Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**
Mucho se ha hablado de las elecciones del domingo. No es a los resultados que buscamos dedicar esta columna sino a la elección en sí. La democracia depende no sólo de que haya elecciones sino de que los comicios sean de calidad, en un
doble sentido: por una parte, en cuando a la organización, transparencia y eficiencia para manifestar la voluntad del electorado. Por el otro, que tengan una estructura hábil para poder canalizar en la mejor forma lo que los electores desean manifestar.
Hay una mala práctica de la política de apelar a regulaciones para disimular el descontento de los votantes. Ni la Constitución Nacional se ha salvado de tales manejos. Quizás, a este respecto, la redacción de los artículos 97 y 98 sobre la elección de Presidente, al referirse al cómputo del porcentaje sólo a los “votos afirmativos válidamente emitidos” implica quitar todo valor a los votos en blanco y a los nulos. Es de entender que se intentó, pero sólo de ese cargo, aventar la posibilidad de un abstencionismo activo que llevara a consagrar a una fórmula poco votada. O, en realidad, a disimular tal hecho.
Las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias que se llevaron a cabo el pasado domingo fueron establecidas en el orden nacional por la ley Nº 26571. Se buscó con ellas transparentar hacia dentro de los partidos políticos y hacia fuera de ellos, de frente a la sociedad, la elección de los candidatos a contender electoralmente.
Pero las PASO no sólo definen candidaturas políticas en forma abierta a la sociedad. También establecen qué partidos pueden presentarse a las elecciones generales, para lo cual deben superar el porcentual de 1,5% de los votos.
En este último tiempo las PASO han tenido “mala fama”, incluso existen propuestas de eliminarlas y hasta en Internet han existido campañas para juntar firmas a tal fin.
Se aduce que no se justifica el gasto de $2.800 millones de pesos que implica su realización desde que el objetivo de democratizar de la representación política, la transparencia y la equidad electoral, forzando a los partidos a tener que aceptar el voto general del elector para definir sus candidaturas, no se da en la práctica pues en la generalidad los partidos presentan una lista única.
Un poco en serio, un poco en broma, se dice que es la encuesta electoral más cara del mundo. Desde la política hay una tendencia a descalificarlas en los medios, como paso previo a su eliminación. Con más sinceridad, el candidato a senador nacional por la ciudad de Buenos Aires, Martín Lousteau, reconoció este domingo: “Desde la clase política no hemos utilizado las PASO como corresponde”.
De nuestra parte, no nos convence como se hallan establecidas actualmente las PASO, pero menos nos convence que se vuelva al sistema anterior de candidaturas hechas hacia dentro de los partidos, “a dedo” de tres o cuatro.
Quizás la cuestión sea profundizar lo que originariamente se pensó y, por ejemplo, que el elector no elija entre listas sino que pueda armar la propia. O establecer su propio orden de prelación entre los candidatos.
Se dirá que eso implica complejidades de la logística, a lo cual respondemos que mediante el uso de la informática y la posibilidad del voto electrónico, las opciones posibles de llevar a cabo por un elector se han multiplicado exponencialmente. Aun cuando casi nadie parece interesarle avanzar en el tema y lo electrónico siempre se presenta como reducido a una cuestión de escrutinio.
No debemos olvidar que si queremos una democracia robusta es necesario que la gente participe y que esta participación sea efectiva y mediante mecanismos transparentes y serios; unos a través de los cuales los ciudadanos puedan expresarse y elegir sabiendo, entre otras cosas que lo que están haciendo es ejercer uno de sus derechos cívicos fundamentales, y no pensando en que es una obligación con poco sentido, establecida -como se intuye con las actuales PASO-, como estrategias destinadas a favorecer los intereses de la “clase” política.
El “problema” con las PASO no es, a nuestro modesto entender, eliminarlas sino asumir el desafío de buscar con mayor ahínco lo que originariamente se quiso al establecerlas: que los electores -y no los partidos políticos- sean quienes elijan a los candidatos entre los cuales luego habrán de decidir su voto definitivo.