Introito
El Tribunal Superior de Justicia (TSJ) dictó el acuerdo reglamentario Nº 1735, serie “A”, de fecha 2 de diciembre de 2021, que modifica sustancialmente el anterior protocolo; y atento a que el nuevo acuerdo tiene modificaciones de gran trascendencia práctica, resulta necesario hacer algunas consideraciones sobre su texto, por su implicancia en el trámite del proceso oral.
Las facultades legislativas del Tribunal Superior de Justicia
Desde hace ya muchos años, nuestro máximo tribunal local, con un criterio práctico y en general, con mucho sentido común, viene dictando -dentro de sus facultades- acuerdos reglamentarios que en su naturaleza jurídica son disposiciones de carácter administrativo, tendientes a lograr el correcto funcionamiento del sistema de administración de justicia.
Pero algunas veces, en esa idea de regularlo todo, transita en una línea fronteriza no muy clara, utilizando las acordadas como si fuesen una especie de decreto reglamentario de una una ley o, directamente, como una vía de modificación de la legislación vigente. Este último aspecto es bastante controvertido en función de nuestro sistema constitucional de división de funciones, en el que la función legislativa le corresponde al Poder Legislativo, sin perjuicio de que, por facultades constitucionales y mediante disposiciones de la Ley Orgánica del Poder Judicial, el TSJ tiene facultades para presentar proyectos de leyes relacionados siempre con la administración de justicia.
Respetuosa y modestamente, creemos que este acuerdo reglamentario Nº 1735, que tiene la loable intención de mejorar y agilizar el trámite de los procesos civiles, ha excedido, con creces, las facultades ordenatorias y reglamentarias y modificado la ley 10555 en aspectos muy importantes, algo que debería haberse realizado por medio de una reforma legislativa.
En los párrafos que siguen intentaremos analizar algunos puntos de este acuerdo, que se presenta como “de carácter vinculante” para todos los operadores, entre quienes se encuentran, sin duda, los jueces.
Dicha locución –carácter vinculante-, entendemos, no debería haberse empleado pues ni la jurisprudencia del Máximo Tribunal resulta vinculante para los magistrados inferiores, y recordemos que no existen más los denominados acuerdos plenarios.
Cuestiones reguladas por el nuevo acuerdo
Creemos que la mejor forma de cuidar y defender el proceso oral es que tramiten sólo aquellas causas que el legislador había previsto en el art. 1 de la ley provincial 10555; pero no podemos dejar de reconocer que el TSJ tiene claras facultades para disponer, mediante acuerdo (como así lo hizo), que otras causas sean de competencia de los jueces de oralidad.
Ello ha sido una facultad reconocida por la Ley Orgánica ejercida muchas veces, disponiendo incluso que determinados juzgados tramiten únicamente causas relacionadas con la especialidad de alguna materia (v. gr. sociedades, concursos y quiebras); o con aspectos que se relacionan con su número (v. gr. ejecuciones particulares).
Por tanto, ampliar la competencia material del proceso oral a cualquier proceso de conocimiento es una facultad indiscutible del TSJ y así la ha hecho valer.
Pero, en este punto, queremos detenernos para analizar la redacción de la primera parte del anexo II que, sin duda, traerá discusión en cuanto al alcance de la competencia material dispuesta por el Máximo Tribunal local.
Nuevo ámbito de aplicación
Señala el nuevo protocolo que “…deberá ser aplicado a todos los procesos previstos en el art. 1 de la Lp. 10.555. Además, podrá ser aplicado al resto de los procesos de conocimiento a propuesta del/la juez/a o pedido de parte, preferentemente hasta la oportunidad de proveer la prueba o de disponer su apertura”.
En primer lugar, queremos destacar el sentido facultativo del tiempo verbal “podrá”, pero de su redacción a la aplicación en la práctica judicial nos parece que no es tan facultativo como dice el protocolo. Ya nos referiremos a ello ut-infra.
Luego, sí destacamos como muy positiva la locución “procesos de conocimiento” y no como el nomen iuris dado por el legislador en el código adjetivo de “procesos declarativos”, ya que la característica distintiva de este tipo de procesos es precisamente el conocimiento (la alegación y la prueba) y no la declaración, que está presente en todo tipo de procedimientos (declarativos, ejecutivos, universales, actos de jurisdicción voluntaria).
