La semana pasada se realizó en Córdoba la marcha en recuerdo de Blas Correas, el joven asesinado por los disparos efectuados por un miembro de la policía en un “control policial”, destinado a fiscalizar el cumplimiento de las normas restrictivas impuestas durante la cuarentena. La marcha no sólo se hizo para recordar el año del crimen, sino que se amplió como protesta por las víctimas de la llamada violencia institucional.
Dicho concepto es definido por la Dirección Nacional de Políticas contra la Violencia Institucional, dependiente del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, abarcando: “Toda práctica estructural de violación de derechos por parte de funcionarios pertenecientes a fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios y efectores de salud en contextos de restricción de autonomía y/o libertad (detención, encierro, custodia, guarda, internación, etc.) debe ser considerada violencia institucional-“.
Se trata de un tema serio que, pese a ello, se ha tratado poco desde lo técnico. Su importancia resulta capital: que el uso de la fuerza pública sea eficiente y justo a la vez. Resulta una deuda pendiente de nuestra democracia, que se ha evidenciado más crudamente durante el aislamiento obligatorio impuesto por el Gobierno Nacional debido a la pandemia.
El pasado año expresábamos en esta misma columna el sinceramiento de un alto funcionario de Estado respecto de que “la cana está desatada” (sic).
Las restricciones sanitarias, necesarias y entendibles, en tiempos de emergencia como los que vivimos, respecto a los derechos de las personas, deben estar acompañadas de mejores controles desde la esfera pública para asegurar que el mayor poder en el día a día social del Estado no se traduzca en situaciones de abuso. Es decir, que las medidas sanitarias sean verdaderamente una razón y no un pretexto para hacer lo que no se puede, con o sin pandemia.
Al respecto, Mariela Belski, directora Ejecutiva de Amnistía Internacional Argentina, dijo: “En una emergencia sanitaria, es necesario proteger a la población. No obstante, a pesar de la excepcionalidad que impone el contexto, la actuación de las fuerzas siempre debe darse en el marco del respeto absoluto a los derechos humanos y debe estar acompañada de una debida rendición de cuentas”.
La misma Amnistía Internacional, en un informe presentado a fines del año pasado, afirmó que en Argentina se habían registrado más de 30 casos, advirtiendo dicha organización sobre la necesidad de hacer una reforma integral de nuestras fuerzas de seguridad tanto en el ámbito nacional como en el provincial. Esto se ve reflejado en las palabras de la mamá de Blas, quien -según lo vertido en la Voz del Interior- expresó: “Esto no es contra la Policía ni contra el Gobierno. Es para que hagan algo, que el Gobierno tome nota de que algo está mal. Por eso les pedí a otros padres que marchen conmigo porque no es sólo por Blas”.
Seamos claros: ni se ataca a ninguna institución, ni menos a una administración, cuando se pide que se actúe conforme a la ley, como tampoco se ayuda cuando se utilizan estos hechos para demonizar instituciones que son y seguirán siendo necesarias para la vida social. Precisamente por eso se necesita asegurar institucionalmente que, como depositarios de la fuerza pública de una sociedad, tal facultad se use como se debe.
Creemos que en nuestro país hablar de grandes reformas es un gran espinoso, ya que suele usarse esta necesidad para dictar leyes, realizar modificaciones, cambios que muchas veces son sólo maquillaje. Consideramos que hay que empezar simplemente por procurar darles una buena formación a los miembros de las fuerzas de seguridad, la que no debe quedar sólo en formas sino que debe apuntar a algo más profundo: contar con una fuerza adecuadamente preparada, dotada de los medios necesarios, de los controles del caso y que actúe igual con todos.
Además de eso, está la cuestión del equipamiento adecuado. Hoy por hoy el armamento no letal es algo que luce por su ausencia como podrá apreciar cualquier persona que vea a un policía en la calle. Salvo por grupos especiales, la única respuesta que puede dar el policía raso, más allá de su fuerza física, es el empleo de una pistola 9 mm.
Resguardar de los azares de la profesión a los buenos policías y visibilizar y separar a los malos, es algo sencillo de decir pero que para ser llevado a cabo lleva no sólo tiempo sino también un compromiso no menor de todos, empezando por los sectores dirigenciales. Siempre recordamos a un viejo profesor nuestro de la Facultad, reconocido miembro de una de las fuerzas de seguridad, quien hace unos años nos dijo: “El gran problema de la Policía era que se había vuelto la guardia pretoriana del Poder Ejecutivo”. Una aseveración que siempre hemos esperado que no sea verdad.
No se progresa en la materia con cursos que aprueban todos los que concurren, con despliegue de cartelería o removiendo en todo o en parte cúpulas frente a cada hecho que sale en la prensa. Debe inculcarse un fuerte espíritu de servicio a la ciudadanía en los cuadros policiales, así como inculcar una cultura de la proporcionalidad y razonabilidad en el uso de la fuerza que sólo debe ser utilizada como último recurso y con estricto respeto por los derechos humanos. Caso contrario, como dice Amnistía Internacional, “el control, monitoreo, la capacitación y la rendición de cuentas de las fuerzas de seguridad respetuosa de los derechos humanos continuará siendo una deuda pendiente en Argentina”.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales