La vida íntima de la dictadura militar, a tenor de las probanzas y testimonios obrantes en nuestro poder, fue un auténtico infierno.
Belcebú estaba de parabienes. Los conflictos intestinos entre las fuerzas armadas se derramaban por las calles de Argentina, sembrando muertos y desaparecidos por doquier “en nombre de nuestro modo occidental y cristiano de vida”.
El enfrentamiento entre el Ejército y la Marina fue feroz. Nadie daba ni pedía cuartel. Comandos de ambas fuerzas se enfrentaron en todas las calles de las grandes ciudades.
Que nadie se equivoque. No era una cuestión ideológica. Las cuentas del Ente Autárquico Mundial 1978 (EAM 78) estaban en el centro de la cuestión.
La Marina no quería ser auditada. Había millones de dólares que habían sido gastados sin ton ni son.
Un rumor que circulaba a media voz por las calles de Córdoba aseguraba que la lluvia de balazos que destruyó la mayoría de los frentes de la esquina de San Juan y La Cañada, tuvo por origen un operativo conjunto en busca de una pequeña fortuna que estaba depositada, quizás, en una escribanía de confianza.
Al momento de la repartija del botín -en el mítico Calicanto-, los bandoleros comenzaron a los tiros. Alguien los había “mejicaneado”…
Las sorpresas no terminaron con la llegada del día. Una patrulla militar -con dotación completa- cortó la circulación por la calle Belgrano y procedió a reparar los daños causados en aquel tradicional bodegón, para alegría de “Capricho”, su propietaria.
Los maledicentes de siempre aseguraban que ese gesto “civilizado” del Ejército tenía origen en el ardiente romance que mantenía la dueña de la pulpería -de rotunda presencia- con un gallardo coronel de infantería cuyo apellido guardaré para mejor ocasión.
Los cordobeses avisados, desde los tiempos de la Triple A y de las tropelías del “Comando Libertadores de América”, habían cambiado sus hábitos y costumbres. Nadie estaba seguro.
En cualquier momento, y sin motivos aparentes, un camión militar se ubicaba de culata y cargaba a todos los peatones.
Costumbre que se repetía cada fin de semana en los bailes de cuarteto, que un absurdo bando militar catalogaba de pecaminosos.
Es menester retornar al objeto de este breve ensayo, que no es otro que desnudar algunas de las miserias ocultas de las fuerzas armadas.
El Ejército trataba de defender la gestión económica y política de Jorge Rafael Videla, que fue un auténtico fracaso de la mano de su superministro José Alfredo Martínez de Hoz.
En el camino quedó el sueño de reelección de Videla. Pretendía alterar el orden establecido en las actas fundacionales del Proceso de Reorganización Nacional.
El mandato de los funcionarios del Poder Ejecutivo y de sus homólogos provinciales tenía una duración de cuatro años. Fecha en la que otro general retirado debía reemplazarlo, así que Videla tenía los días contados.
La Marina, como sucedía desde 1955, soñaba con el sillón presidencial. Los candidatos sumaban casi una docena.
La prensa adicta aseveraba que el preferido era el ministro de Planificación, Ramón Genaro Díaz Bessone -quien había recibido del general Perón la orden de plasmar un nuevo Plan Nacional de Desarrollo y supervisar, como inspector militar, las acciones represivas del II y III Cuerpo de Ejército-. Por razones que desconocemos declinó el ofrecimiento de candidatura.
En el sombrero aún quedaban varios nombres. Los generales Roberto Viola y el cordobés Horacio Tomás Liendo -quien fue, a su tiempo, encargado del Ministerio de Trabajo, posteriormente estuvo al frente al Ministerio del Interior y durante 20 días ocupó el despacho presidencial-, aparecían como los más firmes aspirantes al Poder Ejecutivo Nacional
En el camino había quedado el sueño presidencial de Luciano Benjamín Menéndez, después de haber intentado derrocar al gobierno de Videla, el 28 de septiembre de 1979. Sin apoyos militares ni de importantes sectores de la sociedad, intentó resistir en el Liceo Militar General Paz utilizando como escudos humanos a los cadetes de primero, segundo y tercer año.