Lo que consideramos poco conveniente es la amplitud de la norma, que habla de procesos de conocimiento, esto es, abarca casi todo el universo de procedimientos previstos por el legislador (ordinario de origen contractual y extracontractual, abreviado de cobro de pesos y de daños y perjuicios, desalojo cualquiera sea la causal, despojo, acciones posesorias, mensura, deslinde, de cuentas, arbitral, sucesorio, división de cosas comunes, de litis expensas, usucapión, acción de responsabilidad civil de los magistrados, incapacidad e inhabilitación, curatela, etcétera).
Debería haberse limitado a los procedimientos declarativos generales, ya que los procedimientos declarativos especiales son precisamente especiales porque el legislador ha querido que tramiten de esa forma particular, en función de las cuestiones que allí se debaten; regulando cada aspecto de manera diferenciada, a los fines de la correcta tramitación de esas particulares pretensiones. Toda una técnica legislativa que tiene una tradición de años de estudio y de práctica; y que está regulada de esa manera en la mayoría de los ordenamientos procedimentales de nuestro país y, en general, de todo el mundo con raíces latinas.
Dichos ordenamientos procesales se nutrieron de la casi perfecta técnica (aún no superada) de los prácticos españoles como Manresa, Reus, Navarro y Caravantes, entre muchos otros, quienes sin duda son los padres de la ciencia procesal de varios países.
Esa amplitud en exceso puede tener consecuencias disvaliosas. Por ejemplo, en nuestra provincia no se reguló el desalojo anticipado, por una cuestión de índole social más que jurídica. La crisis económica hizo que muchos inquilinos no pudieran seguir pagando las mercedes locativas (incluso se dictó una norma de emergencia sobre ese punto), y el legislador, con buen criterio, no quiso dejar un montón de familias en la calle en un plazo muy sumario y previo a cualquier defensa.
Pero usando el protocolo, ahora, si el locador pide el trámite de oralidad para el juicio de desalojo incoado, el juez no podrá denegarlo pues el acuerdo dice “a pedido de parte”, pareciendo indicar que no requiere de la conformidad de la contraria.
Da la impresión de que basta que una de las partes lo pida para que el juez deba tramitar la causa por el procedimiento oral. Y, si ello empieza a ser solicitado por todos los actores o todos los demandados, nos preguntamos cómo hará el juez para fijar tantas audiencias, en función del amplísimo universo de causas que están comprendidas en dicho protocolo; reitero: ordinario, abreviado, desalojo, despojo, posesorias, petitorias mensura, deslinde, de cuentas, arbitral, sucesorio, división de cosas comunes, de litis expensas, usucapión, de responsabilidad civil de los magistrados, incapacidad e inhabilitación, curatela, etcétera
A esa enorme cantidad de causas debemos sumarle los procesos de consumo (de cualquier monto y origen) que, por su número, complejidad e importancia, les dedicaremos un párrafo aparte.
Los procesos de consumo
Una cuestión que no podemos dejar de señalar es que el acuerdo no da ninguna razón para determinar cuál es el procedimiento más breve en nuestro ordenamiento adjetivo local a los fines previstos en los arts. 52 y 53 de la Ley de Defensa del Consumidor (LDC). Sólo se limita a decir, en un argumento de autoridad, que “el proceso previsto en la ley 10.555 es el proceso más breve disponible” (sic).
Nos hubiese gustado que se discutieran razones, ya que de la discusión de éstas y propuesta se obtienen los mejores resultados. Hemos dado las nuestras al TSJ y a los jueces de la experiencia piloto en oralidad para que entre todos generemos un debate que sea positivo para el justiciable, pero no han sido consideradas.
Insistimos, con argumentos sólidos, en que el proceso más breve que prevé la legislación de la Provincia de Córdoba, a los fines de los arts. 52 y 53 de la LDC, es el juicio abreviado escriturario.
