Por Edmundo Aníbal Heredia
Cuando el navío inglés fue introduciéndose lentamente en Portsmouth al término de una travesía interoceánica de un mes y medio, el comisionado rioplatense Matías de Irigoyen tuvo la misma sensación que siglos atrás debieron de haber tenido los enviados de los países tributarios cuando se dirigían a la capital de su Imperio por la Vía Apia.
No se trataba como entonces de los extraordinarios monumentos que bordeaban el camino a Roma desde el puerto, que les demostraban estar ante un poder imposible de eludir; ahora eran los centenares de barcos de guerra amarrados allí, que representaban el poderío marítimo de Inglaterra, ante cuyo gobierno debía presentar la novedad ocurrida en Buenos Aires poco antes, nada menos que la formación de un gobierno propio.
Entonces este puerto en el sudeste de Inglaterra era el centro de reunión de las flotas británicas que recorrían los mares del mundo y cuya superioridad en ellos había sido y era el sustento logístico y práctico del gran imperio.
El comisionado porteño ya había podido conocer ese poder al contemplar la flotilla inglesa que estaba estacionada desde meses atrás en el estuario del Río de la Plata, atenta a la inminencia de los importantes acontecimientos que se presumían.
La Junta de Gobierno se había instalado el 25 de mayo y al día siguiente sus miembros en pleno, vistiendo uniforme de gala, recibieron a los oficiales ingleses que comandaba el Teniente Robert Ramsay, quien puso un navío a disposición de la Junta para conducir a un Comisionado a Londres; se trataba de una Subestación que era un desprendimiento de la Estación Naval que controlaba y cuidaba a la Corte portuguesa refugiada en Río de Janeiro, para que su príncipe regente no padeciera igual desgracia que Fernando VII, prisionero de Napoleón en Valencay.
Tres días después de aquella reunión Irigoyen era nombrado para cumplir la misión convenida; sus mayores méritos los había adquirido cinco años antes como combatiente en Trafalgar, donde Nelson destruyó la flota franco-española. Irigoyen debía informar al gobierno de Londres que la Junta de Buenos Aires era fiel a la Corona española y que la formación de la Junta se justificaba por la ausencia del rey; también pediría que el gobierno británico se opusiera a las pretensiones portuguesas sobre territorios rioplatenses y además solicitaría la autorización para comprar armas.
Poco después de su arribo, ya en Londres, Irigoyen se enteró que en Caracas se había producido un movimiento similar y que sus nuevas autoridades habían enviado una comisión que se encontraba en esa ciudad con una misión semejante a la suya.
Esto es lograr la comprensión y apoyo del gobierno inglés. En efecto, ambos gobiernos revolucionarios creían con razón que ese apoyo era indispensable para llevar adelante sus propósitos.
Los enviados caraqueños eran Simón Bolívar, Luis López Méndez y Andrés Bello. En tanto, tan importante noticia como era la de la sublevación de los venezolanos –el 19 de abril de ese mismo año- era desconocida en Buenos Aires, cuya Gaceta dio la noticia recién el 10 de septiembre; era una muestra más del orden colonial que durante años mantuvo un sistema que dificultaba las comunicaciones interamericanas, al punto que las novedades entre las diferentes partes de las colonias se conocían antes en Europa que en América.
Obviamente, el papel de Gran Bretaña era decisivo para la suerte de las revoluciones. Después de haber acogido y financiado a precursores y activistas de los movimientos emancipadores –como al caraqueño Francisco de Miranda instalado en Londres y al rioplatense Saturnino Rodríguez Peña residente en Río de Janeiro- el gobierno británico debió mudar de idea cuando los ejércitos napoleónicos se apoderaron de España y quedó instalado el gobierno de José Bonaparte en Madrid, quien se proclamó rey de España e Indias. Ante la nueva situación el ministro Wellesley debió mostrarse cauteloso y decidió tratar con prudencia a estos emisarios.
