Columna de AMJA
Sabido es que las palabras son herramientas con las cuales, o bien podemos construir una sólida relación basada en la confianza, el respeto y la empatía, o podemos usarlas como armas que logran destruir el cuerpo y el alma de las personas.
Muchas veces la intención con la que se emplea un término es clara: las señales que acompañan cada vocablo suelen ser sencillas, por lo que la tarea de la neurolingüística generalmente no ofrece grandes dificultades. Sin embargo, los grises que encontramos en el arcoíris de la comunicación a veces son tan diversos que no sólo entorpecen sino que verdaderamente confunden e imposibilitan su entendimiento.
Éste ya de por sí complejo fenómeno lingüístico se enturbia aún más en el específico ámbito laboral, en el que existe un entramado de poder económico y de dependencia que tiñe la mirada del receptor y le quita claridad. Todo, fruto de una necesidad de adaptación psicológica para lograr la supervivencia en su trabajo, que en el específico caso de la mujer conforma una compleja opresión interseccional que impone advertir de su existencia. Es que, si bien el trabajador es “sujeto de preferente tutela constitucional”, que la dependiente sea una mujer trabajadora obliga a resaltar y visibilizar esta interseccionalidad, agravada día a día fruto de la naturalización de conductas y palabras -siempre palabras- que disfrazan actos de real y concreta violencia psicológica, patrimonial y simbólica, específicamente condenadas por la ley 26485.
Así, en el particular ambiente de trabajo de la mujer advertimos con claridad de que conductas francamente agresivas e irrespetuosas son toleradas y disculpadas por quienes son verdaderas víctimas, bajo el manto de su naturalización y disimuladas por colegas y superiores.
Comentarios descalificantes -“sí, obviamente no podés hacer la tarea”-, hirientes -“me tendrías que agradecer que te dé este trabajo con lo que sos”-, humillantes -“agarrá un libro, a ver si alguna vez entendés algo”-, injuriosos -“sólo espero que nadie siga tu ejemplo”-, avasallantes -“dejá ya eso y hacé lo que te digo”-; siempre acompañados de gritos y notas de un rudimentario patriarcado aún presente en nuestros días -“las emocionalidades son lo tuyo: sos madre, de lo racional me encargo yo”-, conductas invasivas -“¿por qué no hizo de inmediato lo que yo le dije?”-, controladoras -“¿otra vez al baño?”-, manipuladoras indirectas -“entré a tu oficina cuando no estabas para controlar que todo estuviera bien, sólo es un comentario”- o directas -“a ver, ¿qué querés?”-, así como prescriptivas -“ya te di mi opinión, no entiendo por qué decidiste lo contrario”-, sólo reciben disculpas de las víctimas, que intentan naturalizar comportamientos que muy lejos están de tolerar en el ámbito privado y familiar.
Escuchamos, entonces, que los gritos y las presiones desmedidas -que dejan secuelas luego verificadas por profesionales especializados- fueron disculpadas por “el cansancio” o “la preocupación” del jefe, quien “era así”, o porque era “un hombre grande” al que “le costaba comunicarse” -por citar sólo algunos ejemplos de lo escuchado en audiencias-, por lo cual la mujer se limitaba a mantenerse a resguardo de su jefe, intentando invisibilizarse lo más posible para evitar sufrir tales conductas, al lado de sus “distraídos” compañeros.
Sin embargo, el peligro de estos intentos de naturalización de los actos de violencia -pese a que, se insiste, sólo intenta hacer “amigable” el ambiente laboral- es que permiten que se instalen en la cotidianeidad y, en consecuencia, se reproduzcan en una creciente espiral sin fin. Es que, cuando se hacen habituales y no tienen freno, se incorporan en el trato diario laboral y lo patológico comienza a ser percibido como “normal”.
Toda persona tiene derecho a un trabajo digno; pero no se debe olvidar -en estos días en particular- que la dignidad no queda circunscripta al derecho a una remuneración justa y equitativa o a gozar de vacaciones y licencias pagas; la dignidad, en especial de la mujer trabajadora, hace al derecho que tiene a prestar servicios en un medio ambiente sano, no sólo en los tradicionales términos de la Ley de Contrato de Trabajo (LCT) sino en los más integrales de la Organización Mundial de la Salud (OMS): “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”.
No se debe ceder, en consecuencia, a favor de la naturalización de esos grises que esconden lo que está mal. La tolerancia nunca, en ningún caso -de un superior, compañero o dependiente- debe convertirse en complicidad o, más grave aún, coautoría; porque la naturalización, lejos de aplacar al sujeto activo, sólo genera más violencia.
(*) Vocal de Cámara del Trabajo.