En un momento marcado por los cambios acelerados en las tecnologías de la comunicación y -en buena medida derivado de ello- en la relación de la sociedad con las instituciones, ¿cómo se puede estructurar una política de comunicación judicial?
Tenemos dos problemas: los cambios en las tecnologías y en la sociedad; a los que debemos sumarles otros dos: que no existe un corpus teórico de la comunicación judicial y que los espacios territoriales definen sus modelos de comunicación (la cultura, los canales los momentos, los formatos, etcétera).
Ante un trasfondo de indefinición tan extenso, lo recomendable es ser inflexible en los objetivos institucionales (los poderes judiciales no pueden apartarse de lo que las constituciones les asignan ni debilitar las tutelas que tienen a su cargo para “comunicar mejor”) y muy flexibles en las herramientas y los caminos.
En situaciones cambiantes, lo que ofrece mejores garantías no es la racionalidad del planificador sino la mêtis, la inteligencia del navegante. Éste es, probablemente, el modelo de inteligencia que menos recordamos del legado de los griegos. Combina la sabiduría con la astucia, el conocimiento técnico con la capacidad de leer los momentos y los entornos, “lo uno y lo múltiple”, como dice Francoise Jullien en Tratado de la Eficacia. Ulises sabe que para llegar a Ítaca puede tener que detenerse, cambiar el rumbo para evitar una tormenta, aprovechar las mejores corrientes marítimas.
Para navegar en la complejidad de la realidad social y atender sus matices no se puede depender de estrategias innegociables ni de protocolos cincelados en piedra. Las decisiones jurisdiccionales están inscriptas en marcos legales y procedimentales más bien rígidos; la manera de comunicarlas y todas las demás acciones de las organizaciones judiciales (que también comunican muy eficazmente), no. Al menos no, si creemos en un diálogo con esa sociedad que hoy no es sensible a determinados temas, y mañana sí; por medio de canales que cambian constantemente y, con ellos, los contenidos que ponen en circulación (no se cuentan de la misma manera las cosas en los diarios, la radio, la televisión, Instagram o Tik Tok).
Cuando no hay un manual de procedimiento estabilizado, es decir, cuando no se ha construido un modelo por falta de antecedentes (tampoco hay registro de experiencias exitosas ni recomendaciones basadas en datos y evidencias homologables, digamos eso también), las decisiones se toman atendiendo los objetivos globales pero aceptando las soluciones “locales”, en el doble sentido de “las que se definen frente al problema concreto” y “las que son adecuadas en ese contexto cultural y ese espacio territorial”. Esas decisiones deben ser revisadas y ajustadas constantemente, hay una cuestión de aprendizaje y de adaptación al medio que debe formar parte de cualquier estrategia (una estrategia que no es un plan de acciones inmodificables montado sobre un cronograma con etapas perentorias sino una serie de objetivos pequeños que llevan al objetivo final). La Harvard Business School dice: “No hay respuesta, son procesos de respuesta”.
Sin embargo, hay un límite tanto en la posibilidad como en la conveniencia de ensayar formatos: los poderes judiciales son en última instancia los que van a decidir qué será incorporado y qué no. Esto nos agrega -como si fueran pocos- otro problema: quienes deciden sobre comunicación judicial no saben (con honrosas excepciones) del tema y están formados en una cultura que sospecha de eso (de lo contrario, habría comunicación como materia transversal en las carreras de Derecho y en las ofertas de las escuelas judiciales).
Ésta es una cuestión de difícil solución porque la jerarquía para tomar decisiones no está basada en el tipo de problema. Lo mismo sucede con otras materias que se tratan en los tribunales y deberían ser resueltas por otros subsistemas, como el educativo o el de salud.
Para mejorar la comunicación de los poderes judiciales con la sociedad es necesario recurrir a la descentralización (no solamente territorial, también la que pone la cultura del derecho en el centro) y a la creatividad.
La pregunta del primer párrafo es deliberadamente engañosa: no se debe “estructurar” sino “habilitar”: incentivar, promover, apoyar, alentar, solventar y ampliar la comunicación judicial, que no es de las y los comunicadores judiciales sino de los operadores del sistema; que no es periodismo sino una enorme pluralidad de saberes, competencias, destrezas y abordajes; que no existe solamente para cumplir con la publicidad de los actos de gobierno sino para pacificar la sociedad.
(*) Presidente de la Asociación Iberoamericana de Profesionales de la Comunicación Judicial