“Con la prima y la segunda mi copla supo bordar, la tercera tiene piernas y aguanta por no llorar. La cuarta es romanticona, ¡siempre le gusta soñar! es perezosa y dulzona como flor del naranjal.
La quinta es una tranquera que naides supo engrasar, se siente sola en el campo y es honda su soledad. La sexta es cuerda machaza, que nació para mandar, ella entabla la tropilla ¡y naides la hace callar!”
Por Carlos Ighina (*)
Así nos describe Atahualpa Yupanqui las cuerdas de la guitarra, explicándonos ese mundo sonoro que nos acompañó desde siempre.
El pulso, que es el que registra los ritmos del corazón, determina los acordes que resuenan en la caja. No podemos olvidar nuestros anocheceres de niños cuando tratábamos de no perder detalle de los movimientos de los dedos del criollo que ocasionalmente nos regalaba su caudal de melodías.
Preguntábamos por las intimidades de la guitarra, por las clavijas, cuyo ajuste era siempre un preámbulo inevitable; por los trastes, presencias en el mástil del instrumento designadas de manera equívoca para nuestras entendederas; por la boca, cueva misteriosa que asociábamos con la salamanca; por las cuerdas dispuestas en órdenes, confundiéndonos en las disquisiciones entre las primas y la bordona; por el puente, al que nos preocupábamos en vincular con aquellos otros de su nombre que cruzaban las orillas de los arroyos; por la madera, que suponíamos especial, como bendecida.
Sin embargo, lo que nos subyugaba era la forma, la sinuosidad de su silueta, sus atisbos de mujer, su pasividad para dejarse abrazar, su reacción de suspiros ante las caricias de las yemas de los dedos.
Nos preguntamos muchas veces sobre los orígenes de la guitarra y nos hundimos en la infinitud del misterio, nos hablaron de árabes y griegos, y finalmente nos dijeron que fueron los españoles quienes la trajeron a estas tierras y que antes le llamaban “vihuela”. Allí fue cuando entendimos mejor los primeros versos del Martín Fierro.
Es presumible que la guitarra llegara a Córdoba portada por uno o más de uno, de las decenas de andaluces que secundaron a Jerónimo Luis de Cabrera, pues para esa época (siglo XVI), su difusión en Sevilla y otros pueblos de antiguo abolengo morisco está probada.
La guitarra siempre tuvo el sí fácil para todos cuantos quisieran deslizar sus sueños por sobre sus cuerdas. Los viejos barrios de Córdoba tuvieron sus famosos ciegos guitarreros, infaltables en las juntadas vecinales. No pocos afro-descendientes la hacían vibrar en los trances festivos de los corsos populares
Se adaptó a las posibilidades de todos. Los zurdos modificaron las cuerdas y no se privaron de su canto. Atahualpa Yupanqui fue uno de ellos. Arrimada a las rejas, en tiempos de serenatas, a través de la sutileza de sus sones, pudo gozar del privilegio de envolver a la enamorada en su propia alcoba.
Si habrán animado guitarreadas serenateras el “cieguito” Herrera, el “chueco” Jorge, don Cristino Tapia, Onías Aguirre, el “Cabeza Colorada” o el “zurdo” Vicente. Luego, decenios mediante, “Luisito” Amaya y “Lalo” Homer. Y aún hoy lo estarán haciendo Horacio Burgos y Facundo Cámpora, continuadores de una estirpe de refinados sentimientos. Estilista de concierto es también Roberto del Lazo, hijo de Pueblo Nuevo, pero con flujo árabe en las venas, de genuinos logros más allá del Atlántico.
Edmundo Heredia ha recordado a Alejandrino Merlo, desde las instancias de una niñez añorada: “Don Alejandrino era concertista de guitarra. Cuidaba su instrumento como a la niña de sus ojos, al decir de mi padre, su amigo. Con alguna frecuencia pasaba unos días en nuestra casa de Argüello, siempre vestido de riguroso traje oscuro, camisa blanca y corbata; me parece que entonces un concertista de guitarra no podía vestir de otra manera”.
