John Brown fue la primera persona ejecutada por traición en los Estados Unidos. Esa pena fue cumplida en la mañana del 2 de diciembre de 1859, a alrededor de las 11.15, en un campo baldío, a varias cuadras de la cárcel del condado de Jefferson. Su delito: haber intentado robar armas de un arsenal para promover una revuelta de esclavos en Harper’s Ferry en la sureña Virginia, creando un nuevo estado en el camino.
La horca se construyó en el porche de una casa en construcción en Charles Town “para esconderla de los yanquis”. Veinticinco años después, un “sindicato de cazadores de reliquias” se las compró al dueño de la casa, para mostrarlas en la Exposición Colombina de 1893.
La historia de que Brown besó a un bebé negro cuando salía de la cárcel camino a la horca, muy popular, ha sido negada por varios de quienes estaban presentes, entre ellos el fiscal del Estado, Andrew Hunter: “Es completa y absolutamente falsa de principio a fin. Nada de eso ocurrió, nada de eso podría haber ocurrido. Él estaba rodeado de soldados”.
En el corto viaje hasta el cadalso, durante el cual se sentó en su ataúd puesto sobre un vagón de muebles, Brown fue protegido a ambos lados por líneas de tropas para evitar un rescate armado. Como el gobernador Henry Alexander Wise no quería que Brown diera un discurso, después de salir de la cárcel y en la horca, los espectadores y reporteros fueron mantenidos lo suficientemente lejos como para que Brown no pudiera ser escuchado.
De camino a la horca, comentó al alguacil la belleza del país y la excelencia de la tierra. “Es la primera vez que tengo el placer de verlo”, dijo. También pidió al sheriff y a su carcelero que no lo hicieran esperar. “Caminó hacia el patíbulo con tanta frialdad como si fuera a cenar”, según Hunter.
Entre los asistentes a la ejecución estuvieron varios personajes que posteriormente se harían célebres: Thomas Jackson, quien luego sería uno de los generales sureños más destacados, así como el coronel Robert E. Lee, comandaban los 2000 soldados federales y la milicia de Virginia enviados en previsión de desórdenes, fugas o un linchamiento popular. El futuro poeta de la Guerra Civil, Walt Whitman, estuvo presente, al igual que el actor John Wilkes Booth, quien cinco años después asesinaría al presidente Lincoln.
Luego de la ejecución se entregó a su viuda Mary el cuerpo, que fue enterrado en la granja familiar de Forth Elba. Los seis hombres capturados con Brown, participantes del ataque a Harper’s Ferry, también fueron juzgados y ahorcados.
Justo antes de su ejecución, el condenado escribió sus últimas palabras en un papel y se las entregó a su amable carcelero, el capitán Avis. Se leía allí: “Charlestown, Va. 2 de diciembre de 1859. Yo, John Brown, ahora estoy bastante seguro de que los crímenes de esta tierra culpable nunca serán eliminados sino con sangre. Ahora lo sé. Antes me halagaba en vano que podría haberlo llevado a cabo sin mucho derramamiento de sangre”.
Era una clara incitación a la guerra civil. Es que Brown, además de su estoicismo frente a la muerte, no dejaba de ser un fanático antiesclavista. No tenía muchas diferencias con quienes lo eran en sentido contrario. Como ellos, era partidario de resolver la cuestión por métodos violentos. Unos y otros tomaron el control de la escena pública, desplazando a los moderados que trataban de llegar a una solución negociada y el resultado fue, a la corta, una sangrienta guerra civil.
Teniendo en cuenta sus consecuencias, no pocos historiadores entienden que fue el proceso y ejecución de Brown el juicio penal más importante en la historia de Estados Unidos, ya que estuvo estrechamente relacionado con la guerra que le siguió en breve. Un artículo de un periódico contemporáneo lo predijo: “La invasión de Harper’s Ferry ha promovido la causa de la desunión más que cualquier otro acontecimiento ocurrido desde la formación del Gobierno”.
La esperanza de un compromiso entre el Norte y el Sur se desvaneció. La guerra civil fue inevitable. Una cuestión de quién dispararía primero.
La polarización del país puede verse en los diarios de la época. En tanto The New York Independent escribía: “El valiente anciano que yace en la cárcel de Charlestown, Virginia, esperando el día de su ejecución, está enseñando a esta nación lecciones de heroísmo, fe y deber, que despertarán su aletargado sentido moral”; por el contrario, el Richmond Dispatch lo calificaba de “sinvergüenza”, entendiendo que se trataba de “un asesino de medianoche a sangre fría, sin una pizca de humanidad o generosidad en su carácter” y agregaba: “Los recientes acontecimientos en Harper’s Ferry han despertado mucho el espíritu militar entre nosotros”.
La cuerda fue hecha especialmente para la ejecución con algodón de Carolina del Sur, pues “en la mente de los sureños, Brown era la mayor amenaza a la esclavitud que el Sur jamás había presenciado. El sur estaba visiblemente fuera de sí de rabia y terror”, según Dennis Frye, ex historiador jefe del Parque Histórico Nacional Harper’s Ferry. “Éste era el Pearl Harbor del sur, su zona cero”, y se daba por sentado que otros pronto seguirían los pasos de Brown.
“Seremos mil veces más antiesclavistas de lo que nunca nos atrevimos a pensar en ser antes”, proclamó en el otro bando, luego de la ejecución, un periódico de Massachusetts.
La guerra estaba servida. Como pasa en la historia, no es extraño que a una muerte equivocada del poder o el destino le sigan miles de otras inocentes que hubieran podido evitarse.