Por Silverio E. Escudero
Incredulidad, fe, descreimiento y entusiasmos permeables a la generosidad de la billetera del candidato son algunas cualidades centrales de todas las campañas electorales que se suceden en el mundo. Fueron, también, las primeras impresiones que recibieron los observadores en las campañas electorales europeas, cuyos votantes concurrieron a las urnas la pasada semana para elegir a sus representantes ante el Parlamento europeo. Sesenta y cinco por ciento del padrón -según expertos independientes- no sabía que había que votar.
Por momentos se presentó el comicio como la madre de todas las batallas. Los analistas y cronistas –según sus alineamientos políticos- cavaron sus trincheras. Nadie fue ni será indiferente frente a lo que se viene. Europa pretendió votar en defensa propia. Nadie puede asegurar que lo logro.
La desastrosa decisión de David Camerón de llamar a un referéndum sobre la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea “sin costos” fue el comienzo del fin. Luego, llego la desastrosa gestión de la primera ministra, Theresa May, quien fracaso en sus intentos de lograr una retirada ordenada. Nunca hay que creer demasiado en la fe de los conversos. Sus discursos en pro de la continuidad británica en la unión eran antológicos. De pronto fue abanderada de los separatistas y un abismo se abrió ante sí.
El anuncio del retiro definitivo de Angela Merkel, la política de mayor envergadura de Alemania, quien condujo con mano férrea las reiteradas crisis de la Europa Comunitaria, conmovió todas las estructuras. Junto, por cierto, a la la impericia de Emmanuel Macron para enfrentar el ejercicio revolucionario en cuotas que significan las marchas de “los chalecos amarillos” que cada sábado cuestionan en su totalidad al Estado francés. Mientras –a izquierda y a derecha- surgen nuevas “extrañas” organizaciones políticas que no reconocen pertenencia a grupos políticos mientras que los filo neonazi cuestionan a Marine Le Pen, a la que juzgan “de tibia y reaseguro del sistema del sistema represivo del capitalismo.”
Europa olvidó la tragedia de la guerra. Desde 1945, gracias al Estado de Bienestar, olvidó que fue campo de batalla de la mayor guerra que recuerda la historia. La que comenzó en Sarajevo, en 1914 y concluyó con el suicidio de Hitler en 1945. Olvidó los ríos de sangre y las penurias de la reconstrucción.
Ésos son los valores que la humanidad debería –en pleno- recordar, para evitar la guerra que se asoma. La guerra de las religiones, las guerras raciales. La caída del viejo continente en manos del Islam, que promete pasar a degüello a millones de infieles. Como ha quedado patentizado en la guerra de los Balcanes, que periódicamente se ensangrientan persiguiendo venganzas que tienen como origen rencores y desencuentros provocados en la Edad Media. Grietas que tornaron insalvables las religiones como promotores de las mayores matanzas de las que se tenga memoria.
El resultado de las elecciones del Parlamento europeo y la distribución de las bancas avisan que no se debe bajar la guardia. Es una imbecilidad manifiesta suponer que han desaparecido las hipótesis de conflictos. La historia de la humanidad está jalonada de guerras que nadie previó, que nadie pensó.
Por esa razón hay que poner mayor atención en los temas de seguridad y defensa. Temas por demás sensibles que –a pesar de estar en pleno parto el Nuevo Ejército Europeo- no deben ser asunto exclusivo de los militares. La sociedad civil debe interesarse en estos asuntos. La mayoría de las naciones de Europa central estudia con atención los aspectos militares del Ejército Argentino y las severas medidas que dictó el presidente Raúl Ricardo Alfonsín, cuando enjuició a las Juntas Militares.
Europa, en el Parlamento Europeo, debatirá el futuro del continente. No hay tiempo para descansos. Dejemos de lado lo anecdótico de las campañas electorales puesto que tenemos que ser laboriosos en la construcción del tiempo por venir olvidando el esperpento de las tragedias de ayer y de hoy.
Quizás, para pensar mejor la Europa que se viene, deberíamos releer La rebelión en la granja. Porque es lo más parecido a la comunidad europea, en términos coloquiales. Es, pese a la mala cara que muestra la ortodoxia, una comunidad de vecinos cuidadosamente estratificada. Están ejemplificados los habitantes del área principal, siempre dominantes, y luego los de pisos más altos y con menos recursos. También los incrustados, los de viviendas a medio construir que transcurren sus días en medio de enormes y complejos avatares económicos y domésticos.
Unos pagan los servicios comunitarios de buen grado porque hacen uso excesivo de ellos porque juegan un rol preponderante en su bienestar doméstico. Otros, como siempre ocurre en las casas de vecindad, protestan mientras se afanan por quedarse con todo lo que está a su alcance, aunque se quejen de la escalera.
Ahí están, por ejemplo, los países del este europeo, que reciben las ayudas con gesto de desdén, como tronados caballeros sin fortuna, pero que se cuidan muy mucho de no romper las reglas del juego comunitarias.
También integran ese grupo las naciones fronterizas con Rusia o que fueron remanentes del Pacto de Varsovia que favorecen el resurgimiento de las formaciones de ultraderecha y, a la hora de las sanciones comunitarias –al decir de nuestro Almafuerte- “muestran la cobarde intrepidez del pavo/que amaina su plumaje al menor ruido”.
Todos, en tanto, han olvidado la historia. Que la Unión Europea nació como una sociedad comercial con el objeto de reconstruir la Europa de posguerra. Una respuesta acordada para detener las imposiciones de Estados Unidos que conllevaba el Plan Marshall.
Todo indica que, ahora, Europa se encuentra ante una verdadera encrucijada. Los planes de ampliación geográfica hacia el este no resultaron tan felices como se los soñaba. Ambos mundos guardaban en lo más profundo antiguos odios que afloraron a poco de andar. Y, en el medio, los ortodoxos rusos, llamando a la guerra contra los infieles y “romanos”.
“Como todo círculo de empresarios empezó en club privado, y la fuerza de las cosas, y de los mercados, los hizo avanzar hacia la comunidad de vecinos que ahora existe. Ya nadie se acuerda de la bola negra que introducía De Gaulle al ingreso de Gran Bretaña en la sociedad. No le hizo falta que apareciera Margaret Thatcher exigiendo que se le devolvieran las cuotas para saber que se trataba de un vecino poco habituado a la vecindad comunitaria: una isla donde las clases asentadas vivían en casas unifamiliares con jardín, escribe sobre caliente estos días, el siempre agudo Sergio Moran, para, a continuidad, anotar: “España entró en 1986 con el doble compromiso de la revalidación de la OTAN, tras un referéndum traumático para la izquierda, la misma que había llevado a Felipe González a la victoria absoluta en octubre de 1982, y con una política económica tan dura como errática en la que se pagaron viejas cuentas y se concedieron nuevos privilegios. Pero el balance fue positivo hasta que llegó la crisis del nuevo siglo y saltaron las costuras prendidas con alfileres. Aunque la cuenta de resultados no salió airosa, nadie puede negar -basta referirse al derroche de los fondos Feder de la Unión Europea- que los beneficiados no osaron quejarse. Una investigación sobre las inversiones de los Feder derrumbaría nuestra convivencia vecinal. ¡Cuánto trilero, cuánta estafa, cuánta jeta autonómica!”
Los tiempos y los limites comarcales han concluidos. Su Majestad el diagramador, tijera en mano nos espera por haber transgredido sus reglas. Europa nos apasiona. Volveremos sobre ella la próxima semana, antes, por cierto, de que se arroje al abismo.