Ésta fue la situación que encontraron los enviados sudamericanos. Habían partido de ambos extremos de la América del Sur con idénticas esperanzas de obtener el apoyo de la gran potencia.
Sin embargo, no se conocían los unos y el otro. No sabían aquí ni allá de la existencia de la otra misión internacional, que no obstante parecían estar sincronizadas. Tampoco sabían que en el otro país había ocurrido una revolución semejante a la que protagonizaron en el propio.
La notable coincidencia de ambos hechos, locales y urbanos, ocurridos en Caracas y en Buenos Aires con la diferencia de un mes, el paralelismo de ambos viajes a través del Atlántico y la coincidencia del destino, sin ninguna concertación ni conocimiento mutuo, sólo pueden explicarse en la comprensión de la coyuntura internacional.
Si bien las motivaciones de estos procesos respondían también a complejas causas internas, es dentro del contexto internacional y especialmente europeo donde adquieren cabal sentido las circunstancias y procedimientos de ambas revoluciones.
Pero no todas eran coincidencias. Las instrucciones que llevaban los caraqueños contenían principios tales como el siguiente: “Miraría como una calamidad para la América la absoluta disgregación de las partes libres de la Monarquía española, cuando la identidad de origen, religión, leyes, costumbres e intereses parecen sugerirles una Confederación tan estrecha como lo permita la inmensa extensión que tienen nuestras poblaciones. Venezuela adherirá siempre a los intereses generales de la América y estará pronta a enlazarse íntimamente con todos los pueblos que resten inmunes a la usurpación francesa”.
También publicaron en periódicos londinenses los propósitos de la revolución; en uno de ellos decían: “Los diputados esperan que los diversos Virreinatos y Provincias del Norte y Sur América se dividirán en diferentes Estados de acuerdo con sus límites físicos o políticos; pero ellos proyectan un sistema federal, que dejando a los respectivos Estados una independencia de gobierno, pueda formar una autoridad central y combinada, como la de los Anfictiones de Grecia”.
Esta declaración contenía las ideas de Bolívar, en tanto que la redacción correspondía al insigne gramático Andrés Bello. En pocas palabras, era todo un programa de dimensión continental. Estos conceptos revelaban la primacía de un principio idealista y altruista, principio que estaba por encima de la mera defensa de intereses locales, sectoriales o circunstanciales.
Fácil es comprender la alegría que debieron de haber sentido los venezolanos al encontrarse con el argentino en Londres y saber que en el Plata se había producido un acontecimiento semejante. Sin embargo, la misión de Irigoyen era diferente, pues no incluía ninguna manifestación que permitiera alentar una comunidad de principios con otras colonias hispanoamericanas.
Por el contrario, debía manifestar que el nuevo gobierno de Buenos Aires respetaba su pertenencia a la Corona española y que sólo se mantendría en tanto el rey no fuera restituido al trono. La vehemencia de la personalidad de Bolívar terminaría por convertir esta diferencia en un violento contraste frente a la extrema prudencia y cautela que Irigoyen mantendría en sus tratos con el ministro Wellesley.
En consecuencia, tan promisorio encuentro inicial se concretó poniendo en evidencia diferencias marcadas, las que señalarían para un futuro bastante prolongado las posiciones respectivas de estos dos países en sus relaciones bilaterales y aún en las que se proyectaron durante dos siglos en la búsqueda de la integración de las naciones latinoamericanas, todas ellas tendientes a lograr, por fin, una efectiva independencia que se fortaleciera con una concertación internacional.
Así nacieron las relaciones entre Venezuela y Argentina, en un escenario lejano para ambos, acogidos por una nación tan protectora como onerosa. Pasaron ya más de dos siglos, en los que estas ideas tuvieron sus momentos de euforia pero muchos más de desaliento y fracaso.
(*) Doctor en Historia. Miembro de Número de la Junta Provincial de Historia de Córdoba