Técnicamente, basta sólo la lectura de cada procedimiento para saber que -sin lugar a dudas- el más breve es el escriturario. Tanto con relación a los plazos (15 días para la prueba contra los 20 días más cuatro meses del oral; 20 días para la sentencia contra 30 del oral) como a sus institutos (inapelabilidad de las interlocutorias en el escriturario, contra una dudosa inapelabilidad de las excepciones procesales en el oral), y también en sus etapas (introductoria, prueba y sentencia en el escriturario, contraintroductoria, audiencia preliminar, diligenciamiento de parte de la prueba, audiencia complementaria con alegatos, del proceso oral), entre muchos, muchos, muchos otros.
Ello, sin perjuicio de que, en la gestión de cada juez, pueda lograrse que uno u otro se diligencie más rápido; pero en realidad no se trata de una carrera: es un proceso judicial que no debe ser rápido sino tempestivo.
Lo señalado por el legislador en la LDC habla del proceso más breve y basta sólo la lectura de los arts. 507 a 516 del Código Procesal Civil y Comercial (CPCC) para verificar que el proceso más breve es el abreviado escriturario.
Nos hubiera gustado que quienes piensan distinto dieran argumentos a favor del proceso oral, que sin duda los hay, ya que ha sido exitoso en su etapa experimental, al que las estadísticas avalan y la comunidad judicial lo ha recibido con beneplácito; y no tener que conformarnos con el argumento de autoridad señalado en el protocolo.
Recordemos que detrás de cada procedimiento está el justiciable, quien tiene derecho a que le den las razones, en una especie de rendición de cuentas del Poder Judicial a la sociedad, para que las resoluciones tengan credibilidad, porque si el justiciable descree de sus jueces, no va acatar lo que éstos resuelvan.
Modestamente, insistimos, el trámite del juicio abreviado escriturario es el más adecuado y tempestivo para tramitar un proceso de consumo, por ser el que mejor garantiza el derecho de alegación y de prueba, en el menor tiempo posible. Seguir sumando causas a la oralidad traerá como consecuencia, en muy poco tiempo (menos de cinco años), un inevitable cuello de botella, ante la imposibilidad de que el hombre juez tome tantas audiencias.
Pero, reiteramos, en este punto el Máximo Tribunal ha ejercido atribuciones que la ley claramente le confiere y, si no quiere dar razones, evidentemente tiene la autoridad suficiente para no darlas.
El sistema de prelación de las leyes
En este aspecto (el sistema de prelación de normas), no estamos de acuerdo con la “regla vinculante” que se les impone a los jueces del proceso oral en este protocolo de gestión, frente a posibles lagunas normativas.
Dicho protocolo establece un sistema de prelación que excede las facultades de cualquier acordada o protocolo de gestión, al prescribir el siguiente orden, a saber: 1) con base en el texto (literalidad) de la ley 10555; 2) luego el protocolo, y 3) en una aplicación supletoria o residual (sic), el CPCC de la Provincia de Córdoba (ley provincial 8465).
Sorpresivamente le agrega un párrafo que textualmente dice “dejando a salvo la independencia judicial en lo que hace a las decisiones jurisdiccionales”. Pero, por qué esa necesidad de aclarar algo que no necesita aclaración alguna.
Nuestro sistema democrático se basa en la independencia del Poder Judicial y ello significa que ningún juez puede ser compelido a resolver de determinada manera. La independencia del Poder Judicial se asienta sobre los pilares de que cada juez es independiente, no recibe instrucciones ni órdenes de nadie para resolver las causas que le llegan a su conocimiento; esto es, ni de otro poder ni del propio Poder Judicial.
Si se hizo esa salvedad es porque, evidentemente, la redacción del acuerdo, en cuanto al carácter vinculante y al sistema de prelación de las leyes, podía ser malinterpretado. Si no, no había necesidad de aclarar ese punto. Ojalá se modifique la redacción del protocolo y se elimine la locución vinculante, ya que no lo es ni puede serlo.
Pero además hay un error técnico en la escala de interpretación propuesta en el protocolo que, de aplicarse literalmente, originará que las lagunas normativas (no las axiológicas) sean llenadas mediante normas creadas por el propio juez de la causa (criterios), que son inapropiadas y contrarias a nuestro sistema de división de funciones. El juez es quien interpreta y aplica la ley al caso concreto, pero no quien legisla, mucho menos quien la modifica a su antojo, por más criterios de celeridad o de justicia que pretenda aplicar.
