Los rumores de suspensión de esa norma, que regula los contratos inmobiliarios, demuestran que se van agotando los recursos para desviar la opinión pública. Impedimentos legales e insuficiencia política
Los datos sobre lo que se habría acordado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) nos van llegando de a poco. Cada uno va presentando un nuevo escenario, cada vez más sombrío, que fue pasando desde el optimista “está todo hablado para que nos manden la plata y nos cambien las metas” al preocupante “hay que subir tarifas, acelerar la devaluación y mantener la meta de reducción del déficit”. En este punto, el ministro de Economía, Sergio Massa, está haciendo algo que ni él ni el kirchnerismo duro quieren hacer.
La última derivación de toda esa negociación es que se avanzaría con el desdoblamiento cambiario, subiendo aún más el valor del dólar para turistas. Algunos plantean también restricciones para operar con otros tipos de dólares, pero todavía no hay nada claro.
Se plantea también la posibilidad de poner un dólar para importadores, para agilizar el ingreso de insumos o de maquinaria, que igualmente se terminaría trasladando a precios. Ninguno lo quiere decir, pero esta devaluación en cuotas terminará siendo como esa pequeña pérdida de agua que vemos cuando sube la presión de la manguera. Si la dejamos y no nos preocupamos por ella, tarde o temprano va a terminar de salirse y el chorro va a ser incontenible.
A sabiendas de que el atraso cambiario representa un problema para el país, el intento de frenar la pérdida de divisas (el Banco Central lleva perdidos en lo que va del año casi la misma cantidad de dólares que liquidó el campo en la segunda edición del dólar soja) con medidas restrictivas no alcanza y es contraproducente. Aunque puedan seguir haciendo malabares para mantenerse en esta franja, lo sensato es acelerar el ritmo de la devaluación y soportar políticamente el reacomodamiento de los precios, restando presión sobre un Central exhausto por las ventas, que llevan casi US$310 millones en dos días hábiles del mes.
Al prever esa situación de descontento por la inflación futura, el Gobierno trató de retomar la iniciativa política, lanzando el rumor de que trataría de derogar la ley de alquileres, en lo que apenas podría ser equiparable a una contraofensiva de las Ardenas que no pueda servir para más que dilatar la derrota.
La idea es bastante precaria: se deroga una ley impopular para tener un poco de impulso mediático que haga de contrapeso a las nuevas medidas referidas al dólar. Con conocimiento del malestar que ha generado la ley desde su entrada en vigor, la idea de reemplazarla es más que lógica, por cuanto los bruscos aumentos del precio de los alquileres es un verdadero problema para los inquilinos.
Sin embargo, el plan oficialista tiene varios defectos, lo que nos lleva a pensar que el kirchnerismo está perdiendo su capacidad de sacar conejos de la galera y de empujar las líneas de lo esperado más allá de lo que indica el sentido común cívico. Ha pasado por alto varios puntos en su afán de instalar un tema en los medios.
El primer problema es formal, pero fundamental. El Poder Ejecutivo no puede anular, derogar ni suspender una ley que ya se encuentra vigente y funcionando. Justamente existe división de poderes para evitar que los responsables de aplicar la ley sean los mismos que deben redactarlas o derogarlas. Es un impedimento institucional.
Si la ley hubiera sido sancionada esta semana, el Presidente podría optar por vetarla. El problema es que la ley es de la época de la plena pandemia. Si hubiera sido promulgada de manera automática por no haber sido rechazada por el Ejecutivo, igualmente se podría especular con dejarla sin efecto práctico por falta de reglamentación, como hemos visto más de una vez.
Lamentablemente para el Gobierno, ninguno de esos escenarios es el actual.
Quizás el término “suspender”, con el que echaron a correr los rumores, suene menos institucionalmente grave que decir “derogar por decreto”, lo que hace que se pase por alto la gravedad institucional que conllevaría tal decisión. De lanzarse Fernández y Massa a ese plano, se abriría la puerta a todo un debate sobre cuál sería el nivel real de protección ciudadana contra las arbitrariedades de los que ejercen el poder, sabiendo que un gobierno debilitado puede poner en pausa la aplicación de las leyes que no le gustan, independientemente de que pueda existir una buena justificación para dicha decisión. Hoy sería la ley de alquileres, pero mañana podría ser cualquier otra.
Lo único que puede hacer el Gobierno en este punto es retomar el debate en el Congreso, donde ya hay dictamen para nuevos proyectos de ley. No falta voluntad de los distintos bloques políticos para derogar la norma. Lo que sí hace falta es aceptar que hay que negociar salidas que dejen conformes a todos, más allá de los egos personales y las consignas partidarias.
El segundo problema al que se enfrenta el Gobierno es que en julio se cumplen tres años de la entrada en vigencia de la ley, por lo que sólo a partir de entonces comenzarían a vencer los contratos pactados con la nefasta ley anterior. Ciertamente podrían empezar a pactarse nuevos acuerdos para los que deciden volcar al mercado nuevas propiedades, pero todavía no se vería el supuesto alivio para los inquilinos.
Esto último, además, va en línea con los problemas de inflación que tiene el país, que no empiezan ni se terminan en los alquileres. Un cambio en la norma tal vez podría ayudar a frenar la velocidad del aumento del precio de los alquileres, pero no podría quedar muy lejos de la marcada tendencia que se encuentra en todas las áreas de la economía.
El Gobierno sigue perdido en su laberinto, pendiente de llegar no muy magullado a las elecciones, agotando las reservas del Central para dificultarle las cosas al que venga y cruzando los dedos para que no pase algo que desate la furia del común de los ciudadanos. Conseguir la derogación de la ley de alquileres parece muy poca cosa para el complejo escenario que tiene por delante, en el que los desbarajustes de la economía no se limitan a los alquileres y pegan de lleno en el bolsillo de los argentinos.