No pocos hechos de la América colonial le deben su acaecimiento a esa práctica
El corso, contra lo que puede pensarse, fue una actividad legal muy regulada por las autoridades españolas y bastante ejercida bajo tal bandera.
Antonio de Capmany y de Montpalau, en el tercer tomo de sus Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona, publicadas -pese al título- en la real ciudad de Madrid por la Imprenta de Sancha en 1792, dice lo siguiente: “Como los reyes por la forma y constitución de sus Estados no eran dueños de disponer de los subsidios de sus vasallos como de un fondo permanente de su erario, carecían de medios para mantener de continuo una armada real. Por consiguiente, el corso de los particulares, atraídos de la esperanza de las presas, y los armamentos temporales de los comunes y ciudades, suplían la falta de una fuerza pública para resistir u ofender constantemente a los enemigos de la Corona”.
Como nos cuenta Pedro G. Somarriba en su trabajo La regulación del corso, en el siglo XVIII y principios del XIX el corso de España fue de crucial importancia en la política exterior de ese país, por una parte, y en el resguardo de los dominios americanos, por otra.
En el Caribe, la falta de barcos de la armada para proteger tanto territorio fue cubierta con éxito por los corsarios locales, quienes mantuvieron a raya a los piratas ingleses y holandeses. Una particularidad de tales corsarios fue que mayormente ejercieron tareas de lo que hoy diríamos patrullaje marítimo y también de guardacostas, en resguardo del litoral como de rutas marítimas. Es por eso que, fuera de los tiempos de guerra, el principal “perjudicado” por esta actividad fue el contrabando inglés.
De acuerdo con el «derecho de visita», los navíos españoles podían interceptar cualquier barco británico y confiscar sus mercancías, ya que, a excepción del «navío de permiso» -una excepción-, todas las mercancías con destino a la América española que no fueran en buques españoles eran, por definición, contrabando.
La primera ordenanza sobre el corso fue dada por el rey Felipe IV en 1621. No sólo regulaba la actividad sino que la fomentaba como respuesta a la actividad corsaria y pirata de ingleses, holandeses, franceses, argelinos y turcos, quienes depredaban el marítimo comercio español tanto en las Indias como en el Mediterráneo.
Los éxitos obtenidos llevaron a un desarrollo de la legislación en la materia, principalmente por la sanción de normas que ampliaban los cometidos del corsario frente a declaraciones de guerra a otros países. Tenemos así las ordenanzas de 1674, 1702, 1718 (“contra turcos, moros y otros enemigos de la Corona”), 1762, 1779, 1794 (contra intereses franceses principalmente, a causa de la revolución ocurrida en este país, por la que se prohibía el corso con los aliados de España), 1796 (contra los antiguos aliados ingleses y a favor de los franceses) y la de 1801, que renovaba las hostilidades contra los británicos.
Además de las otorgadas en virtud de ordenanzas generales en tiempo de guerra, se concedieron patentes de corso particulares, como la dada el 29 de julio de 1752 al jefe de escuadra de la marina real don Pedro Mesía de la Cerda, con la misión principal de limpiar las aguas caribeñas de corsarios holandeses que asolaban el comercio. Para ello, partió de Cartagena con una escuadra integrada por un buque de 60 cañones, el Septentrión, una fragata, un paquebote y cuatro jabeques. Se le autorizaba además a capturar cuantas embarcaciones inglesas y francesas encontrara practicando el comercio ilícito. La venta de las presas y sus mercancías sería repartida entre todas las dotaciones de la escuadra.
Muchos célebres marinos españoles pasaron por dicha práctica. Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, antes de ser el último virrey del Río de la Plata, se dedicó a la actividad corsaria.
En 1780, al comando de la balandra “Flecha”, apresó los buques ingleses, también corsarios, “Rodney” y “Nimbre”. Un año más tarde, como capitán de la fragata “Santa Bárbara” capturó otras cuatro naves corsarias de esa misma bandera.
Cabe destacar que en la marina real española el personal militar podía dedicarse al corso en un determinado momento en barcos privados, permisión normativa que luego se heredaría en las nuevas marinas hispanoamericanas, por ejemplo la argentina.
Si el capitán de un barco corsario privado pertenecía a la armada, el nombre del barco tenía de sobrenombre “Real”, para diferenciarlo de los corsarios con capitán particular. A todos los efectos, el personal de la marina de guerra que se desempeñaba allí -capitán, oficiales o tripulantes- se entendía como prestando servicio en la marina de guerra: gozaban del fuero naval que les permitía el uso de armas y otros privilegios de la armada mientras estuvieran en este servicio; el tiempo transcurrido se les computaba para ascender y, en caso de muerte, las viudas podían acogerse a una pensión y si eran heridos podían ser tratados en las instalaciones de la marina.
También las naves de la armada española podían dedicarse al corso, de forma individual o en escuadra, sin que ello afectara, como se ha visto, la carrera militar de sus dotaciones. El más conocido de tales colectivos fue el “Escuadrón Roquefort” francés, compuesto por media docena de navíos de línea y fragatas, que en las guerras napoleónicas asolaron el comercio marítimo inglés en el Mediterráneo.
También entraron en juego los corsarios españoles durante la guerra de independencia de Estados Unidos, en la cual dicha actividad capturó unos 3.000 buques ingleses.
Con el proceso emancipador hispanoamericano, el corso entraría en otra dimensión, esta vez practicado por las nacientes naciones que se independizaban y en contra de la propia corona española. Pero ésa ya es otra parte de la historia.