Por Silverio E. Escudero
Vivimos tiempos aciagos y el valor de los derechos humanos se deprecia a cada instante. Los gobiernos ultranacionalistas y de corte autoritario que surgen en el escenario internacional han socavado los derechos fundantes de las sociedades modernas y llaman al exterminio del género humano.
El retroceso -decíamos- es notable. Las fronteras se cierran a la cooperación internacional y aparecen clausuradas para que observadores de Naciones Unidas e investigadores de organizaciones humanitarias independientes puedan hacerse eco de las condiciones infrahumanas en la que desarrollan su vida miles, millones de seres humanos.
Observadores, voluntarios y expertos que se han visto compelidos a cancelar sus misiones y, cientos de ellos, no sólo son amenazados con la expulsión -que sería un drama de menor cuantía- sino que han dado con sus huesos en cárceles y campos de concentración sometidos a todo tipo de suplicios.
Esta vez pasaremos revista a los casos más notables de violaciones de los derechos humanos. Volveremos a ocuparnos del tema a medida que los corresponsables de El Balcón proporcionen información veraz y que sea factible corroborar sus dichos mediante la consulta de fuentes independientes.
La primera denuncia atrae nuestra atención a una realidad cercana. Es la suerte que ha corrido un grupo de voluntarios que llegó a la frontera sur de Venezuela portando tres toneladas de alimentos y ropa para mujeres y niños. Intempestivamente, violando el espacio soberano de Brasil, fueron secuestrados y torturados durante siete días para luego ser abandonados en medio de la selva.
Esta columna agradece la solidaridad de los miembros de la Conferencia Latinoamericana de Bibliotecas Populares y Barriales de Venezuela que, a pesar de su propia tragedia -ver miles de libros ardiendo y cómo se destruyen cientos de bibliotecas y escuelas en nombre de una pseudorrevolución- tuvieron tiempo para cuidar de nuestros hermanos en desgracia hasta ponerlos a salvo en la frontera con Guyana.
La denuncia se tramita ante organismos internacionales a pesar de la “resistencia de valientes combatientes bolivarianos” que ocupan, alertas y vigilantes, cómodos puestos de combate -siempre a cubierto- en la más lejana de las retaguardias.
Es tiempo de traer también a debate la actitud del gobierno de Filipinas que -con la protección de Estados Unidos- ha renovado el ataque contra Victoria Tauli-Corpuz, relatora especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, última valla que no ha podido quebrar el gobierno de Rodrigo Duterte. Gobierno fraudulento que postergó por tercera vez el anuncio de los resultados de las elecciones de medio término celebradas el pasado 13 de mayo.
Es menester retomar el relato central de este informe. El jefe de Estado Mayor Adjunto para Operaciones Cívico-Militares de ese país, el general de brigada Antonio Parlade, dijo a la prensa que las Naciones Unidas habían sido infiltradas por el Partido Comunista de Filipinas por intermedio de Tauli-Corpuz.
Así, las nuevas acusaciones contra Tauli-Corpuz que habrían incluido intentos de secuestros y abusos sexuales, tratan de acallar los ecos de su eficaz labor en “defensa de los derechos humanos de los pueblos indígenas en todo el mundo y en Filipinas”, tal como lo dijo un grupo de expertos de la ONU sobre el ataque contra la relatora especial.
A partir de la elección de Donald Trump, la cuestión de los derechos humanos en el mundo occidental se transformó en una preocupación central para las organizaciones humanitarias. Forzó el surgimiento de nuevas alianzas y exigió el nacimiento de nuevos frentes antibélicos con la intención de tejer una red de resistencia civil permanente ante tanta prepotencia armada.
Estados Unidos reafirmó el uso, en los interrogatorios, de golpes, tormentos y torturas. Decisión que alcanzó a todas las cárceles, en especial a las de máxima seguridad y a los centros de detención (campos de concentración), donde se alberga a miles de indocumentados y en las cárceles clandestinas que Washington tiene distribuidas por el mundo.
Gesto, por cierto, que tiene tristes precedentes a lo largo de la historia de la humanidad. Quizás porque la violencia está profundamente enraizada en la naturaleza del ser humano desde los comienzos de la humanidad, cuando las hordas disputaban espacios vitales o se desentendían de los viejos y enfermos para continuar su batalla por la subsistencia en un medio hostil.
La hostilidad en la que el Estado tiene un rol preponderante es algo que ha denunciado Anna-Karin Holmlund, defensora sénior de la ONU en Amnistía Internacional, cuando le dijo a Inter Press Service (IPS): “Hemos presenciado varios ataques personales profundamente preocupantes por parte de los Estados miembros de la ONU contra expertos independientes, incluidos ataques personales, amenazas de enjuiciamiento, agitación pública y violencia física en el último año”.
En ocasiones, señaló, esos ataques fueron realizados por alguno de los 47 Estados miembros del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que tienen la obligación expresa de mantener los estándares más altos en la promoción y protección de los derechos humanos.
“Tales ataques son parte de una tendencia inquietante de achicar cada vez más el espacio para el trabajo de derechos humanos en muchos lugares del mundo”, declaró Holmlund.
Ésa es la tarea compleja que ha emprendido la ex presidente de Chile, Michelle Bachelet, alta comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (Acnush), luchando a brazo partido con todas y cada una de las naciones que regatean los permisos para que se inspeccionen sus cárceles y prisiones. Como batallar contra Estados como Burundi, que hace escasos días clausuró la Oficina de Derechos Humanos de la ONU.
La medida arbitraria fue tomada por el presidente Pierre Nkurunziza y jefe del Consejo Nacional de las fuerzas democráticas de defensa de la democracia (CNDD-FDD), cuyo gobierno está acusado de restringir el derecho a la libertad de expresión y de reunión.
Las fuerzas de seguridad y bandas parapoliciales y/o paramilitares, entre otros actores clandestinos, llevan a cabo homicidios ilegítimos, desapariciones forzadas de personas, secuestros, tortura, violaciones y otros malos tratos, además de detenciones y reclusión arbitraria. Además de no hacer lo necesario para contrarrestar una epidemia de malaria que, entre enero y mediados de noviembre de 2018, afectó a 6,89 millones de personas.
Nkurunziza cerró fronteras a la ayuda internacional y rechazó toneladas de medicamentos y alimentos fletados por la Cruz Roja, la Media Luna Roja y la Estrella de David Roja, bajo una insignia única y universal que será conocida por todo el mundo como Cristal Rojo.
El último caso que pondremos en consideración esta vez es la situación por la que atraviesa la República de Myanmar (ex Birmania), cuyo gobierno prohibió el ingreso del relator especial que pretendía investigar el estado de los refugiados rohingyas, una minoría musulmana que ha sido reconocidos por la ONU como un pueblo “Sin Estado” y, virtualmente “sin amigos” entre la comunidad de las naciones asiáticas.
Los rohingyas han sufrido décadas de persecuciones en Myanmar, donde la religión mayoritaria es el budismo.
En ese país no son considerados ciudadanos ni tienen reconocimiento como grupo étnico. Y el origen de este pueblo sigue siendo extensamente debatido.
Mientras afirman que son indígenas del estado de Rakhine descendientes de árabes, el Estado asegura que son migrantes musulmanes originarios de Bangladesh y llegaron a Myanmar durante la ocupación británica.
Desde 1948, cuando se independizó el país, han sido víctimas de tortura, negligencia y represión. Se les prohíbe casarse o viajar sin permiso de las autoridades y no tienen derecho a poseer tierras ni propiedades.
Tiempo atrás la comisión de Naciones Unidas sobre el estado de Rakhine -donde se concentran la mayoría del millón de rohingyas que viven en Myanmar- pidió en su informe final que el gobierno extienda la ciudadanía a los musulmanes y les garantice la libertad de movimiento. ¿Será posible?