Y así era, así vestían los concertistas y profesores de guitarra, los que viajaban en los vagones de primera del ferrocarril y los que trataban de proteger a su amada de los barquinazos de carros y colectivos pioneros que desafiaban el polvo de los caminos.
“Cuando llegaba y golpeaba las manos, ya en el jardín –sigue Heredia- se nos presentaba sin la guitarra. Mi padre hacía la parodia y le preguntaba, extrañado: ¿Y la guitarra? Él contestaba que se la había olvidado, que estaba en reparación o aducía algún otro pretexto. Todos lo mirábamos con cara de sorpresa y tristeza. Entonces él iba y sacaba detrás de los ligustros la preciada guitarra”.
“De las numerosas anécdotas que lo tuvieron de protagonista hubo una especial, que es la siguiente. Una tarde prevista invitamos a algunos vecinos para que asistieran a un concierto de don Alejandrino. Acondicionamos el comedor y los vecinos llegaban en correspondencia con el acontecimiento. El artista ocupó el lugar que le estaba preparado, luego de saludar ceremoniosamente. Afinaba su guitarra con toda parsimonia, hasta ponernos nerviosos, mientras los asistentes se miraban entre sí cruzándose una discreta y respetuosa sonrisa; luego el concertista miraba atentamente a los circunstantes como comprobando que todo estaba en orden y que reinaba el más absoluto silencio, y el concierto comenzaba”.
El marco estaba dado por la amicitia amicorum, la cordialidad de los amigos de la que nos hablaba Cicerón, forjada por el respeto mutuo y la fraternidad como una imposición natural. Ésa fue la base del pacífico desarrollo de nuestros pueblos. Teníamos tiempo para confraternizar, disfrutar del anís o del jerez, saborear pausadamente la atención del pocillo de café, cuyos granos se molían a pura tensión del molinillo.
“Al final no había aplausos, tan sólo unas palabras de admiración y agradecimiento, casi a media voz. Por momentos el acontecimiento nos parecía sublime y nos sentíamos orgullosos de brindar a los vecinos semejante obra de alta cultura”, memora Edmundo, todavía embelesado por los graves y agudos que hallaban resonancia en el comedor hogareño.
“Era un buen guitarrista –concluye-, falta decir que daba conciertos en la radio y tocaba música selecta: Tárrega, Segovia, Albeniz, Chopin”. Los contertulios parecían tocados por aquellos versos que Federico García Lorca dedicara a la guitarra: “Llora por cosas lejanas. / Arenas del sur caliente / que pide camelias blancas. / Llora flecha sin blanco, / la tarde sin mañana, / y el primer pájaro muerto / sobre la rama”.
Francisco de Asís Tárrega era uno de sus predilectos. Inolvidables son algunas de sus obras: Capricho árabe, Recuerdos de la Alhambra, Lágrima. Era un fino guitarrista popular que desde su española Villarreal ganó fama internacional. Sus transcripciones de los grandes músicos universales fueron un inestimable aporte de divulgación. Una de ellas, originaria de Chopin, fue escuchada en el comedor de Argüello, según nos dice Heredia.
A Andrés Segovia le corresponde el mérito de haber ubicado a la guitarra como instrumento de concierto. Albeniz fue uno de sus favoritos al momento de las transcripciones.
Lo que hizo Alejandrino entre amigos, lo haría luego Yupanqui en el mundo: Sor, Albeniz, Granados, Tárrega, cuando “A don Ata” los continentes le quedaban chicos.
Es de extrañar aquella Córdoba arrullada por guitarras, que conoció la destreza canora de Gabino Ezeiza, que supo valorar a Abel Fleury, que en sus cines y teatros celebró al negro José Ricardo, a las “escobas de Gardel”, y a la magia de Oscar Alemán. La que albergó a Edmundo Rivero, componiendo a sola guitarra.
Tal vez debamos irnos con la exaltación andaluza de Lorca, cuando el sensible Federico exclamó: “¡Oh guitarra! / Corazón malherido / por cinco espadas”.
(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera