Por Silverio Escudero
“Vamos a poner una faja en la casa que indique que está en cuarentena toda la
familia y les vamos a decir a los vecinos de la cuadra que esa familia está en cuarentena”
Gerardo Morales, gobernador de Jujuy
El coronavirus está entre nosotros y ha llegado para quedarse. Acompañará el futuro de la humanidad e influirá en su desarrollo histórico y político. Todos los modelos matemáticos que se utilizan para analizar la trayectoria futura de la peste llevan a considerar un escenario en el que enfermedad, horror y muerte serán actores principales en los próximos cinco años.
Ésa es la razón por la que los Estados, en forma preventiva, han tomado medidas draconianas a pesar del malhumor social. Las prohibiciones de velar a los muertos y acelerar su entierro y la orden de cavar miles de tumbas sintetiza la gravedad de la situación sanitaria que se avecina.
Cuadro cargado de tensiones causadas por la displicencia de los gobiernos a la hora de atender a las alertas cuasi tardías de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que habría ocultado la aparición del virus en territorio chino.
A pesar de la gravedad de lo enunciado, no será -por cierto- ése el motivo de nuestro análisis semanal. Preocupan otras cuestiones, que van más allá de lo sanitario y de lo económico.
Queremos centrar nuestro discurso en el peligro que corren la libertad del hombre y la democracia frente a las pretensiones autoritarias de la mayoría de los gobiernos del mundo, que se niegan a convocar a los parlamentos y caen en la tentación de gobernar por decreto, sostenidos por la presencia en la calle de las fuerzas de seguridad, a las que se suma la movilización del ejército, la marina y la fuerza aérea.
Por esa razón y antes de que cunda la tentación totalitaria y se cree exprofeso un clima de confusión, intentaremos prender una luz de alerta. Todo lo que se haría en estas circunstancias excepcionales está escrito, por ello no sorprende, más allá de los aplausos que prodiga una clase media que vive en permanente confusión ideológica y los pobres de toda pobreza, quienes reciben un mendrugo para saciar su hambre de generaciones.
Para ejemplificar la cuestión, hemos recurrido a un viejo manual de instrucción de las fuerzas armadas colombianas (editado por el Comando Sur de la Marina de Estados Unidos), en el que leemos: “La libertad, para el soldado, para el militar, tiene dos perspectivas fundamentales: la una, en cuanto es elemento de la acción que institucionalmente deben cumplir las Fuerzas Armadas; la otra, la que lo ubica en su aspecto individual, como hombre sujeto a una disciplina.
A su vez, ésta no es sino un orden jerarquizado, condición vital del buen éxito de la misión que dentro de la organización estatal corresponde a la fuerza”.
Ese documento establece normas, preceptos y sanciones que se han actualizado para hacer frente a levantamientos populares que causaría la pandemia ante la ruptura del orden económico. Es decir que cuando surjan conflictos de intereses entrará en vigencia un estado de excepción que prevé hasta penas de fusilamiento para los alzados en nombre de sus derechos fundamentales, como el de la alimentación, de movilización y de trabajo, para restaurar la vida en sociedad a pesar de los peligros que entraña en coronavirus (Covid-19).
Decíamos preservar en medio de la crisis los derechos fundamentales del hombre. Lo hacemos a partir de las lecciones de la historia frente a circunstancias parecidas, en las que el imputado por un delito es sancionado sumariamente, sin que la justicia tome nota del suceso.
La libertad que dice garantizar el soldado en operaciones está condicionada por la necesidad de mantener la disciplina. Y esgrimen para ello una abundante bibliografía, que se funda en los dichos de Alexander Hamilton -primer secretario del Tesoro de Estados Unidos-, quien asegura: “No es necesario tener conocimiento alguno de la ciencia de la guerra para saber discernir que la uniformidad de la organización y disciplina de la milicia produciría los benéficos resultados siempre que fuera llamada al servicio para la defensa pública”. Así leemos en El Federalista, página 209.
La disciplina, en consecuencia, implica una “adecuación” (¿restricciones?) de algunos aspectos de la libertad en todo lo que sea necesario para la efectividad de la función racionalmente concebida que, muchos aseguran, es su límite.
En función de ello, los exégetas de la mano dura están de parabienes. Tanto que hacen saber a los cuatro vientos que los grandes valores de la civilización están protegidos por las fuerzas armadas, que han creado una “categoría especial de bienes tutelados”, algunos de los cuales, aunque coincidan con los que ampara la ley civil, requieren una mayor intensidad de regulación: “Los actos que afectan la soberanía, la independencia, la seguridad del país, en general la totalidad del orden jurídico”.
“Señores, en resumidas cuentas -leemos en un antiguo borrador de una conferencia pronunciada en el Colegio Nacional de Río Cuarto-, tal vez haya una sola disputa entre los hombres, la de la libertad”, cita que quizás sea de nuestro admirado Juan XXIII, autor de esa enorme encíclica que se llamó Pacem in Terris y audaz convocante del Concilio Vaticano II; ese “Concilio de la Libertad” que sacudió la vieja y anquilosada estructura de la iglesia romana.
Tanto fue el sismo que produjo que otro papa, pese a sus esfuerzos, no logró en su largo reinado borrar tamañas huellas.
Estamos a punto de perder todo. La vida está en riesgo y entre las brumas aparecen las sábanas de los fantasmas del autoritarismo y la dictadura. Es patético observar por estos días cómo algunos gobiernos, con pueblos sumidos en la más absoluta pobreza, dilapidan millones de dólares para fomentar las supersticiones en vez de invertir en ciencia para dar una batalla eficaz contra el coronavirus.
Allí está Bolivia, cuya presidente de facto Jeanine Áñez Chávez ordenó a la fuerza aérea de su país que “regara” con agua bendita todo el territorio nacional, en el convencimiento de que la oración es el remedio más eficaz para combatir la peste.
Igual temperamento siguieron naciones centroamericanas. Una de ellas, Honduras, convocó a su población a realizar un “banderazo” y cantar himnos patrióticos para “espantar el bicho”, mientras desde el aire llovía el aceite de la unción de los enfermos, convencida de su poder de sanación atento a las indicaciones de sacerdotes, brujos y pastores.
Nicaragua, en medio de noticias contradictorias sobre el paradero del presidente Daniel Ortega, su mujer y primera vicepresidente Rosario María Murillo, convocó al pueblo a salir a las calles para vencer “con amor y movilización” la pandemia.
Como hubo núcleos de resistencia en casi todo el país, actuó desembozadamente la policía política del régimen “sugiriendo” la concurrencia masiva de empleados públicos al acto, más allá de la posibilidad de contagio. Celebración cuasi pagana que habría durado casi 48 horas, en la que hubo bailes, canciones, bebidas y comida en abundancia, todo provisto por el Estado.
Un Estado que supo reconocer, en la voz de su propio presidente, el desastre sanitario que vive su pueblo en la videoconferencia cumbre organizada por la Secretaría General del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), que reunió a todos los gobernantes de la región para discutir la estrategia conjunta para enfrentar con alguna posibilidad de éxito la pandemia de coronavirus.
Conferencia que coordinó la directora General de la Organización Panamericana de Salud (OPS), Carissa Etienne, quien, a pesar de sus conocimientos sobre las creencias populares, no daba crédito a los dislates nacionalistas, racistas y religiosos a los que se abrazó la mayoría de los presidentes asistentes al encuentro virtual.