Por Silverio E. Escudero
El mundo transita, impertérrito, hacia su propia destrucción. Al decir de un presidente argentino, estamos al borde del abismo y prestos a dar un paso adelante.
La guerra es el más sangriento de los escenarios posibles. Pero uno más de los tantos en los que se dirimen supremacías raciales y políticas.
La producción de alimentos y la industria farmacéutica son otros espacios que, junto a la fabricación y venta de armas y el tráfico de ilegal de estupefacientes, conforman un menú de negocios al que pocos países están dispuestos a renunciar.
Forman parte del telón de fondo de la decisión del hombre de acabar con su propia especie. Ese hombre que –en algunos segmentos de la población- alcanzó grados superlativos de conocimiento y confort y cuya contracara es la muerte por inanición y el crecimiento del horizonte de las enfermedades.
Una contracara en la que los locos y orates que nos gobiernan se solazan con el sufrimiento extremo de los demás.
Ocurre por estos tiempos con los millones de refugiados y desplazados, a los que se suman 20, 30, 40 millones de esclavos, que se cazan y son rematados ante los ojos sorprendidos de la humanidad y la complicidad de la comunidad internacional.
Los compradores de carne humana son por todos conocidos. Explotadores del trabajo agrícola, del trabajo minero, de la industria textil y los armadores de los barcos factorías que pululan en aguas internacionales y que obligan a sus “invitados” a cumplir jornadas extenuantes de hasta 20 horas, sometidos a todo tipo de castigos y ejecuciones de la que pocos, demasiado pocos, parecen enterarse. Y, por cierto, los que lo saben, nada dicen porque poco les importa la suerte del hombre.
Estamos mostrando las dos caras de la humanidad. Las caras de la hipocresía. Las caras de los que proclaman desde los púlpitos la existencia de otra vida, mientras se quedan con los bienes terrenales de sus acólitos; las de los que creen ser dueños de la moral pública y tienen prestos los patíbulos y potros de tormentos para quienes levantan la voz en defensa de la condición humana.
Son los mismos que celebran la instalación de nuevos campos de refugiados con las mismas o peores condiciones que regían –a pasar de la Convención de Ginebra- los campos de prisioneros de la Segunda Guerra Mundial o de la de Vietnam, a modo de ejemplo.
Estados Unidos, autoproclamado guardián de la democracia occidental, abre cada día más centros de detención para los migrantes en las cuales se encuentran cientos de niños a los que no se les proporciona elementos de higiene de ningún tipo y han dejado de bañarse en semanas.
Se les han dejado de proporcionar jabón y pasta dental y apenas si pueden compartir cepillos y peines para piojos, según los informes oficiales que se hicieron públicos hace pocos días y conmocionaron la opinión pública. Especialmente en momentos en que las autoridades estadounidenses discuten trasladar a los niños -sin sus familias- desde los desbordados centros de detención a los antiguos campos de concentración como Fort Still, donde estuvieron internadas personas de ascendencia japonesa durante y después de la Segunda Guerra Mundial, uno de los símbolos más ocultos de la violencia del siglo XX en esta parte del mundo.
Más allá de la gravedad de la mugre acumulada en esos campos de reclusión forzosos, el problema central es la aparición de las enfermedades concomitantes de la pobreza con la suciedad extrema –hongos, carcinomas de todo tipos y gravedad, sarna, dermatitis herpetiformes, sarcomas espinocelular entre una cincuentena más-.
A ellas se suman enfermedades de la piel, infecciones de las vías respiratorias inferiores, enfermedades coronaria, diarreicas, VIH/Sida, apoplejía y otras enfermedades cerebrovasculares, pulmonares obstructivas, trastornos neonatales, malaria, prematuridad y bajo peso, tuberculosis, Pénfigo, Carcinoma basocelular (Basalioma), etcétera. Y los responsables de la guarda de los migrantes no se preocupan demasiado.
