Por Armando S. Andruet (h)*
twitter: @armandosandruet
Existe una afirmación de Piero Calamandrei que siempre he tenido por demás presente en razón del noble y sacrificado esfuerzo de la práctica profesional de la abogacía; que muchas veces, para quienes ejercitan la función judicial y no han tenido cabales contactos con aquélla, posiblemente ignoran los avatares que la añosa profesión tiene en el día a día.
Yo mismo nunca he sido abogado litigante; mi padre lo fue, mi esposa y uno de mis hijos lo son y por ello es que he vivido siempre el derecho con su espectro completo: ni la torre de marfil que para algunos -injustamente- puede ser la abogacía desde el lugar de juez, ni el fangoso terreno de las múltiples contingencias que la vida propicia a las personas, que abren los conflictos sobre los cuales los abogados tienen que intervenir. El maestro italiano advertía de que si existen “… buenos abogados no son necesarios tantos jueces”.
Marcaba que si la abogacía se ejerce con compromiso ético, máxima competencia técnica y el mayor de los respetos por la cuestión humana involucrada, es poco lo que le resta al juez para dejar resuelta la contienda. A ninguno de nosotros se nos escapa que también el mismo profesor destacaba que el primer rol que un buen abogado cumple es ser el inicial juez de la causa que aqueja a su cliente.
Un buen abogado puede advertir cuánta chance puede haber respecto al éxito o fracaso de un tema, para lo cual vinculará conocimientos de la doctrina del problema, la jurisprudencia que pueda existir y su misma capacidad para ensayar las tesis favorables en un documento que resulte convictivo y en el que se hayan ponderado los aspectos argumentativos y de factura procesal.
A ello deberá sumar las mismas alternativas que otro colega, bajo iguales condiciones, postulará, y por ello, las probabilidades de éxito o fracaso son siempre aproximaciones y no axiomas. Lo que el abogado no puede poner en su canasta de probabilidades es -entre otras- cuánto tiempo habrá de estudiar el tema el juez, qué interés le brindará y otra infinita cantidad de variables, que van desde lo operativo funcional a lo prejuicioso que pueda existir en el magistrado.
Lo cierto es que, por lo general, los abogados no sólo hacen la delimitación de la plataforma fáctica de la cuestión debatida sino que también, en orden a ella, hacen la respectiva invocación del derecho que es aplicable al caso y, luego de ello, la manera como éste beneficia -o al menos no perjudica- la posición de su cliente.
De todas maneras, conocemos que los jueces son los funcionarios públicos llamados a brindar la resolución de los conflictos sociales y, con ello, asegurar un estado de bienestar social de las personas. Está en la facultad de ellos poder variar el derecho aplicable al caso, que resume el apotegama latino ‘iura curia novit’.
Licencia ésta que los jueces utilizan en pocos casos; posiblemente sólo en aquellos que tienen una cierta complejidad, o en otros en los que los abogados no advirtieron adecuadamente el derecho aplicable o prefirieron por razones estratégicas orientarlo en otro sentido.
Lo cierto es que en un número importante de causas civiles -vale la pena la aclaración-, la calificación legal del hecho es parte de una tarea profesional del abogado, sobre la cual el juez habrá de formular nuevas consideraciones acorde con cómo entienda que el problema de lo justo se desenvuelve.
Con ello queda señalado que en la mayoría de los casos son los jueces quienes cabalgan sobre la huella normativa -y también en algunos casos sobre la argumentativa- de los abogados. Además, contabilizan a su favor los jueces un cuadro completo del derecho aplicable al caso expuesto, con las alternativas valiosas para uno y para otro.
Con esa gran parte de la tarea de construcción de materiales epistemológicos y fácticos, el juez hará su labor sentencial, a lo cual sin duda le agregará la instancia de tramitación del proceso, en la que habrá podido visualizar fortalezas y debilidades de cada uno de los intervinientes en el pleito.
