Por José Emilio Ortega y Santiago Espósito (*)
Nuestro tiempo parece no acomodarse aún al espacio histórico. Se reiteran rótulos que lo enuncian como distinto a lo que fue, pero no del todo.
Sobresale la utilización de un prefijo: -pos, con pretensión de otorgar un significado renovado -pero transitorio- a conceptos conocidos -y amplios-, como “modernidad” o “verdad”.
No se trata de alcanzar la etapa siguiente sino de atravesar un estadio de confusión. Las dimensiones son volubles, las categorías, lábiles. Y los referentes fungibles rápidamente. Las instituciones que median la sociedad y hacen posible la vigencia de creencias o convicciones compartidas de un sentido de pertenencia e identidad se encuentran muy debilitadas.
Nuestra era, la “digital”, es el resultado de la confluencia de las telecomunicaciones y los sistemas de información. Su principal consecuencia es que ha facilitado y acelerado el acceso a la información. Consumimos novedades de manera constante. El receptor de una noticia puede transformarse en su inmediato emisor, lo que genera una cadena de distribución que determina que esa novedad adquiera un alto grado de credibilidad.
La posibilidad multiplicadora -reenviar, compartir o retuitear- tanto como la posibilidad de editar, genera un escenario complejo, caracterizado como “red”. Y ésta, por su impacto, adquiere la categoría de “social”. Estas tramas, en las que pivotean empresas globales de alta sofisticación tecnológica y capacidad económica, se convirtieron en motores principales de las formas de comunicación del siglo XXI.
En Argentina, según una encuesta de Eugenia Mitchelstein y Pablo Boczkowski, dos tercios de las personas -porcentaje que aumenta a 73% entre los jóvenes de 18 a 29 años- admiten leer noticias mientras navegan en las redes sociales. Como consecuencia, los medios tradicionales han perdido el monopolio de la distribución de las noticias.
Los algoritmos de los buscadores de las redes sociales no son neutrales, ya que trabajan sobre búsquedas anteriores personalizadas con base en preferencias previas, lo que genera un fenómeno denominado “burbuja cognitiva” que tiende a reafirmar creencias.
Surge un caldo de cultivo favorable para las noticias falsas (fake news por su nombre en inglés). Aunque noticias falsas hubo siempre en la historia de la humanidad.
La novedad radica en la facilidad con la cual ahora penetran en la sociedad de la mano de las tecnologías de la información y su carácter masivo.
Auténticas fabricaciones sociales, construidas sobre jirones de realidad y bases emocionales, se focalizan en segmentos de la sociedad que están dispuestos a aceptarlas.
Impactan en diversos ámbitos, desde el social -en India 5 hombres fueron
linchados y asesinados por haber sido acusados de traficar niños en un video falso que circuló por WhastApp-; pasando por el comercial -para vender productos- y llegando al político -la incidencia en el brexit, el triunfo de Trump en EEUU y la reciente elección de Bolsonaro en Brasil son ejemplos válidos-.
Argentina no está al margen y la alarma por un año electoral plagado de noticias falsas se encendió a fin del año pasado con una supuesta encuesta de una consultora privada que daba ganador de las presidenciales a Mauricio Macri que fue difundida por numerosos medios de comunicación.
En la política de estos días, el relato tradicional de carga ideológica, que servía de base y lo fundaba, ha desaparecido. Los datos y su verificabilidad fueron sustituidos por fragmentos útiles para polarizar el espacio político.
El nuevo relato está construido sobre el discurso corto, efectivo y emocional, como el de Twitter, que interpela a un ciudadano ya descreído de las instituciones.
Para los regímenes autoritarios, el control sobre Internet se convirtió en una política de Estado. Cuba y China, por ejemplo, contrarrestan los posibles efectos mediante censura y bloqueos. Las amenazas ya no provienen de ataques militares extranjeros sino de movilizaciones de la ciudadanía.
China tomó la iniciativa con la puesta en marcha del “Gran Cortafuegos” que bloquea contenidos y remueve sitios web de los motores de búsqueda, entre otras funciones, que se ha convertido en un modelo exportable.
Las nuevas tecnologías son un elemento intrínseco del progreso pero también presentan ciertos peligros. Se debate seriamente sobre si esta utilización de la Internet contribuye a democratizar y universalizar su acceso. En paralelo, los grandes medios de comunicación llevan adelante un combate contra intermediarios de la red, como Facebook o Google, de resultado incierto: aunque un sector gane, millones seguiremos perdiendo.
Si Internet es un espejo con vida propia, esta utilización traslada inequívocamente a su seno las brechas sociales al mismo tiempo que las acentúa. La emoción supera la razón y la verdad se relativiza; surge el prefijo “pos” que configura neologismos como posverdad y pospolitica, intento de tratar de referir o denotar nuevos comportamientos. Tomar medidas dependerá del tipo de límites que se puedan establecer y del consenso global sobre ellos. Sin embargo, las noticias falsas son sólo un síntoma de un problema mayor: las nuevas formas de ciudadanía, el desconcierto y la fragmentación social, la crisis de las instituciones y la falta de liderazgos.
Desafíos aún pendientes en los albores del siglo XXI.
(*) Docentes, UNC