También se suma la falta de agua, el tratamiento de las excretas y de los residuos sólidos y orgánicos que favorecen la creación de un círculo vicioso potenciado por la aparición de ratas y todo tipo de alimañas que se multiplican cada 21 días, el tiempo de gestación de los ratones cola larga.
Este fantasmagórico, trágico e irregular movimiento migratorio que protagoniza nuestro continente transforma el mapa geopolítico. Tanto como le sucede a la Unión Europea ante la presión demográfica de Asia y África, producto del hambre, de la guerra y de las conflagraciones de religiosas de Asia Central.
Nuestra mirada se detiene en nuestro continente. Más allá de las difíciles condiciones que enfrenta la región integrada por Guatemala, Honduras, El Salvador y México, en cuanto a la problemática de la movilidad de cientos de miles de personas para internarse de alguna forma al territorio de los Estados Unidos en busca de un futuro mejor aunque en ello se vaya la vida.
Los guardias nacionales norteamericanos, en los campos de refugiados, tienen orden de matar a todos aquellos que se atreven a reclamar por las condiciones de vida. Orden que también han recibido los milicianos irregulares que patrullan las fronteras asesinando a los migrantes que han logrado cruzar los cercos. Matanzas que, siendo contrarias a la legislación penal, permiten recibir cuantiosas recompensas por la “caza” de seres humanos.
El gesto es aplaudido por los republicanos y por organizaciones parapoliciales y paramilitares como la Asociación Nacional del Rifle, el KKK y otras organizaciones de supremacistas blancos que, según el Southern Poverty Law Center (SPLC) -observatorio de referencia sobre las violaciones del extremismo blanco- superan el número de dos mil. Todas, con claros fines segregacionistas, a cuyas víctimas el SPLC les ofrece, en la medida de lo posible, asistencia jurídica y material, aun cuando los extremistas, que reciben un indisimulado apoyo de la Casa Blanca, atacan las casas-refugios de esta organización humanitaria.
La prensa española ha denunciado que la Sala Oval transformó a Richard Spencer en la nueva cara de los supremacistas blancos. El padre del concepto de alt right o derecha alternativa -en auge en EEUU- es un “racista académico” que trata de revestir de argumentos intelectuales el separatismo blanco, según el SPLC. “Por supuesto que vamos a volver a Charlottesville”, dijo Spencer. Y agregó: “No podemos permitir que funcionarios corruptos supriman la libertad de expresión”.
En Virginia también hicieron acto de presencia otros grupos supremacistas, como Vanguard America, del que forma parte Alex Fields, el hombre de 20 años que arrolló intencionadamente a los antirracistas el 12 de agosto de 2017 y que fue premiado con la libertad.
El grupo afirmó que “se opone al multiculturalismo y cree que (Estados unidos de) América es una nación exclusivamente blanca”. Antes del ataque, Fields participó en una protesta con el escudo de la organización que muestra una estilización de la cruz esvástica.
El Partido Nazi estadounidense calificó la victoria de Trump como el “despertar de la gente blanca”. Una de sus figuras emergentes es Andrew Anglin, nacido en 1984 y fundador de la web Daily Stormer, cuyo nombre proviene de una hoja propagandística nazi. Anglin dijo que, si Trump ganaba las elecciones, “judíos, negros y lesbianas” se marcharían de EEUU.
En América Latina la ultraderecha avanza. La Justicia Electoral argentina autorizó participar en las elecciones presidenciales a un partido declaradamente neonazi, cuyas figuras formaron el Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores que trocó su nombre por el de Partido Nuevo Triunfo.
La Justicia, por entonces, les negó la personería por entender que fomentaba posturas nazis y antisemitas.
Hoy, con otro nombre pero bajo las mismas consignas y banderas, se presentan con candidatos presidenciales y a gobernadores. ¿Quienes autorizaron tamaño desatino serán responsables de los actos -que agraviarán la democracia- de los militantes de esa fuerza política?