La muestra fue elaborada con motivo del 17 aniversario del Malba y propone un recorrido cronológico desde principios de siglo XX, hasta el surgimiento del arte conceptual y político en los años 70. Se destacan obras de Xul Solar, David Alfaro Siqueiros, Emilio Pettoruti, Rafael Barradas, Pedro Figari, Joaquín Torres-García, Frida Kahlo, Diego Rivera, Wifredo Lam, María Martins, Antonio Berni, Fernando Botero, Hélio Oiticica, Lygia Clark, Lidy Prati, Jesús Rafael Soto, Lucio Fontana, Jorge de la Vega, Alicia Penalba y Tarsila do Amaral
Una síntesis del arte latinoamericano del siglo XX puede observarse en el recorrido que presenta Malba, a través de 230 piezas emblemáticas de más de 200 artistas que se ubican en el primer piso del museo.
La muestra está dividida en siete núcleos temáticos y propone un recorrido cronológico por las diferentes experiencias artísticas realizadas en la región desde los inicios de la modernidad, a principios del siglo XX, hasta el surgimiento del arte conceptual y político en los años 70.
Se exhiben importantes artistas latinoamericanos como Xul Solar, David Alfaro Siqueiros, Emilio Pettoruti, Rafael Barradas, Pedro Figari, Joaquín Torres-García, Frida Kahlo, Diego Rivera, Wifredo Lam, María Martins, Antonio Berni, Fernando Botero, Hélio Oiticica, Lygia Clark, Lidy Prati, Jesús Rafael Soto, Lucio Fontana, Jorge de la Vega y Alicia Penalba, entre otros.
Se destaca la presencia de Baile en Tehuantepec (1928) de Diego Rivera, considerada la obra más importante del maestro mexicano en una colección privada (comodato de Eduardo F. Costantini); la exhibición del conjunto de pinturas de Xul Solar, el grupo más significativo del artista en una colección pública por fuera del Museo Xul Solar; además de la presentación por primera vez en el país de Formes volantes (Hakone, Ponente) (ca. 1969-76), importante obra de Alicia Penalba donada al museo por el Archivo Penaba en 2017.
También se encuentran piezas claves como Mujeres con frutas (1932) de Emiliano Di Cavalcanti, El viudo (1968) de Fernando Botero y los artistas de la Nueva Figuración (Deira, Noé, De la Vega y Macció), además de una mayor representación de los artistas concretos entre los cuales se incluye a Rothfuss, Arden Quin y Vardánega; y los cinéticos como Boto, Palatnik y Le Parc.
El mural de Antonio Berni, Mercado colla o Mercado del altiplano, (c. 1936) -único fresco buono de temática indigenista que se conserva del gran maestro argentino, incorporado a la Colección Malba en 2013 gracias al Comité de Adquisiciones- se integra a la exposición junto con otras obras de períodos clave de la producción del artista como Susana y el viejo (1931), La puerta abierta (1932); Manifestación (1934), La mujer del sweater rojo (1935); La gran tentación (1962), El pájaro amenazador (1965) y Chelsea Hotel (1977) de su etapa en Nueva York, entre otras.
Las obras fueron elegidas entre las 600 que hoy integran el acervo del museo, teniendo en cuenta su relevancia para la historia del arte de la región y su proyección internacional, según indicaron fuentes del Malba. La selección estuvo a cargo de Victoria Giraudo –Jefa de Curaduría– en un fluido diálogo con Eduardo F. Costantini –fundador y Presidente del museo– y con el coleccionista Ricardo Esteves, asesor para la adquisición de las piezas fundacionales del Malba.
“Más allá del territorio en común, esta exposición parte de la idea de América Latina entendida como un conjunto heterogéneo de corrientes y movimientos culturales”, explicó Giraudo. “En este sentido, el acervo de Malba puede abordarse en direcciones múltiples que permiten establecer nexos no sólo entre obras y autores, sino también entre países y regiones”, agregó
“Así como desde una mirada poscolonial ineludible, el arte latinoamericano no puede entenderse únicamente a partir de las denominaciones propuestas por la historia del arte europeo –idea que fue el eje central de Verboamérica, última investigación y exposición del acervo del museo, co-curada por Andrea Giunta y Agustín Pérez Rubio, Director Artístico de Malba, 2014- 2018– tampoco parece posible negar que la historia del siglo XX estuvo marcada por esta hegemonía cultural euro-norteamericana, frente a la cual Latinoamérica generó discusiones y alternativas propias”, aclaró la curadora.
