No caben dudas de que la pobreza es uno de los grandes flagelos que padecemos los argentinos. Las malas políticas económicas y educativas de los últimos años han llevado las cifras de pobres e indigentes a números impensados no hace mucho tiempo atrás. El problema de ello es que hablarlo como estadística en muchos casos hace olvidar que detrás de esas cifras hay personas, niños, ancianos, mujeres, hombres, etcétera.
Cómo se sale de tal terrible estado de cosas es un gran desafío. En otras columnas hemos contado cómo el mundo ha ido reduciendo los índices de pobres mediante la generación de políticas que fomenten la actividad productiva privada, lo que demanda mano de obra, y es allí donde por medio de trabajos genuinos las personas han ido mejorando su posición económica.
Nuestro país, lamentablemente, ha quedado fuera de esa corriente. No hace falta más que ver las estadísticas oficiales para ver cómo han aumentado los planes de asistencia social y cómo han ido disminuyendo los números de trabajadores en las actividades productivas.
Tampoco las sucesivas leyes que penalizan el trabajo sin formalizar, “en negro” como se dice en el argot laboralista, han conseguido nada más que incrementar en unos pesos la indemnización a cobrar. No se aprecia, a más de un cuarto de siglo de la sanción de la ley Nacional de Empleo Nº 24013, a la que siguieron otras normas de similar factura, que el empleo no registrado haya bajado. Por el contrario, se ha incrementado en el tiempo.
No caben dudas de que en situaciones extremas el Estado debe asistir al necesitado, pero las malas políticas en el ramo en vez de ayudar redundan en petrificar un estado de vulnerabilidad que perjudica precisamente de quienes deberían ser ayudados. Hemos hablado en otras columnas de la diferencia no menor entre la asistencia social y la promoción social en las cuestiones de pobreza. Algo que los especialistas en el área deberían tener más que claro pero que no siempre se aprecia.
Perpetuar el asistencialismo no ayuda a nadie y los ejemplos abundan al respecto.
Entendemos como ha dicho el padre Opeka que “asistir a un pobre, yo nunca lo asistiré. Yo le digo a mi gente en Madagascar que, si debiera asistirlos, me voy, porque los amo, porque los quiero y no quiero que sean dependientes de nadie, pero sí les vamos a dar herramientas, sí les vamos a dar trabajo, sí los vamos a sanar. Pero es cierto que todo país que se respeta tiene que tener una ayuda especial o planes, como ustedes les dicen, para las personas enfermas, para los discapacitados, para las personas ancianas, para las familias numerosas donde sólo el padre trabaja, o sólo la madre trabaja, para esas situaciones límites, tenemos que tener una ayuda. Nosotros lo hacemos también en el pueblo de Akamasoa, pero los que están sanos tienen que trabajar y éste es su sueldo. La gente así lo ha comprendido, pero aquí se ha politizado esa ayuda y cuando se politiza una ayuda importante como ésa y se pone también la ideología de por medio, después sí que es difícil arreglar eso, sí que es difícil”.
Esta semana se hizo pública una información que demuestra la triste realidad que vivimos en materia de empleo. Nos referimos al caso de productor agrícola misionero Ricardo Ranger quien, debido a la falta de mano de obra para la cosecha, tuvo que dejar que se echen a perder 1,5 millón de kilos de limones y 200.000 de naranjas. La causa de ello fue que, como corresponde, quería poner a los trabajadores en blanco, lo que no les convenía, ya que ante el temor a perder los planes de asistencia social sus ofrecimientos de empleo no fueron respondidos.
Si bien no es el único caso, sirve para mostrar una realidad: el asistencialismo, cuando se proyecta en el tiempo y no va acompañado de programas que generen trabajo, genera más pobreza y miseria en vez de evitarlas.
No hay posibilidad de reducir la pobreza sin un aumento de la oferta laboral productiva. Tampoco es otro el camino para perseguir en verdad la inclusión social o dignificar a las personas. Es hora de que, con las cifras vergonzosas en la materia que tenemos, se comprenda de una buena vez.
En definitiva, todo pasa por recuperar la cultura del trabajo de la que alguna vez estuvimos orgullosos.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales