Sus logros como líder político han disimulado el carácter polémico de algunas medidas de su presidencia
Por Luis R. Carranza Torres
El 6 de noviembre de 1860, Abe Lincoln fue electo 16º presidente de Estados Unidos, un país cuyos Estados nunca como entonces habían estado tan desunidos.
Era más abogado que político, pero no un letrado de cualquier clase sino que integraba una categoría muy particular: la de aquellos que militaban desde el derecho.
Su único antecedente político, antes de presidente, era haber sido miembro de la Cámara de Representantes -diputado para nosotros-, por el séptimo distrito de Illinois, entre marzo de 1847 y marzo de 1849.
Era una historia no exenta de traspiés. En 1854, cuando el Partido Whig se desintegró, Lincoln se contó entre uno de los fundadores del Partido Republicano en su Estado de Illinois. Fue nominado a la vicepresidencia en la primera Convención Nacional del partido, reunida en junio de 1856 en Filadelfia, pero perdió con John C. Frémont.
No fue la única mordida de suelo en materia de candidaturas. En 1858 disputó una banca en el Senado de Illinois al demócrata Stephen A. Douglas, abogando entre otros temas por la abolición de la esclavitud, pero terminó perdiendo la elección.
Claro defensor de la emancipación de los esclavos, había arrasado en los Estados del norte y sido poco votado en los del sur.
Fue una campaña a pedir de boca, con sus rivales del Partido Demócrata divididos y presentando dos candidatos, uno del norte y otro del sur, más una cuarta candidatura por el partido Unión Constitucional, que distribuyó aún más al electorado y logró que se consagrara victorioso con sólo 39,82% de los votos. De hecho, los tres opositores a Lincoln sumaban casi tres millones de votos contra los menos de dos millones suyos; pero por esas cuestiones del reparto de electores, en el Colegio Electoral Lincoln tenía 180 Grandes Electores contra 123 que sumaban sus opositores.
Después de sufrir un atentado contra su vida y entrar en la capital a las escondidas para asumir el cargo, Abraham Lincoln les advirtió a los estados del sur, en su discurso inaugural: “En sus manos, mis insatisfechos compañeros paisanos, y no en las mías, está el hecho trascendental de la guerra civil. El gobierno no les invadirá… Ustedes no tienen ningún juramento registrado en cielo para destruir el gobierno, mientras que yo tendré el más solemne juramento para preservarlo, protegerlo y defenderlo”.
Nada en la Constitución del país se decía sobre el derecho de secesión de los Estados de la Unión. Lincoln pensaba que era ilegal, que se equiparaba a la traición y estaba dispuesto a utilizar la fuerza para defender su postura. Los sureños entendían, al contrario, que claramente podían hacerlo y lo veían como una suerte de dictador. Varios Estados del sur votaron en sus legislaturas por dejar de ser parte de Estados Unidos por causa de Abe y formaron la Confederación de Estados de América. Siguieron a ello unos cañonazos que las baterías confederadas dispararon contra del Fuerte Sumter forzando su rendición, y la guerra civil dio inicio.
Durante el conflicto, Lincoln recibió del Congreso o, en otros casos, directamente se apropió de poderes que ningún presidente anterior había ejercido; manejó fondos sin control del parlamento y, en una de sus medidas más discutibles, suspendió el hábeas corpus.
Como buen creador de argucias judiciales, fruto de sus años de prairie lawyer, literalmente “abogado de pradera”, cuando ejercía como abogado defensor del tribunal ambulante que administraba justicia rotativamente en las cabeceras de condado del estado de Illinois que no tenían tribunal permanente, “El buen Abe”, como le decían sus partidarios, autorizó a los comandantes militares a suspender el recurso de hábeas corpus en el territorio entre Washington DC y Filadelfia. Luego extendió ese límite geográfico hasta la ciudad de Nueva York.
Lo que implicaba en realidad la medida, al sustraer de todo control de legalidad las detenciones, era poder apresar a quien se quisiera, sin necesidad de expresar causa y por el tiempo que le viniera en gana.
Como era de preverse, de tal ilegalidad se hizo, más que uso, directamente abuso. En la ciudad de Baltimore, por ejemplo, se detuvo hasta a los jueces y la policía, encargándose del orden y la administración de la justicia oficiales militares.
Es en tal sitio que el juez federal de distrito William Fell Giles emitió un recurso de hábeas corpus a favor de uno de los detenidos, John Merryman, el que fue rechazado por el jefe a cargo en el Fort McHenry, el mayor W.W. Morris.
Los abogados del detenido apelaron y a inicios de junio de 1861, el presidente del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Roger Taney, desempeñándose como magistrado para el Tribunal de Circuito de Estados Unidos para Maryland, dictaminó que el artículo I, sección 9, de la Constitución de Estados Unidos reservaba al Congreso el poder de suspender el hábeas corpus y por lo tanto la derogación del presidente no era válida.
A la falta de resultados de la guerra por la tropas de la Unión, Abe sumaba un importante revés judicial. Era hora de sacar a relucir las uñas de guitarrero procesal, adquiridas en los juicios rurales de Illinois. Y eso fue precisamente lo que hizo.