Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Corrían los años más duros de las guerras de independencia de las colonias españolas en América. Autoridades y personajes de toda índole, aferrados al imperio, tejían innumerables planes para que aquellos países volvieran a la dominación del Borbón. Los planes para terminar con las rebeliones eran muy variados, desde los estrictamente violentos hasta los de persuasión pacífica. Eran producidos por el gobierno de Madrid a partir de sus instituciones o por funcionarios comedidos. También por autoridades coloniales, particulares oficiosos, corporaciones motivadas por sus propios intereses… Había planes sensatos, que comprendían la gravedad de la cuestión, y los había ingenuos o ilusos que decían tener la fórmula de una completa solución.
De esa amplia gama, es adecuado ahora escoger algunos a la manera de ejemplos.
Uno de esos planes de contención fue el proveniente de la más alta autoridad metropolitana, o sea el Rey Fernando VII. Al comenzar el año 1817, el monarca español decidió conceder un amplio indulto a los revolucionarios, aunque con excepciones para los casos más flagrantes. Según su texto, el indulto era producto de su “real piedad”, lo que implicaba no reconocer razón alguna a las rebeliones.
El Real Indulto anunciaba que la ocasión era más que oportuna, pues con él se celebraba el matrimonio que poco antes había contraído Fernando con una princesa portuguesa, sobrina e hija de su hermana Carlota Joaquina.
En efecto, la hermana del rey era la esposa del príncipe portugués entonces instalado en Río de Janeiro, y su colaboración a los fines de terminar con los levantamientos en América era considerado indispensable.
La resolución real destacaba también que el “feliz suceso” del casamiento del rey se completaba con otro matrimonio: el del hermano del monarca con otra hija de su hermana Carlota. Como se ve, los sucesos políticos, entre ellos uno tan importante como el destino de las revoluciones de independencia hispanoamericana, aparecían mezclados y hasta supeditados por las cuestiones dinásticas europeas.
El indulto también anunciaba el embarazo de la esposa del rey –luego frustrado-, lo que vendría a resolver un delicado problema dinástico. Es notorio que las desposadas princesas eran una mera pieza en el juego de las intrincadas cuestiones políticas, dinásticas y familiares de la monarquía.
De más está decir que el indulto no significó ninguna solución al conflicto. Los revolucionarios estaban convencidos de la legitimidad de la causa y no estaban dispuestos a aceptar la “real piedad”.
Los intentos para recuperar la dominación de las colonias también ocupaban la atención de muchos funcionarios reales. Entre ellos había un imaginativo y destacado miembro de la Justicia: Ignacio Xavier de Uzelay, Oidor de la Real Audiencia de Caracas.
El letrado llevaba 18 años en el cargo y, por su antigüedad, había sido nombrado regente de aquel supremo órgano de la justicia. Su larga experiencia le hizo elucubrar ideas para recuperar la obediencia de los revoltosos. Contabilizaba que en el ámbito de su jurisdicción nueve de cada diez habitantes eran negros, y por tanto esclavos; se sentía alarmado porque la mayoría de ellos simpatizaba con la revolución –con lo que añoraban la libertad, claro está- y por tal motivo cuando podían se enrolaban en las filas de la insurrección.
Luego de cavilar sesudamente, don Ignacio Xavier se sintió iluminado y pergeñó una idea salvadora. En realidad, dos ideas. Las dirigió al rey en una conceptuosa nota desde la ciudad venezolana Puerto Cabello. En la misiva comenzó por lamentarse amargamente por haber pasado cinco años de padecimientos provocados por la guerra.
Para él, el remedio era sencillo; la primera de las ideas era aprovechar algunas de las tierras que habían sido tomadas de los revolucionarios y entregarlas a negros debidamente escogidos para ganar su voluntad. Aclaró que los terrenos adjudicados debían ser de pequeño tamaño, no fuera cosa que los beneficiados alcanzaran un poder peligroso para la corona.
La segunda idea -¡oh lector, no se escandalice!-, era colocar en el sombrero de algunos negros esclavos bien seleccionados una cinta encarnada por la cual el gobierno y la gente les reconocía su condición de blancos, ni más ni menos.
La razón de la cinta era sencilla: como según los conocimientos científicos de la época era imposible cambiarles el color de la piel, la cinta representaría la condición privilegiada. Distinguiría a su portador de la gran mayoría de los de su mismo color de piel, pero que seguiría siendo negros irredentos. De esa manera, la población respetaría a los elegidos, convertidos en propietarios y en blancos; éstos abrazarían el partido del rey y se sumarían a la lucha contra sus propios congéneres.
La medida, según sus dichos surtiría el “doble efecto” de remunerar al agraciado y aumentar el escasísimo número de los blancos, en la segura inteligencia de que los nuevos adscriptos serían los más decididos en sostener las prerrogativas de la clase a la que habían ascendido.
Esta propuesta absurda carecería de valor si hubiese provenido de algún orate suelto, pero provenía nada menos que del regente de la Real Audiencia de Caracas, o sea la más alta magistratura de la Capitanía General de Venezuela.
La Secretaría del Ministerio Universal de Indias fue encargada de producir su dictamen al respecto, pero no se animó a aprobar o a desestimar la propuesta. Y decidió, en cambio, pasarla al Consejo de Indias.
A partir de allí la nota del Oidor de Caracas pasó de mano en mano –como si fueran castañas calientes-, formando un voluminoso legajo. Lamentablemente no se ha encontrado en el Archivo General de Indias la documentación que registre el paso final del expediente, y ello ha impedido conocer la suerte de la magistral idea.
Con tantos pasos de una oficina a otra el legajo había alcanzado un tamaño que obligó al Secretario del Ministerio a guardarlo en una caja de cartón. Además, con los ajetreos y el cambio de mano en mano los papeles comenzaron a deteriorarse, por lo que fue necesario contener el informe debidamente.
Es probable que el secretario que tomó la determinación de resguardarlo advirtiera que el asunto allí contenido quedaría en el olvido si no le colocaba un nombre en la tapa a la caja. No era fácil ponerle un nombre adecuado, porque el caso había recibido tratamientos tan diversos en esa etapa en que el gobierno no atinaba a encontrar la manera de conservar sus colonias que el secretario debe haber ideado títulos de los más diversos. Después de pensarlo un largo rato, anotó en el lomo de la caja: “Opina Uzelay”. Igual que a nosotros, al poco imaginativo secretario no se le ocurrió otro nombre que el que hoy repetimos. Así, con ese título, el tema fue rescatado para la historia.
Los documentos encontrados allí y que hablan de este episodio hacen sospechar que alguna mano caritativa, muy hispánica, extrajo y ocultó en algún momento más de doscientos años los testimonios que revelan ese final, para alejarlo de la crítica de los investigadores.
El autor del ocultamiento sería algo así como un antecesor de aquel Ministro del Imperio brasileño que mandó quemar todos los papeles que documentaban la historia de la esclavitud en su país.
Pero el extravío deliberado del documento que debe registrar el final de este episodio es sólo una maliciosa sospecha del paciente y esta vez frustrado investigador, que llegó de lejanas tierras buscando en las palabras silenciosas de sus protagonistas una explicación de los orígenes del drama latinoamericano.
Un drama que lleva ya cinco siglos, que ha marcado fuertemente las relaciones sociales de sus pueblos hasta alcanzar rasgos de discriminación étnica, y que no ha concluido aún.
(*) Doctor en historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba.