sábado 23, noviembre 2024
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Comercio y Justicia 85 años

Las identidades en las márgenes del río Paraná

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Las aguas del río Paraná corren por tres naciones de la América del Sur; sin eufemismos puede afirmarse que es el factor natural más integrador de los países latinoamericanos. Tenía que ser la naturaleza la que lo lograse, porque los hombres no son capaces de conseguir esa vinculación, a pesar de sus esporádicos intentos.

Sus aguas nacen en el Planalto brasileño, frente a la ciudad de Brasília, la monumental creación de Lúcio Costa y de Oscar Niemeyer, ese sueño comunista dentro de un país capitalista. Un gran espejo de agua represada fue construido frente a la ciudad para otorgar un paisaje agradable al Cerrado, una región monótona y plana. Los brasileños fueron inteligentes al contener esas aguas iniciales y al darles el nombre de lago Paranoá, como presintiendo su destino final, y le dieron una altura exacta, mil metros sobre el nivel del mar, denominada Cota Mil. Pensaron que con esa altura sería la atalaya perfecta que respondía a los presagios oníricos de Don Bosco, quien dos siglos atrás soñó que una ciudad levantada en medio de la América del Sud señalaría en el futuro el amanecer de un Nuevo Mundo. Por eso el Palacio Presidencial se llama “Alvorada”, un nombre que es una advertencia a su encumbrado y ocasional ocupante, porque le está marcando a toda hora el destino que le ha sido asignado.
La Universidad de Brasilia, a la que Niemeyer le dio renombre al diseñarle el edificio más largo del mundo -el Minhocão-, ostenta otra rareza difícil de igualar: que su primer rector haya sido un antropólogo, Darcy Ribeiro, que definió a la ciudad como “una utopía concreta”.

Allí esas aguas precursoras ya comienzan a buscar una salida hacia el mar, como si fuera una meta prefigurada. Después de un largo recorrido, en cuyo transcurso reciben variadas designaciones además de diversos aportes que aumentan su caudal, las corrientes adoptan su nombre final –”Paraná’, ya reconocido en la lengua tupí como “pariente del mar”- hasta encontrarse y confundirse con las del Océano. A medida que desciende y va ganando la llanura el río se vuelve más meandroso, como si quisiera demorar su conversión y mantener se río. Y cuando sobrepasan el Río de la Plata las aguas alcanzan esa soñada categoría aún mayor y justifican el origen de su nombre; lo han logrado con paciente lentitud, porque han descendido solamente mil metros a lo largo de unos tres mil kilómetros. Quizá han bajado tan lentamente con el deseo de dar tiempo para que a su paso se crease una cultura fluvial.

Y allí terminan dando vida a la ciudad reina, a la Reina del Plata, Buenos Aires. Que las mismas aguas unan la capital de su nacimiento y la de su final para entregarse a las del océano no deja de ser una paradoja de la naturaleza, cuando no de la historia, además de una severa advertencia dirigida a los que conducen los destinos de sus pueblos en uno y otro extremo.
Una de las virtudes de las aguas del Paraná es haberles dictado con murmullos, desde el fondo de su ancho cauce, las letras y las músicas a varias generaciones de poetas, músicos y cantores de los países que atraviesa, con todos los sonidos y versos emparentados en unas culturas semejantes o, más bien, en una cultura común; en efecto, lo que tienen de común esas culturas ha sido entregado por el río Paraná, de sus afluentes y de su hermano menor, el Uruguay. Por eso el río Paraná merece que se le otorgue el título de “Río Cantor”.
No obstante tan estrecha fusión entre países las aguas del Paraná mantienen su identidad singular y por ello, a poco de iniciar su camino y con la ayuda de uno de sus afluentes se tiñen del color del león, para de esa manera distinguirse de sus congéneres. Seguramente -no lo sabemos a ciencia cierta-, el Paraná debe tener sus duendes, como todos los grandes fenómenos de la naturaleza. Sí sabemos que tiene sus personajes reales, entre los cuales descuellan los baqueanos del río, que han bebido esa cultura fluvial y la defienden a ultranza, igual que los mapuches a la madre tierra.
Uno de esos personajes es Luis Alberto Romero –más conocido como “Cosita” Romero-, que tiene la piel del color del río, no se sabe si por ósmosis fluvial o por herencia biológica. “Cosita” tiene la sabiduría que da el trabajo en el agua, donde pasa la mayor parte de su vida. “Cosita” posee una lancha con motor y con ella lleva a excursionistas a navegar por el río, y en el par de horas que dura el paseo les informa cómo se pesca con el espinel, cuáles son los peligros de las correntadas, cuáles los recaudos que deben tomarse para navegar con seguridad, dónde encontrar la mejor pesca, cuáles son las características de cada especie de peces, cómo es la vida en las islas y las características de su vegetación, y da ejemplos de la solidaridad que existe entre los pescadores con los habitantes de las islas y con los de la ribera. Es amigo de todos los isleños, los visita en sus islotes y arregla tratos con ellos para llevar a la ciudad de Paraná las cosechas obtenidas por los pescadores.

“Cosita” se hizo popular, por no decir famoso, cuando encabezó una patriada para evitar que se construyera una represa que iba a modificar el curso de las aguas, perjudicando no sólo a los pescadores sino también a las formas de vida existentes allí en sintonía con la naturaleza y, lo peor de todo, contradiciendo su historia, sus leyendas, sus mitos y sus cantos. Para ello recorrió el río en su lancha y paró en cada pueblo ribereño para concientizar a la gente. La campaña terminó con éxito, y la represa no se construyó. Desde entonces es un personaje muy conocido, que es consultado en la prensa y aparece en las páginas de Internet.
Faltaba añadir que le dicen “Cosita” porque -como era de familia muy pobre- de chico salía por las calles de la ciudad de Paraná pidiendo alguna cosita para comer.
Naturalmente, el río Paraná tiene también su fauna y su flora propias, inconfundibles y únicas; por eso nadie osa trasladar surubíes o sábalos al Limay de las truchas o al Suquía de las mojarritas, porque eso sería una iniquidad imperdonable y porque además sucumbirían, por desarraigo. Y tiene al irupé, esa planta navegante con pretensiones de mar, cuyo nombre significa agua en lengua guaraní, y que no nace de semilla ni de rama como dice la ciencia sino -según fuentes ancestrales consagradas, acuñadas durante cientos y cientos de años- de la unión de dos amantes legendarios; solidario, en las crecientes el irupé sabe albergar en su seno a animalitos de la selva, y los deja al pie del Obelisco porteño, para sorpresa de impávidos ciudadanos de la gran urbe que, presurosos, no advierten su presencia.

Aún con otro rasgo de solidaridad, el río se convierte en un Delta y abre sus brazos para recibir al río Uruguay, creando así la convivencia con un nuevo socio. Entonces, cumplida su larga faena, sus aguas se expanden y se transforman prematuramente en un verdadero mar, al que llaman Río de la Plata.
De esa manera candangos, porteños y orientales quedan asociados gracias a las aguas del río Paraná.

(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba

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