Por Jorge Ossona (*)
La provincia siempre fue el escenario de fenómenos de gran incidencia nacional. Los sucesos del 29 de mayo de 1969 se inscriben en esa línea aunque ajustada a la particular relevancia de Córdoba en esa coyuntura histórica.
Córdoba concentraba, como desde los tiempos coloniales, un numeroso núcleo estudiantil procedente de otras provincias. También aglutinaba el corazón de la “aristocracia obrera” surgida del crecimiento desarrollista a raíz de la radicación de grandes terminales automotrices. La explosión de Córdoba fue el capítulo final de una serie de movimientos de resistencia en contra del gobierno del general Juan Carlos Ongania comenzados un año antes; aunque su punto de partida fue la intervención de la universidad pública en 1966 y la fractura de un gremialismo jaqueado por la puja entre “participacionistas” y “clasistas revolucionarios”.
El episodio develó una marea subterránea cuya detonación rápidamente se habría de diseminar como un reguero de pólvora por todo el país. Se los denomino “puebladas”: microinsurrecciones conjuntas de obreros, estudiantes, profesionales, comerciantes y vecinos en contra del férreo -aunque también hueco- armazón burocrático autoritario de la autodenominada “Revolución Argentina”. Una de las corrientes de fondo fue la sorda rebelión de las nuevas clases medias contra el sorprendente moralismo ultramontano impuesto por las nuevas autoridades desde 1966.
La reacción de inspiración clerical apuntaba a la revolución cultural que desde la década anterior se estaba propagando en todo Occidente, que desembarco en estas playas como un efecto inevitable de la modernización económica. Su principal emergente fueron los jóvenes rebeldes. Desde los desbordados campus universitarios norteamericanos desafiaban su reclutamiento para ir a combatir al lejano y ajeno Vietnam. Sus pares franceses hicieron lo propio desde la Sorbona durante las inolvidables jornadas de mayo de 1968.
Un mundo plural y policromático de rock, música psicodélica inspirada por el cannabis o LSD, de píldoras anticonceptivas y sexo libre, de minifaldas y bikinis, que ingresaba provocativo en cada hogar desde las universalizadas pantallas televisivas convertidas en ventanas al mundo. Y, por sobre todas las cosas, de un contestatarismo generacional que invertía la secuencialidad clásica de la sociedad burguesa entre jóvenes y adultos.
Mientras tanto, la “Revolución Argentina” insistía en su cruzada moralizadora de ribetes desopilantes, como las razzias del comisario Luis Margaride en boites, whiskerías y hoteles alojamiento para denunciar a maridos y esposas infieles. Su jefe, a su vez, planificaba prospectivamente “tiempos” y etapas en cuyo trascurso se habría de sustanciar el “cambio de estructuras” del despegue argentino. Una clarividencia cultivada por sacerdotes cursillistas, nutrida por los saberes de los tecnócratas que habrían de disipar las dudas de los grandes inversores internacionales para motorizar el “big push” argentino que dejara atrás para siempre la inflación, el déficit fiscal, la volatilidad cambiaria y un crecimiento espasmódico.
Un proceso más antiguo empalmaba con el Cordobazo: la caducidad de los valores de la democracia liberal. Desde la caída de Perón, las maniobras proscriptivas y la ritualidad hueca de resultados electorales consumados de antemano sepultaron definitivamente los ideales de la Ley Sáenz Peña. Al cabo, una paradojal coincidencia entre el régimen y una sociedad que durante los años siguientes habría de reeditar el ejemplo cordobés en todo el territorio nacional. No se demandaba “democracia” sino “revolución”; o, en todo caso, una democracia igualitarista superadora de las perimidas y engañosas formas republicanas.
La resistencia continuó diseminándose hasta en los lugares menos pensados, como la iglesia Católica con sus curas del Tercer Mundo; y el propio Ejército a raíz del brote de nacionalismo neopopulista incubado en los cuadros intermedios. Ambos fenómenos, por lo demás, bien perceptibles en la propia zaga del Cordobazo, como lo testimonió el jefe del Tercer Cuerpo, general Eleodoro Sánchez Lahoz, encargado de la final represión militar ante el desborde de las fuerzas policiales, quien confesó sentirse John Whitelocke en medio de la segunda invasión inglesa y de su remiso subordinado de la infantería, el coronel Jorge Raúl Carcagno, luego promovido a interventor provincial.
El Cordobazo fue el comienzo del fin del experimento que ensayó por vías autoritarias resolver los dilemas abiertos en 1955. La apertura política ulterior no hizo más que confirmar los mayoritarios sueños y utopías de redención: de un lado, las huestes clandestinas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y de Montoneros, sembrando el país de “justicia revolucionaria”; y del otro, a quien resulto el paradojal heredero de esos juveniles años, el casi octogenario general exiliado desde 1955. Tras su muerte, el faccionalismo político cultivado durante medio siglo se redujo a su versión más primitiva: el exterminio clandestino del “enemigo”. Y el país se internó en la noche de una nueva dictadura regeneradora que esta vez fue mucho más allá de medir faldas y rasurar melenas.