El Gran Elector designó presidente a Roberto Eduardo Viola, quien pronto entró en conflicto con los halcones. Supuso erróneamente “El elegido” que gozaba de todas las prerrogativas del cargo y era, efectivamente, el comandante en jefe de las fuerzas armadas de la República.
No tenía autorización para procurar mejorar la imagen internacional de la Junta Militar argentina. Sus camaradas entendieron ese tímido gesto de cordura como un amago de liberalización de los férreos controles de la dictadura.
Éstas fueron las razones por las que los argentinos, el 11 de diciembre de 1981, volvieron a sintonizar las radios uruguayas. Querían saber qué ocurría en los despachos oficiales de Balcarce 50, donde se amenazaba con armas en mano a los funcionarios de carrera.
Nadie creyó en el contenido del comunicado oficial por el cual se informó la fragilidad de la salud del presidente de facto Roberto Viola.
El enfermo grave tuvo una larga sobrevida, que le sirvió para reflexionar sobre las semejanzas que tuvo su paso por la Casa Rosada con el interregno de Roberto Marcelo Levingston.
El general Leopoldo Fortunato Galtieri, quien ya le había sustituido al frente de la Junta Militar, se hizo cargo de la presidencia.
Tenía el mismo sueño que otros megalómanos que hemos sufrido como presidentes. Soñaba -y no lo ocultaba- con colgar su retrato en un sitial más destacado que los de los generales José de San Martín y Manuel Belgrano. Personajes de reparto en su particular mirada sobre la historia de los argentinos.
Estaba convencido de que estaba llamado a jugar en las grandes ligas de la historia mundial. Sus subordinados cuentan que aparecía, con frecuencia, en los campos de entrenamiento ataviado a la manera del general estadounidense George S. Patton.
Lucía casco de reglamento, sus placas de identificación, camisa, corbata, chaqueta de piel de oveja, bufanda, binoculares, pantalones de montar, botas de caña alta y un cinturón con fundas que protegían dos pistolas Smith & Wesson calibre 357 Magnum (y no una Colt 45 como describió la revista Gente).
Sería esa misma publicación la encargada -con el auxilio de la Sociedad Rural Argentina y del peronismo de las provincias de Buenos Aires y La Pampa- de organizar el “asado más grande del mundo”, que fue, para enojo del almirante Emilio Eduardo Massera, la plataforma política de una campaña presidencial que llevaría como candidato presidencial a Galtieri.
Sueño que el mismo interesado se encargó de dinamitar cuando ordenó, según sus biógrafos más benevolentes, entrar en combate en Malvinas a fuerzas armadas “moralmente debilitadas y mal entrenadas”, que desconocían absolutamente el escenario de batalla.
El “general majestuoso”, así definido por Richard Allen -asesor de Seguridad Nacional del presidente estadounidense Ronald Reagan- nunca se dio por enterado de su debilidad de origen. En su camino al Sillón de Rivadavia había sembrado miles de enemigos.
El juramento presidencial tuvo todos los condimentos propios del neorrealismo italiano. Hubiera hecho las delicias de Mario Monicelli. Galtieri juró el 22 de diciembre ante los otros miembros de la Junta Militar. Según el periodista Daniel Cecchini, al embajador de Estados Unidos en Buenos Aires, Harry Shlaudeman, le llamó la atención que el encargado de tomarle juramento fuera el jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Basilio Lami Dozo, en lugar del jefe de la Armada Jorge Isaac Anaya.
“Anaya lo quiso así -se lee en un cable desclasificado que tenía como destino a la Sala Oval- por temor a que, debido a su estatura diminuta, se viera ridículo tratando de pasar la banda sobre la cabeza del gigantón Galtieri”, escribió Cecchini.