Intenciones poco confesables derivaron en un sacrilegio de proporciones
Por Luis R. Carranza Torres
Una noche muy fresca de diciembre del año 62 a.C., una persona cubierta por largos ropajes femeninos caminó por las desiertas calles de Roma en dirección a la casa de Cayo Julio César, una figura pública en alza, a punto de cesar en su magistratura de pretor y recién designado para la de pontífice máximo.
La domus del magistrado encargado de los ritos públicos de la religión romana se hallaba cerrada a cal y canto, tras haber hecho retirar de allí no sólo a todos los hombres, incluido Cayo Julio, sino también a todos los animales machos. Sólo mujeres nobles podían tomar parte de los ritos de la Bona Dea. Debía haber sido la segunda mujer de Julio César, la bellísima y encantadora Pompeya, la responsable de los ritos. Pero Julio, a pesar de sus 38 años, seguía teniendo una cierta dependencia materna que había hecho que fuera su progenitora, Aurelia, quien se hallara a cargo de la ceremonia.
Participar era un gran honor para cualquier matrona romana, es decir las mujeres casadas y que habían engendrado descendencia. Eran quienes constituían el segundo escalón en importancia dentro de la pirámide de las mujeres en Roma, sociedad estamentaria si las había, luego de las Vestales, quienes también tomaban parte de la sagrada reunión femenina de aquella noche.
Tal ceremonia anual era vital para asegurar la paxdeorum, ese siempre muy delicado equilibrio entre los mortales y los dioses en vistas de asentar la bonanza de Roma y aventar calamidades.
La expresión Bona Dea no era el nombre de la diosa sino un eufemismo o circunloquio para evitar decirlo, ya que los mortales no tenían la dignidad suficiente para pronunciar su nombre. Tal divinidad se hallaba asociada con la virginidad y la fertilidad femenina. También, con la curación. Muchos de los enfermos de Roma eran tratados en su templo, en el Monte Aventino.
Se la representaba sentada en un trono sosteniendo una cornupia, símbolo de la abundancia. El atributo animal era la serpiente, símbolo de curación, por entonces. Por eso, debidamente consagrados, tales reptiles pululaban dentro del interior de su templo.
No sólo los romanos, sin distinción de clases, la adoraban sino también los esclavos y libertos, por estar asociadas no sólo a la liberación de los males del cuerpo sino de las personas mismas, con la liberación de la esclavitud.
La práctica de su culto, antiquísimo, incluía en su parte principal ciertos ritos secretos que debían ser llevados a cabo exclusivamente a las mujeres, en la casa del máximo magistrado religioso, con presencia y auxilio de las vírgenes vestales.
El recinto donde se cumplían debía estar decorado con flores y plantas, guardando relación los ritos con la agricultura. Es que la fertilidad de la Bona Dea no se limitaba a las mujeres sino que abarcaba los animales y los campos. De dicha decoración debía excluirse el mirto porque, según la tradición, la diosa había sido golpeada hasta la muerte por Fauno con una rama de mirto.
Ese día del año 62 a.C., cuando todo estaba ya listo para dar inicio a la ceremonia, se advirtió la presencia de alguien no invitado. Se trataba de una figura encapuchada, vestida como una tañedora de cítara, pero que llevaba el cabello y el rostro cubiertos. La persona escondida tras las vestimentas femeninas resultó no ser una mujer sino un hombre: el joven patricio Publio Clodio Pulcro, quien fue ayudado, tanto en su ingreso como en su posterior fuga del lugar luego de ser advertido, por una esclava de la casa de nombre Habrao Aura.
Los historiadores no se ponen de acuerdo en qué hacía allí. Algunos hablan de que era amante de Pompeya, otros que no lo era pero pretendía serlo y se introdujo a la casa esa noche para seducirla y, por último, hay quienes entienden que el acto sólo se trató de una absurda mala broma, en desprecio de la leyes de Roma y por pura cuestión de ego y sensación de invulnerabilidad, a juzgar por los antecedentes del susodicho.
El escándalo que siguió fue mayúsculo. Cicerón, en una carta del 1 de enero a su amigo Ático, se lo comentaría: “Publio Clodio, hijo de Apio, como creo que habrás oído, fue sorprendido con ropas de mujer en casa de César mientras se celebraba un sacrificio oficial y salvó la vida y escapó gracias a la ayuda de una esclavilla; el asunto es de una flagrante infamia”. En otra misiva, 25 días después, narra las consecuencias de tal conmoción pública: “…como creo que habrás oído, mientras se celebraba una ceremonia oficial en casa de César se presentó allí el individuo con vestido de mujer, y como las vestales hubieron de reiniciar el sacrificio, el hecho fue denunciado por Quinto Cornificio ante el senado (…); luego el asunto fue remitido por decreto del senado a las vestales y a los pontífices, y éstos decidieron que aquéllo era sacrílego; después los cónsules, por otro decreto del senado, promulgaron una requisitoria; César ha repudiado a su mujer […]. Yo mismo, aun cuando al principio era un Licurgo, me voy ablandando por días”.
Pero las autoridades romanas distaban de calmarse como el jurista y abogado Marco Tulio. Publio sería sometido a proceso, aun cuando Cayo Julio César, llamativamente, no lo había denunciado. Sería un juicio que conmovería a Roma y al que Cicerón no resultaría extraño.