El recorrido
La exposición comienza con la noción de vanguardia en relación con la identidad propia de Latinoamérica y las mixturas producidas en las diferentes modernidades (negritudes, indigenismos, migraciones, politizaciones). Continúa con las variantes del surrealismo y el realismo mágico, seguidas por las propuestas del arte abstracto y concreto –que en muchos casos se superponen cronológicamente–, para llegar a fines de los años 50 a los inicios del arte contemporáneo, con las producciones localistas de los artistas neoconcretos y las internacionalistas en torno al arte óptico y cinético.
En otra sala, se contraponen a lo anterior las abstracciones libres, el informalismo, las caligrafías de espíritu zen y el espacialismo; están representadas también las Nuevas Figuraciones, las propuestas conceptuales en torno a la desmaterizalización del objeto artístico y la psicodelia, con su versión tropicalista. A modo de final abierto, desde
mediados de los 60 y en el contexto de las diferentes dictaduras en la región, se hace evidente el auge del arte conceptual de componente político y las múltiples alternativas de resistencia a los discursos hegemónicos en un giro decolonial.
De esta manera, queda configurado un panorama complejo y diverso en el que las corrientes vernáculas y foráneas se entremezclan e hibridan, abriendo un campo fértil para una serie de experiencias que son fundamentales para entender la cultura del siglo XX.
Abaporú, la criatura autóctona, mítica, nativa de un Brasil primitivo y mágico
Es notable la presencia de Abaporú,la obra emblemática de la brasilera Tarsila do Amaral , quien a través de su arte expone la identidad brasileña.
Antes del año 1922, la artista se se encontraba en París dando continuidad a su formación artística en la tradicional Académie Julian y en el taller de Émile Renard. Cuando regresó al Brasil, a mediados de 1922, conoció a artistas e intelectuales que habían tomado parte en la Semana y su percepción del arte experimentó cambios significativos. Al retornar a París a fines de ese año, buscó nuevos maestros con otro perfil. Pintó bajo la orientación de Gleizes y Lhote, pero fue la influencia de Léger la que dejó marcas más profundas en su producción, principalmente en las obras Pau-brasil, realizadas entre 1924 y 1927. En ellas Tarsila se volcó a la investigación sobre la representación visual de la identidad brasileña, haciendo uso de colores vivos y contrastantes, en paisajes construidos por medio de planos sucesivos.
El compromiso con la figuración de asuntos típicamente nacionales adoptó otros contornos a partir de 1928, cuando pintó Abaporu–término tupí-guaraní que significa “hombre que come hombre”– y se lo obsequió a Oswald de Andrade, su marido, como regalo de cumpleaños. Entusiasmado con esa criatura prehumana, ensimismada y con un pie colosal, Oswald habría exclamado: “¡Eso parece un antropófago, un hombre de la tierra!”. Inspirado por la imagen sintética y poderosa, Oswald redactó el Manifiesto antropófago, documento fundamental del modernismo brasileño, en el cual propone una asimilación crítica del legado cultural europeo y su reaprovechamiento para la creación de un arte genuinamente nacional.
De acuerdo con el Manifiesto, la identidad del Brasil residía en el matriarcado de Pindorama, en las prácticas y costumbres de los pueblos indígenas que vivían allí antes de la llegada de los portugueses. Los colonizadores, asociados al patriarcado racionalista, erradicaron dimensiones cruciales de la cultura tribal, tales como la vida comunitaria y la profunda vinculación de los indios con la naturaleza. Abaporu rescata el ser-naturaleza de esa tierra inmemorial, irremediablemente corrompida por la lógica civilizadora. Es una criatura autóctona, mítica por excelencia, nativa de un Brasil primitivo y mágico a la vez.