Las formas constituyen la manifestación tangible de la garantía constitucional de defensa en juicio y deben estar vigentes antes de la iniciación del juicio, para que los justiciables sepan cómo hacer valer sus derechos y cómo defenderse. Pueden ser flexibles, sí, pero no cambiadas ni modificadas al capricho del juez porque eso no es discrecionalidad sino arbitrariedad.
El error en el sistema de prelación propuesto
Lo primero que tenemos que destacar es que el sistema de prelación propuesto en el nuevo acuerdo reglamentario es diferente del previsto por el legislador en el art. 2 de la ley 10555, lo que contradice lo que este mismo protocolo propone -que en primer lugar hay que estar al texto de la ley 10555-.
Pero, además, genera una inconsistencia grave para aplicar al procedimiento oral en aquellas cuestiones que no han sido reguladas expresamente por el legislador en la mencionada ley ni fueron tratadas en el protocolo.
Por ejemplo, todo lo referente a los medios impugnativos (recursos, incidentes impugnativos, excepciones impugnativas y acciones impugnativas). Me explico. Técnicamente, en ese punto el código adjetivo local no es de aplicación supletoria sino directa, en función de que la ley 10555 no tiene normas que regulen las impugnaciones en el proceso oral, por lo que sólo cabe estar a las disposiciones del CPCC; y que además este último ordenamiento nos remite a su parte general (libro primero), en materia impugnativa, con pocas excepciones (v. gr., art. 515, CPCC).
Ello significa, en buen romance, que en materia de impugnaciones hay que estar a lo dispuesto por el CPCC, cuya regulación ha sido prevista para un proceso netamente escriturario; de allí el necesario esfuerzo interpretativo de los jueces de oralidad, a fin de adecuar esos recursos al trámite del proceso por audiencias.
Hay que acoplar dos ordenamientos que, en principio, son bastante incompatibles.
Pero, para una mayor complicación, el acuerdo dispone que para interpretar las lagunas normativas el magistrado debe estar a los objetivos y principios que informan el proceso oral; los que, casualmente, sólo tienen una simple enumeración en el protocolo y en la expresión de motivos de la ley 10555.
El simple hecho de enumerar los principios (inmediación, celeridad, concentración, moralidad, buena fe y colaboración procesal, simplificación y flexibilidad de formas, publicidad y transparencia, tutela judicial efectiva, debido proceso, oficiosidad, eficacia, economía procesal y concreción del proceso en plazo razonable) no nos dice nada, no les da a los jueces pautas interpretativas claras.
Por otro lado, sabemos que muchos de esos principios son contradictorios entre sí, lo que requiere un esfuerzo interpretativo para determinar su alcance o cuál prevalece, en el caso concreto. Para ello, el juez debe acudir a la doctrina y/o a la doctrina jurisprudencial que, sabemos, en ese punto es tan amplia como ambigua. En definitiva, ya la experiencia piloto nos ha demostrado cómo se resuelve una laguna normativa, en el caso particular: mediante la discrecionalidad del magistrado, esto es, libre y prudencialmente; pero la experiencia nos ha demostrado que esa forma de resolver se acerca muchas veces al límite de la arbitrariedad.
Las facultades oficiosas del juez en materia de prueba
El protocolo, al regular las etapas del proceso oral, prescribe que al momento de proveer a la demanda y/o contestación, el juez podrá requerir de oficio los elementos que revistan trascendencia para el tratamiento de la pretensión, simplifiquen el análisis de la cuestión litigiosa y faciliten la conciliación en la audiencia preliminar. Para tal fin, el protocolo hace una enumeración de “esos elementos”, tales como el expediente penal, el expediente administrativo, historia clínica, etcétera.
Pero no queda claro si ese requerimiento de oficio es sobre la prueba ofrecida previamente por las partes en los escritos de postulaciones; o es prueba que el juez oficiosamente decide incorporar al proceso a los fines de un conocimiento más acabado de los hechos que le permita resolver con la mayor precisión posible.
La cuestión no es baladí. Ya que, si el juez tiene iniciativa probatoria de oficio, ello importa un cambio copernicano en nuestro sistema procesal civil.