Luego dictará la sentencia que corresponda y no se puede desconocer que para ella utilizará parte de los argumentos que fueron propuestos por los abogados. Seguramente mejorados o profesionalizados de otra manera, pero estarán allí. Dictada la resolución, la cuestión ha concluido y vendrán otras instancias de su cumplimiento.
Quiero referirme ahora al producto científico que la sentencia tiene como núcleo jurígeno -algunos dicen el holding de ella-, que es un insumo no sólo jurisprudencialmente valioso sino que también lo es desde el punto de vista doctrinario y epistemológico. Ninguno de nosotros ignora que existen resoluciones que, con el tiempo, ya no interesa quién ganó o perdió sino el valor de precedente, la habilitación de una reforma legislativa que propició, la transformación social o cultural que pudo causar y tantas otras cuestiones más. Los documentos sentenciales, entonces, tienen una vida útil posterior a su vida jurisdiccional, que nombramos como la vida epistémica del documento.
Muchos jueces, por razones diversas, sin dejar de pensar en el efecto inmediato de la resolución, también meditan acerca de ese componente meta-jurisdiccional de la resolución judicial, y por ello no sólo como instrumento de cierre de un conflicto sino -y en rigor de verdad- como un típico documento académico.
Conocemos jueces quienes luego de dictada la resolución se refieren a ella con el mismo interés que el anatomista lo hace sobre el cuerpo muerto: explicando sus órganos, tejidos, fibras, aparatos y marcando la nosología en cuestión. Así, el juez que observa el documento académico que habita en el instrumento sentencial dirá acerca de su relevancia en el entramado normativo como las proyecciones que habilita y su adecuada inserción en el ordenamiento jurídico y su ensamble en el derecho convencional y constitucional.
Con tal ahínco luego se redactan artículos para revistas, se brindan conferencias, se escriben libros, dictan ateneos, propician debates. Nada de ello ignoramos. En algunos casos, tal aspecto se encuentra tan formalizado en la matriz de algunos jueces que a los mismos abogados intervinientes en el pleito les cuesta comprender la razón de innumerables soliloquios, fatigosas circunvoluciones morales, discusiones doctrinarias bizantinas y escolásticos desarrollos que, desde el sentido común y el juicio profesional, se tornan exagerados cuando no excéntricos para dicho pleito.
Esta situación ha llevado a que la Comisión de Ética Judicial del Consejo General del Poder Judicial de España emita un dictamen sobre una consulta que se le formuló, no respecto al contenido de una sentencia sobre lo cual nada podría indicar sino respecto a una supuesta dificultad ética que se generaría para los jueces al utilizar el mencionado producto sentencial como insumo académico en términos generales e, incluso, producirse por ello una ganancia económica en función de pagos de tareas docentes, derechos de autor de libros, etcétera.
La respuesta a la consulta del 8/4/19 despejó toda duda respecto a que no existe impedimento ético para que un juez pueda aprovechar el dictado de la resolución para fortalecer espacios académicos y eventualmente recibir honorarios por ello. Recuerda la Comisión que la práctica académica es completamente compatible con la judicatura, como en nuestro caso, y por ello nada se podría señalar en su contra.
Además, cabe agregar que con tal práctica se desarrolla un espacio pedagógico de explicación de la norma que para nada debe ser despreciado y es una manera, también, de fortalecer la relación sinérgica entre justicia y sociedad.
Sin embargo, es adecuado recordar que la utilización académica de un pronunciamiento debe estar precedida de una realización respetuosa de las partes que han intervenido, anonimizándolas de ser necesario y con un reflejo adecuado de los hechos sucedidos. Todo ello está en sintonía con las orientaciones del Código de Ética Judicial de Córdoba, que en su regla 3:14 señala: “Reserva. Los magistrados y funcionarios guardan reserva de los asuntos en que intervienen, en la medida en que lo impone el secreto profesional. Resueltos los mismos, el conocimiento puede utilizarse con fines científicos, profesionales u otros de bien público, salvaguardando en lo posible los derechos de terceros”.
Sólo a modo de última línea. Es una sana regla moral saber que nunca es bueno dictar una resolución anteponiendo su finalidad académica a la discusión social en juego en el pleito.