadas cualidades personales por sobre la persecución y sanción de acciones en conflicto con la ley en vigencia. No se sanciona desde esta perspectiva la acción de matar sino la calidad de asesino, escenario en el que se volatiliza el sentido de inversión del Derecho Penal, coronando desigualdades irritantes y arbitrariedades inadmisibles que en un Estado de derecho jamás deben admitirse.
La prioridad es evitar la afectación al orden jurídico y social establecido por sobre las características personales del autor. Jamás la personalidad del agente transgresor puede válidamente ser suficiente para habilitar la aplicación de una pena.
Es el derecho penal de acto el que termina honrando una premisa jurídico penal sagrada, donde la respuesta punitiva que alcanza al sujeto actuante aparece como correlato irremediable de la acción prohibida llevada a cabo.
El encuentro conciliador entre lo justo y lo legal obliga a considerar la necesidad de evitar la pervivencia de un derecho penal de autor; de no ser así, perderíamos en la historia los enormes esfuerzos realizados para limitar el ejercicio arbitrario e irracional del poder de castigar, atentando peligrosamente contra una constelación de garantías procesales de raigambre constitucional que resguardan la libertad de los ciudadanos. Jamás puede admitirse ponderar nuevas hipótesis de pena tomando como punto de referencia condiciones personales, características estructurales o historias personales.
Aceptar lo contrario importa consagrar una irritante situación de injusticia puesto que el fundamento de la pena se apoyaría indefectiblemente sobre situaciones extrañas o bien anteriores a la acción prohibida, lo que confronta con elementales garantías constitucionales y tratados internacionales.
No se puede caer en el riesgo de abordar posturas regresivas, puesto que asumir como alternativa válida esta salida implica avanzar en desvaríos que atentan contra las libertades de los ciudadanos, desnaturalizando el sentido y la efectividad del sistema penal.
Son los jueces los irremplazables custodios de la vigencia de la supremacía constitucional y, desde esta óptica, es necesario fortalecer un sistema en el que sólo las acciones humanas, como elemento sustantivo del delito, constituyan el ingrediente necesario para ejercitar el orden punitivo, alejando el peligro de aniquilar la exactitud de los tipos legales.
En la garantía procesal de raigambre constitucional “Principio de Inocencia”, encontramos un valladar que dibuja los contornos de una frontera que separa el Derecho Penal del Hecho, cuya génesis conceptual se apoya en un ilícito específico efectivamente perpetrado y su correspondiente respuesta punitiva, del Derecho Penal de Autor, que tiene anclaje en una realidad ajena al injusto penal y, por tanto, extraña a la realización del hecho delictivo.