Recordemos que, aun las medidas para mejor proveer que puede solicitar el magistrado conforme lo prevé el art. 325, CPCC, son de carácter excepcional y no pueden ser dictadas para suplir la negligencia probatoria de una de las partes, según la propia doctrina judicial de nuestro Máximo Tribunal local.
Claramente, la ley 10555 no otorga esas facultades al juez. Creemos que el protocolo hace referencia a elementos que hayan sido ofrecidos por las partes con anterioridad y no que pretende otorgarle al juez de la oralidad facultades de iniciativa probatoria de oficio, pues ello excedería, con creces, el marco de un acuerdo reglamentario, modificando no sólo la ley sino todo el sistema jurídico en materia civil. Ni la Constitución provincial (art. 166) ni la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 12) le otorga semejante facultad al Poder Judicial, para legislar sobre una cuestión tan trascendente.
Prohibición al juez de disponer un cuarto intermedio
Señala el protocolo que “en ningún caso la audiencia preliminar pasará a cuarto intermedio” (sic). Dicha prohibición importa un serio e inaceptable menoscabo de la figura del juez como director del proceso y es absolutamente contradictoria con el principio que predica (sin sanción legislativa) de flexibilidad de las formas y del juez director del proceso (establecido en el Código Civil y Comercial de la Nación).
El juez es soberano en la dirección de la audiencia y debe ser suya la decisión de suspenderla o no, de pasar a cuarto intermedio o no, o de darla por finalizada. Además, ese tipo de decisión se toma en el marco de cada caso en particular y según las circunstancias acaecidas al momento de la audiencia; nunca en abstracto.
El protocolo puede recomendar que en la medida de lo posible no se disponga un cuarto intermedio, pero no puede prohibirlo, como parece surgir del texto literal.
Lo mismo postulamos con relación a la directiva impartida en el sentido de que la audiencia complementaria debe tomarse en la fecha fijada aunque no se encuentre diligenciada la prueba.
Nuevamente nos encontramos con que la redacción del protocolo es en sentido imperativo (se celebrará, debe desarrollarse) y no facultativo, como hubiera correspondido.
Tomemos como caso que las periciales ofrecidas no han sido diligenciadas por razones que no sean de negligencia del oferente. En ese supuesto, tomar la audiencia sin la prueba dirimente sería un desgaste jurisdiccional inútil, que se contrapone también con aquel principio (no legislado) de economía, que postula el protocolo.
La redacción de la sentencia
Dispone el protocolo que los magistrados deberán (otra vez el sentido imperativo en el verbo) redactar las resoluciones en términos claros y comprensibles para el justiciable, prescindiendo de formulaciones y citas dogmáticas.
Nuevamente advertimos de una contradicción en el protocolo, ya que deja a salvo la independencia judicial en lo que hace a las decisiones jurisdiccionales.
Parece que las resoluciones dictadas en audiencia, o la propia sentencia, no integran el concepto de “decisiones jurisdiccionales”; y no es así pues el juez decide mediante resoluciones (decretos, autos, sentencias) esas resoluciones (decisiones jurisdiccionales), que tienen, además, un aspecto formal y otro sustancial a los que el juez debe atenerse. El aspecto formal debe ser observado por el juez, bajo pena de nulidad, y el sustancial, si lo incumple, puede ser revisado (la resolución), a petición de parte legitimada, por un tribunal de superior grado. Pero en lo que respecta a la forma de redacción de la sentencia, el juez es soberano.
Nos parece plausible que el protocolo invite o sugiera a los jueces que empleen un lenguaje claro (aunque ut-infra haremos algunas precisiones sobre ello), pero consideramos inadecuado que lo haga en sentido imperativo (deberán redactar, sic).
Si bien en la jerga judicial se denomina “el inferior”, al referirse al juez de primera instancia, ello no significa que no ejerza -en pleno- la jurisdicción o que no tenga imperium.
Todos son magistrados judiciales, sea juez de primera instancia, vocal de cámara, vocal del tribunal superior o ministro de la corte. Y cada uno de ellos es absolutamente dueño de sus actos y responsable de sus resoluciones; por tanto, no se les puede ordenar cómo redactarlas. Estas reflexiones las hacemos en defensa de la magistratura y con el mayor de los respetos hacia los vocales del Alto Cuerpo que firmaron el acuerdo reglamentario; ya que sabemos de sus loables intenciones, cuyo objetivo principal, sin duda, es dar una pronta y justa solución a los problemas de los justiciables.
