Por Alicia Migliore (*)
“Mirá dónde caminas, che cu…., que abrieron las puertas del cementerio y salieron todas estas viejas momias y te las vas a chocar!” Y nosotras tres, que aún no habíamos cumplido cincuenta años, sentimos una cachetada en pleno rostro.
Ellos tenían edad para ser nuestros hijos, o -con algún esfuerzo y precocidad- nuestros nietos. Nosotras buscábamos un café tranquilo para comentar el “Cyrano de Bergerac” que veníamos de ver en el Comedia y analizar la actuación de Hugo Arana, su entrega, con tranquilidad.
En ese momento sólo sentimos que nos habían dicho “viejas”; después nos impactó que nuestra presencia molestara en la vereda. Sentimos que la sociedad ya no tenía un lugar para nosotras.
Todo pasa, y esa sensación no permaneció demasiado tiempo; sólo una anécdota que nos hizo reír, sin auténtica alegría.
Mucho tiempo después, en un curso de posgrado de la Universidad Nacional de Córdoba sobre Derecho de la Vejez, tuve un panorama más completo y desolador: las mismas personas interesadas en capacitarse tenían, mayoritariamente, una visión descalificadora de los viejos.
Recuerdo a la abogada María Isolina Dabove bajando teorías y múltiples citas de Naciones Unidas, tratados, y normativas de avanzada, mientras el psicólogo Ricardo Iacub se dedicaba a bombardear nuestros prejuicios y conceptos que sostenían una sociedad con lugar exclusivo para jóvenes hermosos y exitosos.
Mostró una foto de una pareja de viejos en actitud sensual y descubrió que la mayoría no admitía que sus propios padres tuvieran derecho a la sexualidad. Y fue más allá: en una clase dinámica e interactiva preguntó cómo denominar a esas personas, obteniendo – y rebatiendo- todo tipo de respuestas.
– “Mayores”
–¿Qué quién?
– “Tercera edad”
–¿Cuándo empieza la cuarta?
– “Abuelos”
–¿Y si no tienen nietos?
En todos los casos señaló que había una desvalorización, y ejemplificó: “Si ustedes vieran entrar por esa puerta a Borges, o a Alfonsín, ¿les dirían pase abuelo a cualquiera de ellos?” La respuesta fue al unísono “¡No!” Y quedó evidenciado el tono peyorativo que llevaba el cariñoso abuelo.
Se preguntarán hacia dónde me dirijo con estas reflexiones: pretendo revisar la concepción social de la vejez. Aunque ahora enfrentemos una calamidad globalizada que pareciera apuntar a eliminar esa franja etárea, hemos evolucionado como sociedad. La ciencia logró una enorme prolongación de la vida, y Occidente empezó a mirar a sus viejos con atención, sin lograr el respeto de Oriente, pero evolucionando para lograr la inclusión.
Para provocar una mayor concientización, se instrumentan premios y reconocimientos al descubrir las capacidades y logros que los viejos consiguen; el aprendizaje y la enseñanza se prolongan en el tiempo para todas las personas que agregan calidad a cada día de sus vidas. ¡Sorprende la enorme productividad de aquellos que no clausuran su actividad mientras tienen energías suficientes!
Siempre existirán los detractores e intolerantes; probablemente con mayor virulencia si se trata de una vieja que de un viejo, tal vez porque es menos frecuente la exposición de una mujer en un mundo que repele las arrugas.
Se necesita persistencia y valentía para asumir el paso del tiempo y sostener la pasión vital. Esa debe ser la pasta básica de cualquier actividad: aunque el cuerpo proponga limitaciones diversas, el empeño permitirá sortearlas.
Así imagino el temple de Ana María Alfaro. A pesar de no hallar su fecha de nacimiento, todos los registros indican que tenía 91 años y estaba en actividad. Nacida en Las Perdices, definía su existencia como “una vida rodante, de bohemios”.
Con su marido, Jaime Kloner, hizo suspirar a todas las mujeres con sus radios en horas de la siesta, mientras hacían sus trabajos en la casa. Fue la heroína de cada éxito de radioteatro, que también los llevaba de pueblo en pueblo, para una puesta en escena despojada de recursos técnicos.
De cada rincón de la ciudad y de la campaña se acercaban las familias para ver el desarrollo de “Juan Moreira” o “El León de Francia”, de “Nazareno Cruz y el lobo” o “El galleguito de la cara sucia”.
Nacida Matilde Mazalto Bichachi, construyó su personaje y nunca renunció a su pseudónimo, aunque logró reconvertirse cuando el radioteatro entró en su ocaso, desplazado por la imagen contundente de la televisión.
Incursionó en esa nueva tecnología, a la que debía en buena medida el final de las siestas de radio, y fue “Ana María y la gente”.
Con un gesto desafiante y un trato coloquial, se constituyó en referente indiscutida de la temporada teatral en el Sierras de Córdoba, logrando un impulso fundamental con el Operativo verano en Carlos Paz, que posibilitó una plaza teatral igual o superior a la de la costa atlántica en Mar del Plata.
Su calidad de pionera fue reconocida antes por el ambiente artístico que por esta ciudad, su tierra por adopción.
Superaba los 85 años cuando el Concejo Deliberante de la ciudad de Córdoba la designó Ciudadana Ilustre.
Tenía 90 cuando el gobernador Juan Schiaretti le hizo entrega de una estatuilla del Brigadier General Juan Bautista Bustos, reconociendo su trayectoria.
A su fallecimiento, impusieron su nombre en el ingreso de salas de teatro de Villa Carlos Paz.
A pesar de eso, sigue siendo insuficiente el reconocimiento. Será por aquello que suele decirse: “Qué va a ser importante, si vive cerca de mi casa!”
Ana María Alfaro, fue una diva, con todas las dificultades que ello implica. Y fue diva en esta ciudad, nuestra pequeña aldea.
Su imagen en televisión, significó aceptación, – para sí y para el resto-, del paso del tiempo. Transitó la vida con elegancia y dignidad, generando empatía con sus congéneres de distintos espacios sociales, culturales y etarios.
Recuperar a nuestras mujeres es una responsabilidad indelegable. Cada camino que ellas abrieron tiene una huella para seguir. Compartiendo esa tónica, vimos programas locales que dedicaron espacios a mujeres dispuestas a compartir saberes o vivencias sin que fuera importante su edad. Y fue esclarecedor ver todo lo que ellas podían representar con su sola imagen.
Cuando una persona es doblemente vulnerable, por su condición de mujer y por su edad avanzada, que alguien que reúna esas condiciones se plante sobre sus pies y se ponga en valor públicamente, trasciende a su persona y representa al colectivo.
Vieja, diva y cordobesa, esa sería la definición que encuentro para Ana María Alfaro, con enorme respeto por su valentía en tiempos que mantenían remota la inclusión.
(*) Concejal de la ciudad de Córdoba. Abogada-Ensayista. Autora de los libros Ser mujer en política y Mujeres reales.