Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
Las revoluciones se desaceleran al recorrer Montevideo. La locura argentina es vista desde allí con estoica resignación, aunque siempre con interés. En tanto, el poderoso gigante pegado a la frontera norte, aquella dibujada por el famoso tratado de Tordesillas, impone su influencia a veces por acción, otras por deliberada omisión. Con todo, el célebre Estado tapón alumbrado en 1830 por la mediación británica, supo balancearse entre vecinos difíciles, apostando a un modelo de “país-polis” que ciertamente estuvo antes que la nación.
Sus más lúcidos pensadores se plantearon si Uruguay, esforzándose en ese balanceo, quedó a espaldas del continente. Pareció marchar así en diversos lapsos del siglo XX -aunque hay que realizar precisiones-. Su elite, lúcida y abierta a las influencias interoceánicas pero poco afectada por las raíces hispánicas bien afirmadas en otros Estados americanos -inclusive la presencia de la Iglesia, siempre reducida en la Banda Oriental-, procuró sintonizar variantes vanguardistas que aportaron originalidad a su fisonomía social y política. La temprana revolución educativa (fines de siglo XIX e inicios del XX), la Ley de Lemas (su primera variante es de 1910, derogada sólo en 1995) y la procura de un régimen bipartidista (colorados y blancos) que dio identidad no sólo al sistema sino al Estado-nación; los ejecutivos colegiados (dos modelos, entre 1919-1933 y 1952-1967), la “coparticipación” (obligación de compartir espacios gubernamentales) entre oficialismo y oposición planteada en las distintas constituciones; y hasta la anticipada conformación frentista “constructiva” de izquierda (que como partido data de 1971 pero como proceso político reconoce diez años previos) son pruebas de este virtuoso civismo que lo convierten en uno de los países más genuinamente liberales y estables del mundo.
Por eso nadie se sorprende cuando las ideas entre los principales actores hallen diferencia en los matices y no en el fondo; cuando la Gran Logia de la Masonería uruguaya impulsa un debate público entre los principales candidatos a presidente, o cuando un exmandatario decide regresar al ruedo y exponerse para impulsar la interna en su histórico partido, o que un general retirado encuentre una estructura partidaria a su medida y trabaje una interesante campaña, o que un candidato con chances resuelva asumir en público que consumió cocaína y no se desmorone el sistema.
Los actores en disputa
Sin posibilidad de reelección presidencial ni ley de lemas en la que esconder ofertas antinómicas, los partidos tradicionales han debido exigirse para no desaparecer. Su “verdugo”, el hoy oficialista Frente Amplio, muy fuerte en la capital (más de 40% del total del padrón) experimenta sin embargo necesidad de renovación. Sus referentes -el presidente Tabaré Vázquez, el exmandatario José Mujica, el exvicepresidente Danilo Astori- son respetables y queridos dinosaurios octogenarios. Después de una primaria áspera, el intendente de Montevideo, Daniel Martínez, un ingeniero de 60 años mucho menos vistoso que aquéllos, deberá enfrentar una elección difícil, luego de tres períodos de gobierno -y desgaste- consecutivos.
En tanto, el antiguo partido Blanco o Nacional hoy propone a Luis Lacalle Pou, un abogado de 46 años que va por su segundo intento. Es un clásico exponente de la derecha oriental, de buena inserción en el electorado y prosapia ilustre. Su padre, Luis Alberto Lacalle Herrera, gobernó el país entre 1990 y 1995; su bisabuelo, Luis Alberto de Herrera, es, junto al dos veces presidente colorado José “Pepe” Batlle y Ordóñez, uno de los próceres del siglo XX. Su tatarabuelo Juan José fue el canciller oriental en la Guerra de la Triple Alianza.
Hablando del otro gran partido histórico, después de su última vez en el poder -con un nieto de “don Pepe” y el cuarto Batlle presidente, el recordado Jorge (período 2000-2005)-, se trata de la agrupación que más sufre el presente. Un intento del dos veces mandatario Julio María Sanguinetti (1985-1990 y 1995-2000) cuando antes de las primarias el partido perforaba 5% de intención de votos, revivió cierta mística en su derredor, aunque fue vencido en la primaria por Ernesto Talvi, un economista de 62 años con estudios en Chicago; a quien tras dicho triunfo le ha costado terciar en el debate por el premio mayor. Algunas encuestas dicen que estaría siendo superado por una de las “sorpresas” de este ejercicio electoral: el general retirado -60 años- y licenciado en historia Guido Manini Ríos, de apellido ilustre y colorado: su abuelo Pedro fue canciller y ministro de Hacienda -presidencias Serrato y Terra-, y su tío Carlos legislador y ministro del Interior de Sanguinetti. De buenas relaciones en Estados Unidos y Brasil, fue destituido de su rol de comandante en jefe del Ejército ante opiniones institucionales en las que confirmó su interés por la política. Hoy es candidato del partido Cabildo Abierto y derrocha optimismo: algunos lo asocian con Bolsonaro pero, tratándose de un uruguayo, es difícil aceptar la comparación sin pruebas fehacientes.
Se habla de balotaje -Martínez está arriba pero lejos del piso de 50% necesario para triunfar en primera vuelta-. ¿Cómo funcionarán los antiguos adversarios, hoy minoría? En sus apellidos está concentrada la historia del Uruguay de los acuerdos y las tradiciones políticas. Quizá acompañando a Lacalle, tal como el padre de éste, tras perder la primera vuelta, respaldó a Jorge Batlle en 2000 para asegurarle el triunfo ante la “amenaza frentista” encarnada por el entonces intendente montevideano Tabaré Vázquez ¿O se reconcentrarán en las diferencias históricas que gradualmente abrieron fisuras por las que se coló el Frente Amplio y su progresismo urbano?
¿Renovar será votar a los más jóvenes? ¿O apostar por sexagenarios que en el caso frenteamplista son paradójicamente “la nueva camada”? Lo resolverá serenamente el admirable “país-polis”, como más le gusta y mejor sabe hacerlo: votando. El 27 a la noche lo sabremos.