Tenemos el orgullo de saber que hay vocales del TSJ que trabajan incansablemente por ese objetivo y también por devolverle a la magistratura de Córdoba el prestigio que jamás debió haber perdido. Por eso, modestamente pedimos que se tome esto como una crítica constructiva y que se modifique el protocolo en los puntos arriba señalados.
El lenguaje claro
El querido amigo y siempre recordado Carlos Santiago Nino nos decía que “el derecho, como el aire, está en todas partes…”, queriendo significar con ello que todos los contactos que día a día se nos presentan en la vida cotidiana tienen vinculación con las normas jurídicas y su manifestación por medio del lenguaje.
Genaro Carrió, en su famosa obra Notas sobre Derecho y Lenguaje, señalaba que, en parte, las disputas entre los intelectuales del derecho están contaminadas por la falta de claridad acerca de cómo deben tomarse ciertos enunciados que típicamente aparecen en las normas sancionadas.
Más recientemente, nuestro querido amigo el Dr. Jorge Peyrano postulaba el clare loque, o hablar claro en el proceso judicial, como un nuevo principio procesal que deberían observar todos los operadores del derecho.
También, Rafael Bielsa se refería al lenguaje jurídico en su obra Los conceptos jurídicos y su terminología, señalando, en postura que compartimos, que el lenguaje jurídico no es vulgar, por mucho que se generalice o que se difunda entre la gente.
Desde la teoría de la argumentación jurídica se ha señalado que el juez, en su sentencia, argumenta. Ello significa que intenta dar razones para convencer a su auditorio (las partes) de que su resolución es conforme a derecho. Esas razones deben ser dadas en el considerando y demarcan el iter lógico del razonamiento del juez, para que el afectado por la resolución pueda verificar el camino utilizado por el sentenciante a fin de poder impugnar la resolución si advierte vicios o errores tanto in iure, in procedendo o in cogitando.
De allí que usar un lenguaje diferente (coloquial) para que lo entienda el justiciable, podría dar lugar a que la resolución fuera impugnada de nulidad si ese lenguaje “no técnico” presentara errores o inconsistencias “técnicas”.
No debemos subestimar al justiciable. Si la redacción de la sentencia es conforme a derecho, no debe presentar ningún inconveniente en su inteligencia, por el contrario, el uso de un lenguaje ajeno al de los doctrinarios y jurisconsultos puede atentar contra la inteligencia de la resolución y generar motivos de impugnación, con la consecuente dilación del proceso, perjudicando en definitiva a las personas a quienes se quiere beneficiar.
Modestamente creemos que no existe una contradicción entre el lenguaje técnico y el lenguaje claro. Por el contrario, la corrección en el lenguaje facilita su comprensión. No subestimemos al ciudadano; por el contrario, eduquemos al soberano para que tenga más herramientas para defender sus derechos.
Ésa es la forma correcta de acercar la justicia a la gente.
Siempre hemos postulado desde la doctrina que es una obligación de las partes y del tribunal hablar claro en el proceso judicial; incluso, en tono de broma, le criticamos al profesor Peyrano el nomen iuris de su principio clare loque, ya que no entendíamos el significado de esa locución latina.
Consideramos un error pensar que el lenguaje técnico conspira en contra del lenguaje claro; nada más lejos de la realidad.
Por el contrario, hoy vemos que se propone como “lenguaje inclusivo” el uso de la “e” para asegurar un género neutro y nos preguntamos si una persona mayor podría entender un texto redactado de esa forma. Y si no lo puede entender gran parte de la población, qué tendría de inclusivo si deja de lado a los adultos mayores, quienes no entienden lo que de esa forma se dice.
Ojalá que la intención de igualar sea siempre para mejorar y que tanto jueces, abogados y ciudadanos en general disfrutemos de este lenguaje tan rico, tan ameno de leer en los párrafos de Borges, de Mujica Láinez, de Genaro Carrió, de Rafael Bielsa y de tantos otros…
* Juez Civil